por VIRGINIA BROWNE
Magíster en Estudios del Desarrollo, London School of Economics and Political Science, Licenciado en Comunicación Social y Periodista, Universidad de Chile.
Los conflictos de contenido ambiental suceden cada vez con más frecuencia en Chile. Estos se concentran en mayor medida –aunque no exclusivamente– en industrias y proyectos de índole extractiva, específicamente la minería y el sector energético, ambos estrechamente relacionados. El más emblemático hasta ahora ha sido el rechazo al megaproyecto hidroeléctrico en Aysén ocurrido hace algunos meses, tras años de pugna entre la empresa, parte de la comunidad y organizaciones de la sociedad civil. La semana, a raíz del proyecto Alto Maipo –iniciativa de AES Gener con apoyo de Antofagasta Minerals–, se enfrentaron diversas organizaciones sociales con el ministro de Energía, Máximo Pacheco. La discusión terminó no solo con algunos activistas detenidos, sino también con una mayor polarización del debate sobre estos temas. Para el caso de la minería, solo por mencionar un conflicto en desarrollo, la Expansión Andina 244, proyecto estructural de Codelco que se estima aportaría al Estado de Chile más de US$ 10 mil millones adicionales durante sus primeros 15 años de funcionamiento, ya enfrenta numerosos cuestionamientos desde la sociedad civil. Activistas y expertos indican que este proyecto pondría en peligro los glaciares cordilleranos de la V Región, hecho que presenta considerables riesgos socioambientales y disminuiría la disponibilidad de agua en un escenario de cambio climático.
Economías como la chilena, basadas principalmente en la extracción de recursos naturales, presentan a menudo estos escenarios donde la discusión en torno al crecimiento económico y la protección del medio ambiente y las comunidades se radicaliza, transformándose en partidos donde unos ganan bastante y los otros siempre pierden mucho, cualquiera sea el bando. En países con mayores índices de corrupción y violencia, los resultados son catastróficos para los ecosistemas y la población. Es el caso de Nigeria y la industria petrolera, con Shell a la cabeza. Más allá de las necesarias precauciones ambientales, el argumento de la sociedad civil y sus representantes es muchas veces que aquellos que resultan más afectados con los impactos de los proyectos, rara vez acceden a los beneficios y al desarrollo que estos traen aparejados. En el caso de HidroAysén, por ejemplo, se argumentaba que la energía era para abastecer a la zona central y los proyectos mineros, y no estaba claro cómo los beneficios económicos y tributarios podrían aportar en términos concretos al desarrollo de la región.
Estos casos presentan un dilema no menor que fácilmente lleva a las posturas a extremos por lado y lado: a favor del crecimiento económico o a favor de la protección del medio social y ambiental. Existen iniciativas que enfrentan esto. No obstante, pocas –por no decir ninguna– convencen del todo. Las empresas emprenden por su propia cuenta programas de apoyo a la comunidad: actividades y proyectos de responsabilidad corporativa que, incluso pudiendo ser bienintencionados, escapan del alcance y complejidad de estos conflictos. Estos no apuntan específicamente a mitigar los impactos concretos de sus operaciones, o bien resultan en compensaciones febles que dejan fuera de la discusión a actores importantes –entre ellos el Estado–- y pactan solo con algunos sectores de la comunidad y la sociedad. Lo anterior pone incluso en riesgo sus propias inversiones y estrategias en el mediano y largo plazo, con focos de conflicto latentes en forma permanente.
Los riesgos ambientales deben ser siempre ponderados, tomando todas las precauciones necesarias. En ese sentido, la legislación ambiental chilena ha avanzado, incorporando nuevas normativas y órganos a la institucionalidad en estas materias. Sin embargo, la adopción de normas y mecanismos que aporten a la discusión y participación de la sociedad y sus organizaciones ha sido más lenta. La transparencia participativa como estrategia a nivel país, impulsada en forma conjunta y balanceada por el Estado, el sector privado y la sociedad civil, resulta un camino atractivo para escapar de la pugna permanente entre posturas radicalizadas e incorporar los argumentos y evidencias por lado y lado. Hasta ahora, ciertas iniciativas que pretenden transparentar información social y ambiental de proyectos productivos corresponden a acciones puntuales de organizaciones y empresas específicas que, aun ajustándose a estándares internacionales diseñados para estos efectos, dejan fuera de la discusión e incluso del diseño mismo de estos estándares a actores cuya participación es imprescindible. Cabe mencionar también que la difusión de la información recabada rara vez llega a quienes más precisan de ella, y que es difícil, cuando no contraproducente para las empresas, hacer procesos participativos con la comunidad en su conjunto.
Existen, sin embargo, alternativas más adecuadas que buscan posicionar la transparencia y la participación como ejes centrales en el desarrollo y la economía de un país, especialmente si ésta depende de industrias como la minera y la energética. Sin ir más lejos, esta semana Colombia y el Reino Unido fueron aceptados como países candidatos para formar parte de la Iniciativa de Transparencia de la Industria Extractiva (EITI, por sus siglas en inglés). A nivel latinoamericano, Perú y Guatemala ya se consideran como miembros plenos de la misma. Se trata de un estándar internacional que promueve la transparencia y la participación de manera coordinada entre el sector público, el privado y la sociedad civil. Mientras que las empresas deben transparentar e iniciar acciones para difundir cuánto dinero entregan al Estado a través de impuestos y royalties, el Estado debe, a su vez, transparentar y difundir dónde se están invirtiendo dichos recursos, especialmente en relación con las comunidades locales aledañas a las operaciones. Estas, a su vez y apoyadas por organizaciones formales, hacen sus observaciones. La iniciativa contempla mecanismos y herramientas de comunicación y participación de las comunidades, así como un diálogo y vigilancia permanentes de actores y representantes de la sociedad civil. Así, EITI propone un trabajo integrado y más balanceado entre los actores, estableciendo mecanismos mucho más confiables de verificación y vigilancia entre los mismos. Azerbaiyán, Estado miembro de la iniciativa, se encuentra hoy al borde de su destitución precisamente por limitar la participación, a través de recortes de financiamiento, de instituciones de la sociedad civil.
La adopción de mejores estándares y políticas públicas de carácter estratégico enfocadas a incrementar la transparencia dentro del sector privado y de las industrias extractivas en particular sería deseable en el caso de Chile. Al incrementar el diálogo y la vigilancia entre los actores de las diversas esferas y mejorar la comunicación transversalmente, los diferentes argumentos tendrían cabida más allá de la radicalización de posturas. La inclusión activa de las comunidades locales en los debates más atingentes a su situación es urgente. En ello el Estado debiese ser garante de un debate inclusivo y balanceado, no solo aportando en términos institucionales, sino comprometiéndose a aportar la información necesaria para discutir en conjunto cómo queremos invertir lo recaudado mediante la extracción de nuestros recursos naturales y, con ello, pensar el tipo de economía y desarrollo que queremos para el futuro.
por VIRGINIA BROWNE
Magíster en Estudios del Desarrollo, London School of Economics and Political Science, Licenciado en Comunicación Social y Periodista, Universidad de Chile.
Los conflictos de contenido ambiental suceden cada vez con más frecuencia en Chile. Estos se concentran en mayor medida –aunque no exclusivamente– en industrias y proyectos de índole extractiva, específicamente la minería y el sector energético, ambos estrechamente relacionados. El más emblemático hasta ahora ha sido el rechazo al megaproyecto hidroeléctrico en Aysén ocurrido hace algunos meses, tras años de pugna entre la empresa, parte de la comunidad y organizaciones de la sociedad civil. La semana, a raíz del proyecto Alto Maipo –iniciativa de AES Gener con apoyo de Antofagasta Minerals–, se enfrentaron diversas organizaciones sociales con el ministro de Energía, Máximo Pacheco. La discusión terminó no solo con algunos activistas detenidos, sino también con una mayor polarización del debate sobre estos temas. Para el caso de la minería, solo por mencionar un conflicto en desarrollo, la Expansión Andina 244, proyecto estructural de Codelco que se estima aportaría al Estado de Chile más de US$ 10 mil millones adicionales durante sus primeros 15 años de funcionamiento, ya enfrenta numerosos cuestionamientos desde la sociedad civil. Activistas y expertos indican que este proyecto pondría en peligro los glaciares cordilleranos de la V Región, hecho que presenta considerables riesgos socioambientales y disminuiría la disponibilidad de agua en un escenario de cambio climático.
Economías como la chilena, basadas principalmente en la extracción de recursos naturales, presentan a menudo estos escenarios donde la discusión en torno al crecimiento económico y la protección del medio ambiente y las comunidades se radicaliza, transformándose en partidos donde unos ganan bastante y los otros siempre pierden mucho, cualquiera sea el bando. En países con mayores índices de corrupción y violencia, los resultados son catastróficos para los ecosistemas y la población. Es el caso de Nigeria y la industria petrolera, con Shell a la cabeza. Más allá de las necesarias precauciones ambientales, el argumento de la sociedad civil y sus representantes es muchas veces que aquellos que resultan más afectados con los impactos de los proyectos, rara vez acceden a los beneficios y al desarrollo que estos traen aparejados. En el caso de HidroAysén, por ejemplo, se argumentaba que la energía era para abastecer a la zona central y los proyectos mineros, y no estaba claro cómo los beneficios económicos y tributarios podrían aportar en términos concretos al desarrollo de la región.
Estos casos presentan un dilema no menor que fácilmente lleva a las posturas a extremos por lado y lado: a favor del crecimiento económico o a favor de la protección del medio social y ambiental. Existen iniciativas que enfrentan esto. No obstante, pocas –por no decir ninguna– convencen del todo. Las empresas emprenden por su propia cuenta programas de apoyo a la comunidad: actividades y proyectos de responsabilidad corporativa que, incluso pudiendo ser bienintencionados, escapan del alcance y complejidad de estos conflictos. Estos no apuntan específicamente a mitigar los impactos concretos de sus operaciones, o bien resultan en compensaciones febles que dejan fuera de la discusión a actores importantes –entre ellos el Estado–- y pactan solo con algunos sectores de la comunidad y la sociedad. Lo anterior pone incluso en riesgo sus propias inversiones y estrategias en el mediano y largo plazo, con focos de conflicto latentes en forma permanente.
Los riesgos ambientales deben ser siempre ponderados, tomando todas las precauciones necesarias. En ese sentido, la legislación ambiental chilena ha avanzado, incorporando nuevas normativas y órganos a la institucionalidad en estas materias. Sin embargo, la adopción de normas y mecanismos que aporten a la discusión y participación de la sociedad y sus organizaciones ha sido más lenta. La transparencia participativa como estrategia a nivel país, impulsada en forma conjunta y balanceada por el Estado, el sector privado y la sociedad civil, resulta un camino atractivo para escapar de la pugna permanente entre posturas radicalizadas e incorporar los argumentos y evidencias por lado y lado. Hasta ahora, ciertas iniciativas que pretenden transparentar información social y ambiental de proyectos productivos corresponden a acciones puntuales de organizaciones y empresas específicas que, aun ajustándose a estándares internacionales diseñados para estos efectos, dejan fuera de la discusión e incluso del diseño mismo de estos estándares a actores cuya participación es imprescindible. Cabe mencionar también que la difusión de la información recabada rara vez llega a quienes más precisan de ella, y que es difícil, cuando no contraproducente para las empresas, hacer procesos participativos con la comunidad en su conjunto.
Existen, sin embargo, alternativas más adecuadas que buscan posicionar la transparencia y la participación como ejes centrales en el desarrollo y la economía de un país, especialmente si ésta depende de industrias como la minera y la energética. Sin ir más lejos, esta semana Colombia y el Reino Unido fueron aceptados como países candidatos para formar parte de la Iniciativa de Transparencia de la Industria Extractiva (EITI, por sus siglas en inglés). A nivel latinoamericano, Perú y Guatemala ya se consideran como miembros plenos de la misma. Se trata de un estándar internacional que promueve la transparencia y la participación de manera coordinada entre el sector público, el privado y la sociedad civil. Mientras que las empresas deben transparentar e iniciar acciones para difundir cuánto dinero entregan al Estado a través de impuestos y royalties, el Estado debe, a su vez, transparentar y difundir dónde se están invirtiendo dichos recursos, especialmente en relación con las comunidades locales aledañas a las operaciones. Estas, a su vez y apoyadas por organizaciones formales, hacen sus observaciones. La iniciativa contempla mecanismos y herramientas de comunicación y participación de las comunidades, así como un diálogo y vigilancia permanentes de actores y representantes de la sociedad civil. Así, EITI propone un trabajo integrado y más balanceado entre los actores, estableciendo mecanismos mucho más confiables de verificación y vigilancia entre los mismos. Azerbaiyán, Estado miembro de la iniciativa, se encuentra hoy al borde de su destitución precisamente por limitar la participación, a través de recortes de financiamiento, de instituciones de la sociedad civil.
La adopción de mejores estándares y políticas públicas de carácter estratégico enfocadas a incrementar la transparencia dentro del sector privado y de las industrias extractivas en particular sería deseable en el caso de Chile. Al incrementar el diálogo y la vigilancia entre los actores de las diversas esferas y mejorar la comunicación transversalmente, los diferentes argumentos tendrían cabida más allá de la radicalización de posturas. La inclusión activa de las comunidades locales en los debates más atingentes a su situación es urgente. En ello el Estado debiese ser garante de un debate inclusivo y balanceado, no solo aportando en términos institucionales, sino comprometiéndose a aportar la información necesaria para discutir en conjunto cómo queremos invertir lo recaudado mediante la extracción de nuestros recursos naturales y, con ello, pensar el tipo de economía y desarrollo que queremos para el futuro.
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