El fonógrafo inventado por Thomas Edison es un ejemplo paradigmático de esta idea.
Tal y como refiere el libro Armas, gérmenes y acero de Jared Diamond:
Cuando Edison construyó su primer fonógrafo en 1877, publicó un artículo en el que proponía diez usos a los que podía aplicarse su invento. Entre estos figuraban la conservación de las últimas palabras de personas en trance de morir, la grabación de lecturas de libros para que las oyeran personas ciegas, el dar las horas y el enseñar ortografía. La reproducción de música no figuraba entre las aplicaciones de la lista de Edison. Algunos años más tarde Edison dijo a su ayudante que su invento carecía de valor comercial. Unos años después cambió de opinión y se dedicó al negocio de la venta de fonógrafos, pero solo para utilizarlos como dictáfonos en oficinas. Cuando otros hombres de negocios adaptaron el fonógrafo a la fabricación de gramolas tragaperras que interpretaban música popular introduciendo una moneda, Edison protestó contra esta degradación que en apariencia restaba seriedad al uso de su invento en oficinas. Hubieron de transcurrir unos veinte años para que Edison por fin admitiera que la principal aplicación de su fonógrafo era la grabación y reproducción de música.
Es decir, que no somos los autores reales de una obra artística. Poner by, o por, y un nombre sólo es una manera de justificar la ilusión de que existe un “yo” consciente en un ilusorio teatro cartesiano. De justificar que el arte no es mera imitación y recombinación. De que somos dueños de algo intangible como es la información: algo que puede ser duplicado, transmitido y exhibido sin la pérdida del original y con un coste cada vez más próximo a 0.
En cualquier obra, donde pone autor, debería poner Todos. O el señor Meme. O no poner nada. Pero claro, tenemos la necesidad de imaginar que hay un autor y nunca querremos poner algo así, ni los autores ni los consumidores. No lo queremos porque creemos en una ilusión del “yo”.
Bajo esta premisa, los derechos de autor constituyen un corolario de esta ceguera.
Quiero que quede muy claro que en el mundo necesitamos consensos para convivir. Probablemente un asesino no sea el verdadero culpable de un crimen: las cosas no son tan sencillas. El Código Penal no puede entrar en disquisiciones científicos en las que aún no hay una clara explicación. Asimismo, los derechos de autor se aplican sin preocuparnos de sus implicaciones profundas.
Lo que quiero evidenciar es que un defensor de los derechos de autor no puede enarbolar su sistema como una verdad indiscutible u obvia. Sólo es un consenso imperfecto. Un mecanismo. Una cosa temporal para convivir. Un sistema puntual para compensar económicamente al autor.
Y a mi entender, su tiempo ha pasado.
Tal y como expresa Susan Blackmore en La máquina de los memes:
Tamarisk ha escrito un libro científico, cosa que sugiere que conscientemente ha sido la autora de la obra; esto no quiere decir que no podamos interpretar el hecho de forma distinta. Tamarisk es una buena escritora porque sus genes la han dotado con facilidad para el lenguaje y con la habilidad de llevar a cabo tareas para las cuelas es preciso trabajar en solitario; porque ha nacido en una época en la que la sociedad valora los libros y paga por ellos; porque la educación que ha recibido le ha dado la oportunidad de descubrir que tiene un gran talento para lo científico y porque ha pasado muchos años pensando y estudiando, con lo que ha llegado a conclusiones nuevas que, combinadas con las que ya existían, le han permitido publicar su obra. Eso significa que ha formado un nuevo complejo de memes: las variaciones sobre antiguos y una nueva combinatoria creada a partir de los nuevos procesos presentes en un cerebro pensante y bien dotado.
Si preguntamos a Tamarisk, ella dirá que todas las palabras de su libro surgieron de su cabeza, de manera consciente y deliberada. En opinión de Blackmore, el libro es producto de combinar los genes y memes que competían en el entorno de Tamarisk.
En la próxima entrega de esta visión científica sobre los derechos de autor, ahondaremos todavía más en este concepto tan contraintuitivo.
Vía | No Logo o Imagine… no Copyright de Joost Smiers y Marieke Van Schijndel / Copia este libro de David Bravo / Cultura libre de Lawrence Lessig / No Logo de Naomi Klein / La máquina de los memesde Susan Blackmore / La ciencia de la belleza de Urlich Renz / Armas, gérmenes y acero de Jared Diamond / Cómo funciona la mente de Steven Pinker / Sistemas emergentes de Steven Johnson / El meme eléctrico de Robert Aunger.
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El fonógrafo inventado por Thomas Edison es un ejemplo paradigmático de esta idea.
Tal y como refiere el libro Armas, gérmenes y acero de Jared Diamond:
Es decir, que no somos los autores reales de una obra artística. Poner by, o por, y un nombre sólo es una manera de justificar la ilusión de que existe un “yo” consciente en un ilusorio teatro cartesiano. De justificar que el arte no es mera imitación y recombinación. De que somos dueños de algo intangible como es la información: algo que puede ser duplicado, transmitido y exhibido sin la pérdida del original y con un coste cada vez más próximo a 0.
En cualquier obra, donde pone autor, debería poner Todos. O el señor Meme. O no poner nada. Pero claro, tenemos la necesidad de imaginar que hay un autor y nunca querremos poner algo así, ni los autores ni los consumidores. No lo queremos porque creemos en una ilusión del “yo”.
Bajo esta premisa, los derechos de autor constituyen un corolario de esta ceguera.
Quiero que quede muy claro que en el mundo necesitamos consensos para convivir. Probablemente un asesino no sea el verdadero culpable de un crimen: las cosas no son tan sencillas. El Código Penal no puede entrar en disquisiciones científicos en las que aún no hay una clara explicación. Asimismo, los derechos de autor se aplican sin preocuparnos de sus implicaciones profundas.
Lo que quiero evidenciar es que un defensor de los derechos de autor no puede enarbolar su sistema como una verdad indiscutible u obvia. Sólo es un consenso imperfecto. Un mecanismo. Una cosa temporal para convivir. Un sistema puntual para compensar económicamente al autor.
Y a mi entender, su tiempo ha pasado.
Tal y como expresa Susan Blackmore en La máquina de los memes:
Si preguntamos a Tamarisk, ella dirá que todas las palabras de su libro surgieron de su cabeza, de manera consciente y deliberada. En opinión de Blackmore, el libro es producto de combinar los genes y memes que competían en el entorno de Tamarisk.
En la próxima entrega de esta visión científica sobre los derechos de autor, ahondaremos todavía más en este concepto tan contraintuitivo.
Vía | No Logo o Imagine… no Copyright de Joost Smiers y Marieke Van Schijndel / Copia este libro de David Bravo / Cultura libre de Lawrence Lessig / No Logo de Naomi Klein / La máquina de los memesde Susan Blackmore / La ciencia de la belleza de Urlich Renz / Armas, gérmenes y acero de Jared Diamond / Cómo funciona la mente de Steven Pinker / Sistemas emergentes de Steven Johnson / El meme eléctrico de Robert Aunger.
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