¿Allende o Pinochet? ¿Estás con “nosotros” o con los “otros”? El falso dilema obliga a elegir entre dos alternativas como si fuesen las únicas posibles. Sin embargo, el compromiso con los valores fundamentales debiese estar por sobre esta discusión política.
En 2011, el gobernador de Texas instó a Nancy Pelosi, entonces precandidata presidencial republicana, a debatir sobre reformas a la política. Afirmó que si ella se negaba a hacerlo, “lo interpretaré como que usted continuará sus modos obstruccionistas frente a la muy necesaria reforma de Washington”.
No se necesita un posdoctorado en lógica para detectar la falacia argumentativa del tamaño de una catedral que subyace al emplazamiento del gobernador. Pelosi no enfrentaba solo dos opciones extremas –debatir en ese instante u oponerse a toda reforma– sino una multiplicidad de alternativas intermedias. Por de pronto, debatir en otro momento. O publicar un libro al respecto. O presentar un conjunto sorpresa de reformas políticas el siguiente eclipse lunar montada en un dromedario.
El falso dilema
A esta falacia argumentativa se la llama “falso dilema”, o “falsa dicotomía”. Se presentan dos alternativas como si fueran las únicas opciones posibles, en circunstancias de que hay un pliego más amplio de donde escoger.
Una de las manifestaciones recurrentes del falso dilema es el “estás con nosotros o estás contra nosotros”. Un caso reciente ocurrió nueve días después de los ataques del 11 de septiembre de 2001, cuando George W. Bush lanzó un furibundo despliegue militar, anunciando a la comunidad internacional que “o bien están con nosotros, o bien están con los terroristas”. El entonces presidente pasaba por alto el sinnúmero de opciones disponibles para combatir el terrorismo distintas a barrer Iraq por la vía armada.
Frases parecidas a las de Bush se han oído a lo largo de la historia en bocas de próceres tales como Cicerón, Lenin, George Orwell, Mussolini y, en periodos más recientes, Tayyip Erdoğan (presidente de Turquía) y Sarah Palin (gobernadora republicana de Alaska, EEUU). Y, si lo suyo no es la política, siempre podemos citar a Obi-Wan Kenobi. Anakin Skywalker, el futuro Darth Vader, lo emplaza espetando: “Si no estás conmigo, entonces eres mi enemigo”. Obi-Wan, como buen maestro Jedi, detecta la falacia argumental y responde: “Solo un Sith trata en términos absolutos”.
Difícil no estar de acuerdo, ¿cierto? Es la razón por la cual siempre me ha sorprendido que en el pasado reciente una fracción tan numerosa de la población chilena, incurriera en el falso dilema a la hora de evaluar la dictadura de Pinochet:
– “O apoyas al régimen o estás con los otros”.
– “Pero ¿y los asesinatos, torturas, desapariciones y exilios?”.
– “Ah, es que ellos [explicación de la amenaza que representaba y pecados que cometía el bando contrario]”.
Es verdad que la situación en 1973 era compleja. Más compleja de lo que este post podría pretender abordar. Pero es a todas luces evidente que apoyar a un régimen que aplicaba electricidad en los genitales de los disidentes, no era la única opción disponible para quienes abogaban por una economía libre.
Visualiza el caldo que aquí se cocía
– Autoridades con vocación militar y el significativo sesgo de selección que ello implica.
– Autoridades machacadas por años con una educación diseñada para enfrentar guerras por la vía armada.
– 17 años de poder absoluto, sin contrapesos democráticos.
– Directrices aplicadas en la calle en su mayoría por jóvenes (a veces muy jóvenes) que, además de la citada vocación y formación militar, experimentaban justificado y genuino miedo. Aunque hablar de guerra es sobredimensionado (era una situación muy asimétrica), el riesgo para la integridad de los uniformados era real. De los 2.296 fallecidos que cita el Informe Rettig, 164 fueron “muertes producto de la violencia política, principalmente de uniformados”. Enfrentando a diario el riesgo de morir, poca sorpresa hay en que cuando los militares encaraban al enemigo subyugado al frente, dieran rienda suelta a sus tensiones contenidas y se propasaran.
Es una receta infalible para lo que ocurrió. Con ingredientes como esos, el milagro habría sido que ningún exceso ocurriera. Es como cuando en el Woodstock del oeste, frente a 300.000 jóvenes rockeros, en el epicentro de la contracultura de los ’60 y con drogas fluyendo con la fluidez de pastillas de menta, se contrató para hacerse cargo de la seguridad a una pandilla de motociclistas llamada Los Ángeles del Infierno y les pagaron sus servicios en alcohol in situ. ¡Los cuatro asesinatos constatados era lo mínimo que se podía esperar!
No quiero insinuar que la ética de las personas con vocación militar sea más laxa, ni que su formación en las academias castrenses la debilite. De verdad que no. La existencia de las fuerzas del orden es imprescindible (al menos la policía) y para eso requerimos de personas con dicha vocación. Más bien, no es el tipo de personas con el perfil y la formación para gobernar, porque la política es un arte que requiere de destrezas completamente diferentes. Menos durante 17 años, sin contrapesos democráticos y con mandatos aplicados en buena parte por jóvenes inexpertos y sometidos a la tensión que implica enfrentar a enemigos armados.
La ética como “override” de la política
Así que no, el dilema no era “o bien apoyar a Pinochet y todo lo que sus compinches hicieran o bien ser partidario de una economía estatista”. Era del todo coherente plantarse como tenaz opositor de la visión política de Salvador Allende y todo su mundo, y a la vez censurar con la mayor convicción las atrocidades cometidas por la dictadura. Desde luego, al comienzo muchos realmente no sabían lo que ocurría. En el fondo de su corazón creían que las bestialidades eran patrañas ideadas por sus adversarios políticos para desprestigiar al régimen. Pero llegó un punto en que no era viable no saber.
Algunos dirán que la mía es una posición facilista, “todos son malos, así no hay compromiso con nada ni nadie”. Es verdad que es la postura más cómoda, pero no por eso deja de ser la postura correcta.
Porque al final, y esta es la médula de la columna, la defensa de los valores fundamentales está por sobre toda posición política. Podemos abogar por economías más o menos libres, por más o menos injerencia del Estado en nuestras vidas, por concesionar el litio o por explotarlo mediante empresas públicas, por defender el rol de las AFP o vilipendiarlas en marchas por la Alameda, por democracia directa o representativa, pero nada de eso importa cuando lo que está en juego son los derechos humanos.
Los angloparlantes cuentan con una expresión magnífica para esto: override. Algo así como “anulación total”. Independiente de cuán fantásticas sean sus políticas públicas y hasta qué punto discrepe yo con la o las alternativas, en el momento en que un gobernante fusila en forma sumaria a sus opositores y los esconde en las arenas de Pisagua, se transforma en un delincuente cuyo destino debe ser la cárcel. En ese momento ningún argumento político importa. Plantearlos sería como quejarse por que el médico vea a tu mujer desnuda durante el parto: un entremezclado indefendible de prioridades por completo diferentes.
Su participación no se admite a trámite
Citar a Pinochet como ejemplo es cómodo para ilustrar este principio. Por el año en que nos encontramos y por la demografía de El Definido, la gran mayoría de los lectores ya compartía conmigo el juicio respecto a su culpabilidad. Pero el criterio de “override ético” es universal. Y es en lo sucesivo en que incomodaré a algunos.
Ejemplos en que el “override ético” no se ha impuesto hay muchos, pero hay uno particularmente irritante: el endiosiamiento del Che Guevara, dueño de un prontuario atroz. ¿Sabían que durante su famoso viaje en moto por Latinoamérica escribió en su diario “Degollaré a todos mis enemigos”?
Alguien podría sostener que no hay que tomarlo en forma literal, o bien que se trata de una inmadurez de juventud, pero fíjense lo que pronunció en su discurso ante las Naciones Unidas, en diciembre de 1964, ya como parte de la cúpula cubana: “Hemos fusilado, fusilamos y seguiremos fusilando mientras sea necesario”. Y no se refería a la aplicación de la pena de muerte como resultado de un proceso judicial a cargo de otro poder del Estado, sino de ejecuciones sumarias sin nada parecido al debido proceso.
En la fortaleza de La Cabaña, en 1959, el Che comandó cerca de 200 ejecuciones. El ejército de Batista ya había sido derrotado, no había resistencia alguna. Fueron fusilamientos a sangre fría. Daniel Alarcón, excompañero del Che en la guerrilla en la Sierra Maestra, contóque “el Che se sentaba en un muro, fumando su puro, viendo las ejecuciones”.
El ejemplo más escabroso, la manifestación más descarnada de la beligerante visión de mundo que defendía el Che, se encuentra en el mensaje que envió en 1967 a la Organización de Solidaridad con los Pueblos de Asia, África y América Latina: “El odio como factor de lucha, el odio intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones naturales del ser humano y lo convierte en una eficaz, violenta, selectiva y fría máquina de matar”.
Más enemigos todavía me granjearé con el ejemplo de Salvador Allende, pero es del todo atingente. Varios de sus textos justifican la violencia como medio legítimo para la obtención de sus fines. Como botón de muestra, la carta que junto a Clodomiro Almeyda y Aniceto Rodríguez, publicó en El Mercurio el 28 de febrero de 1967:
“La lucha por el poder es el objetivo estratégico que el Partido Socialista ha de desarrollar en esta generación. La vía violenta es la única posible para asegurar el triunfo de la revolución y su mantención en el poder. La vía electoral sólo debe usarse como un medio de agitación y de propaganda, subordinada al camino de las armas. El PS debe adecuar su organización a esta nueva estrategia y organizar de inmediato sus milicias”.
Hay un abismo entre Allende y Pinochet, sí, pero no porque haya otros peores se deja de reprobar el examen.
Así como ningún acierto administrativo de Pinochet (que los hay) lo exculpa de la Caravana de la Muerte, no hay cuota de idealismo posible en la historia personal del Che que lo exonere de su desprecio por el valor de la vida humana, ni compromiso social que absuelva a Allende de aquellas apologías de la vía armada. No importa cuánto te inspiren su idealismo de juventud, su compromiso por la justicia social o su coherencia guerrillera, si no has trastocado tus prioridades, estos pasajes debieran conducirte a enterrar tus camisetas y gorros con la imagen del Che, y a reconocer que las sombras de Allende lo descartan como opción de modelo a seguir.
Pinochet, el Che y Allende, desde luego, son solo ejemplos. El punto no son ellos. El punto es que, cuando hablamos de preferencias políticas, el compromiso con los valores fundamentales de la persona en discusión, es requisito para siquiera sentarse a conversar. Sin ese piso mínimo, no viene al caso discutir sus otros méritos. Como se diría en el Congreso, su participación ni siquiera se admite a trámite.
¿Allende o Pinochet? ¿Estás con “nosotros” o con los “otros”? El falso dilema obliga a elegir entre dos alternativas como si fuesen las únicas posibles. Sin embargo, el compromiso con los valores fundamentales debiese estar por sobre esta discusión política.
En 2011, el gobernador de Texas instó a Nancy Pelosi, entonces precandidata presidencial republicana, a debatir sobre reformas a la política. Afirmó que si ella se negaba a hacerlo, “lo interpretaré como que usted continuará sus modos obstruccionistas frente a la muy necesaria reforma de Washington”.
No se necesita un posdoctorado en lógica para detectar la falacia argumentativa del tamaño de una catedral que subyace al emplazamiento del gobernador. Pelosi no enfrentaba solo dos opciones extremas –debatir en ese instante u oponerse a toda reforma– sino una multiplicidad de alternativas intermedias. Por de pronto, debatir en otro momento. O publicar un libro al respecto. O presentar un conjunto sorpresa de reformas políticas el siguiente eclipse lunar montada en un dromedario.
El falso dilema
A esta falacia argumentativa se la llama “falso dilema”, o “falsa dicotomía”. Se presentan dos alternativas como si fueran las únicas opciones posibles, en circunstancias de que hay un pliego más amplio de donde escoger.
Una de las manifestaciones recurrentes del falso dilema es el “estás con nosotros o estás contra nosotros”. Un caso reciente ocurrió nueve días después de los ataques del 11 de septiembre de 2001, cuando George W. Bush lanzó un furibundo despliegue militar, anunciando a la comunidad internacional que “o bien están con nosotros, o bien están con los terroristas”. El entonces presidente pasaba por alto el sinnúmero de opciones disponibles para combatir el terrorismo distintas a barrer Iraq por la vía armada.
Frases parecidas a las de Bush se han oído a lo largo de la historia en bocas de próceres tales como Cicerón, Lenin, George Orwell, Mussolini y, en periodos más recientes, Tayyip Erdoğan (presidente de Turquía) y Sarah Palin (gobernadora republicana de Alaska, EEUU). Y, si lo suyo no es la política, siempre podemos citar a Obi-Wan Kenobi. Anakin Skywalker, el futuro Darth Vader, lo emplaza espetando: “Si no estás conmigo, entonces eres mi enemigo”. Obi-Wan, como buen maestro Jedi, detecta la falacia argumental y responde: “Solo un Sith trata en términos absolutos”.
Difícil no estar de acuerdo, ¿cierto? Es la razón por la cual siempre me ha sorprendido que en el pasado reciente una fracción tan numerosa de la población chilena, incurriera en el falso dilema a la hora de evaluar la dictadura de Pinochet:
– “O apoyas al régimen o estás con los otros”.
– “Pero ¿y los asesinatos, torturas, desapariciones y exilios?”.
– “Ah, es que ellos [explicación de la amenaza que representaba y pecados que cometía el bando contrario]”.
Es verdad que la situación en 1973 era compleja. Más compleja de lo que este post podría pretender abordar. Pero es a todas luces evidente que apoyar a un régimen que aplicaba electricidad en los genitales de los disidentes, no era la única opción disponible para quienes abogaban por una economía libre.
Visualiza el caldo que aquí se cocía
– Autoridades con vocación militar y el significativo sesgo de selección que ello implica.
– Autoridades machacadas por años con una educación diseñada para enfrentar guerras por la vía armada.
– 17 años de poder absoluto, sin contrapesos democráticos.
– Directrices aplicadas en la calle en su mayoría por jóvenes (a veces muy jóvenes) que, además de la citada vocación y formación militar, experimentaban justificado y genuino miedo. Aunque hablar de guerra es sobredimensionado (era una situación muy asimétrica), el riesgo para la integridad de los uniformados era real. De los 2.296 fallecidos que cita el Informe Rettig, 164 fueron “muertes producto de la violencia política, principalmente de uniformados”. Enfrentando a diario el riesgo de morir, poca sorpresa hay en que cuando los militares encaraban al enemigo subyugado al frente, dieran rienda suelta a sus tensiones contenidas y se propasaran.
Es una receta infalible para lo que ocurrió. Con ingredientes como esos, el milagro habría sido que ningún exceso ocurriera. Es como cuando en el Woodstock del oeste, frente a 300.000 jóvenes rockeros, en el epicentro de la contracultura de los ’60 y con drogas fluyendo con la fluidez de pastillas de menta, se contrató para hacerse cargo de la seguridad a una pandilla de motociclistas llamada Los Ángeles del Infierno y les pagaron sus servicios en alcohol in situ. ¡Los cuatro asesinatos constatados era lo mínimo que se podía esperar!
No quiero insinuar que la ética de las personas con vocación militar sea más laxa, ni que su formación en las academias castrenses la debilite. De verdad que no. La existencia de las fuerzas del orden es imprescindible (al menos la policía) y para eso requerimos de personas con dicha vocación. Más bien, no es el tipo de personas con el perfil y la formación para gobernar, porque la política es un arte que requiere de destrezas completamente diferentes. Menos durante 17 años, sin contrapesos democráticos y con mandatos aplicados en buena parte por jóvenes inexpertos y sometidos a la tensión que implica enfrentar a enemigos armados.
La ética como “override” de la política
Así que no, el dilema no era “o bien apoyar a Pinochet y todo lo que sus compinches hicieran o bien ser partidario de una economía estatista”. Era del todo coherente plantarse como tenaz opositor de la visión política de Salvador Allende y todo su mundo, y a la vez censurar con la mayor convicción las atrocidades cometidas por la dictadura. Desde luego, al comienzo muchos realmente no sabían lo que ocurría. En el fondo de su corazón creían que las bestialidades eran patrañas ideadas por sus adversarios políticos para desprestigiar al régimen. Pero llegó un punto en que no era viable no saber.
Algunos dirán que la mía es una posición facilista, “todos son malos, así no hay compromiso con nada ni nadie”. Es verdad que es la postura más cómoda, pero no por eso deja de ser la postura correcta.
Porque al final, y esta es la médula de la columna, la defensa de los valores fundamentales está por sobre toda posición política. Podemos abogar por economías más o menos libres, por más o menos injerencia del Estado en nuestras vidas, por concesionar el litio o por explotarlo mediante empresas públicas, por defender el rol de las AFP o vilipendiarlas en marchas por la Alameda, por democracia directa o representativa, pero nada de eso importa cuando lo que está en juego son los derechos humanos.
Los angloparlantes cuentan con una expresión magnífica para esto: override. Algo así como “anulación total”. Independiente de cuán fantásticas sean sus políticas públicas y hasta qué punto discrepe yo con la o las alternativas, en el momento en que un gobernante fusila en forma sumaria a sus opositores y los esconde en las arenas de Pisagua, se transforma en un delincuente cuyo destino debe ser la cárcel. En ese momento ningún argumento político importa. Plantearlos sería como quejarse por que el médico vea a tu mujer desnuda durante el parto: un entremezclado indefendible de prioridades por completo diferentes.
Su participación no se admite a trámite
Citar a Pinochet como ejemplo es cómodo para ilustrar este principio. Por el año en que nos encontramos y por la demografía de El Definido, la gran mayoría de los lectores ya compartía conmigo el juicio respecto a su culpabilidad. Pero el criterio de “override ético” es universal. Y es en lo sucesivo en que incomodaré a algunos.
Ejemplos en que el “override ético” no se ha impuesto hay muchos, pero hay uno particularmente irritante: el endiosiamiento del Che Guevara, dueño de un prontuario atroz. ¿Sabían que durante su famoso viaje en moto por Latinoamérica escribió en su diario “Degollaré a todos mis enemigos”?
Alguien podría sostener que no hay que tomarlo en forma literal, o bien que se trata de una inmadurez de juventud, pero fíjense lo que pronunció en su discurso ante las Naciones Unidas, en diciembre de 1964, ya como parte de la cúpula cubana: “Hemos fusilado, fusilamos y seguiremos fusilando mientras sea necesario”. Y no se refería a la aplicación de la pena de muerte como resultado de un proceso judicial a cargo de otro poder del Estado, sino de ejecuciones sumarias sin nada parecido al debido proceso.
En la fortaleza de La Cabaña, en 1959, el Che comandó cerca de 200 ejecuciones. El ejército de Batista ya había sido derrotado, no había resistencia alguna. Fueron fusilamientos a sangre fría. Daniel Alarcón, excompañero del Che en la guerrilla en la Sierra Maestra, contóque “el Che se sentaba en un muro, fumando su puro, viendo las ejecuciones”.
El ejemplo más escabroso, la manifestación más descarnada de la beligerante visión de mundo que defendía el Che, se encuentra en el mensaje que envió en 1967 a la Organización de Solidaridad con los Pueblos de Asia, África y América Latina: “El odio como factor de lucha, el odio intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones naturales del ser humano y lo convierte en una eficaz, violenta, selectiva y fría máquina de matar”.
Más enemigos todavía me granjearé con el ejemplo de Salvador Allende, pero es del todo atingente. Varios de sus textos justifican la violencia como medio legítimo para la obtención de sus fines. Como botón de muestra, la carta que junto a Clodomiro Almeyda y Aniceto Rodríguez, publicó en El Mercurio el 28 de febrero de 1967:
“La lucha por el poder es el objetivo estratégico que el Partido Socialista ha de desarrollar en esta generación. La vía violenta es la única posible para asegurar el triunfo de la revolución y su mantención en el poder. La vía electoral sólo debe usarse como un medio de agitación y de propaganda, subordinada al camino de las armas. El PS debe adecuar su organización a esta nueva estrategia y organizar de inmediato sus milicias”.
Hay un abismo entre Allende y Pinochet, sí, pero no porque haya otros peores se deja de reprobar el examen.
Así como ningún acierto administrativo de Pinochet (que los hay) lo exculpa de la Caravana de la Muerte, no hay cuota de idealismo posible en la historia personal del Che que lo exonere de su desprecio por el valor de la vida humana, ni compromiso social que absuelva a Allende de aquellas apologías de la vía armada. No importa cuánto te inspiren su idealismo de juventud, su compromiso por la justicia social o su coherencia guerrillera, si no has trastocado tus prioridades, estos pasajes debieran conducirte a enterrar tus camisetas y gorros con la imagen del Che, y a reconocer que las sombras de Allende lo descartan como opción de modelo a seguir.
Pinochet, el Che y Allende, desde luego, son solo ejemplos. El punto no son ellos. El punto es que, cuando hablamos de preferencias políticas, el compromiso con los valores fundamentales de la persona en discusión, es requisito para siquiera sentarse a conversar. Sin ese piso mínimo, no viene al caso discutir sus otros méritos. Como se diría en el Congreso, su participación ni siquiera se admite a trámite.
Fuente
Compartir esto: