En una sola generación internet ha cambiado el modo en que hacemos y experimentamos prácticamente todo lo relativo a los medios de comunicación. Hoy el acto mismo de consumir medios crea un formato por completo nuevo: una capa de datos sociales que revela lo que nos gusta, lo que vemos, a quién o a qué prestamos atención y nuestra ubicación en el momento en que ocurren todas estas cosas.
El público, en otro tiempo pasivo, ahora asume un papel más decisivo e influyente que nunca. Y como le sucede a cualquiera que de repente se convierte en protagonista, hemos tenido que aprender mucho y muy deprisa.
Esta capa de datos sociales revela tanto sobre nuestra conducta que programa a los programadores en la misma medida en que ellos nos programan a nosotros. Los que escriben en el blog del sitio web Gawker pueden ver las estadísticas de consumo a tiempo real de cada una de sus entradas y saben al instante cómo adaptar los contenidos para llegar a más público. De igual modo, el director de programación de la cadena de televisión FOX recibe análisis detallados de la conducta del público, sus intereses y opiniones. En los días anteriores al episodio final de la serie estadounidense Breaking Bad se recibían hasta 100.000 tuits al día, una clara indicación de que al público le interesaba tanto lo que tenía que decir como lo que habían ideado los productores.
Toda esta conversación conectada está transformando también al público. Como Narciso, también a nosotros nos seduce nuestra imagen online y la tentación de tener cada vez más lazos sociales. En su libro Alone Together (Juntos pero solos), de 2011, Sherry Turkle apunta que es posible que en estos tiempos de máxima conectividad social existan menos conexiones reales que antes. Marshall McLuhan (1968 y 1973), prestigioso teórico de los medios de comunicación, ya pronosticó esta posibilidad hace más de 40 años, cuando afirmó que «la extensión conduce a la amputación». En un coche automático no usamos los pies, que quedan relegados a un segundo plano en cuanto salimos a la carretera. Con los teléfonos móviles y los dispositivos sociales estamos conectados a pantallas y de forma virtual con amigos en los cinco continentes, pero tal vez a costa de una conexión auténtica con el mundo. Esencialmente, llegamos al estado de «soledad compartida» del que habla Turkle (2011).
En el pasado podíamos desconectarnos de los medios apagando el dispositivo, saliendo del sistema. Ahora eso constituye la excepción a la regla y, para muchos, motivo de desasosiego. Ante la sugerencia de que se desconecte, un joven de hoy nos dirá: «¿Desconectarse, qué es eso?» o «¿Por qué me castigas?». Casi siempre estamos conectados a un dispositivo con acceso a internet, bien sea un smartphone, un monitor cardiaco, un automóvil o una pantalla. Tenemos extensiones de nuestro cuerpo en forma de sensores, señales y servidores que registran cantidades enormes de datos acerca de cómo vivimos nuestro día a día, la gente que conocemos, los medios que consumimos y la información que buscamos. En efecto, los medios nos siguen a todas partes y cada vez somos menos conscientes de su presencia.
Inquieta pensar que hace más de 50 años McLuhan ya adelantó las consecuencias de este entorno saturado de medios de comunicación. Cuando hablaba de la «aldea global» no se refería exactamente a que estaríamos conectados unos con otros. Lo que le preocupaba más bien era que todos conociéramos los asuntos de los demás, que perdiéramos parte de nuestra privacidad como resultado de vivir en un mundo con un conocimiento tan íntimo de las vidas ajenas. A esto McLuhan lo llamó «retribalización» y con ello quería decir que los medios de comunicación modernos nos llevarían a imitar el comportamiento de las aldeas tribales. Hoy en día los efectos de este fenómeno nos ayudan a definir el entorno mediático. Nos gestionamos a nosotros mismos de manera consciente como si fuéramos marcas online, nos preocupan más que nunca los asuntos de los demás y tenemos más probabilidades de que nos hagan reproches o nos pongan en evidencia que en la desparecida (y más anónima) era de la comunicación de masas.
Mantenemos relaciones muy íntimas con nuestros dispositivos conectados. A los pocos minutos de despertarnos, la mayoría ya estamos cogiendo el smartphone. Lo consultamos más de 150 veces a lo largo de la jornada y pasamos el equivalente a cerca de dos horas diarias con un móvil pegado a la oreja (IDC, 2013). A medida que estos aparatos se han vuelto omnipresentes, cada vez hay más datos de nuestra vida almacenados de manera casi permanente en servidores y que pueden ser consultados por otros (incluidas empresas y agencias del Gobierno).
La idea de que todo puede medirse, cuantificarse y almacenarse representa un cambio fundamental para la condición humana. Durante miles de años hemos vivido según la idea de que somos responsables ante un Dios omnipotente que todo lo ve y que nos vigilaba por nuestro propio bien, para garantizar nuestra salvación. Por esa, entre otras razones, resulta tan efectiva la religión. Ahora, en cambio, en solo unos pocos miles de años hemos reproducido esa red omnipotente que todo lo ve aquí en la Tierra… impulsados por motivos menos elevados y quizá aún más efectivos.
También estamos inmersos en una era de invención mediática sin precedentes. Hemos pasado del primer internet basado en la web al mundo, siempre conectado, posterior al ordenador personal. Pronto entraremos en la era de la informática generalizada, en la que todos los aparatos y objetos construidos estarán conectados y serán interactivos, con capacidad de recoger y emitir datos. Es lo que se ha dado en llamar «Internet de las cosas».
En el pasado reciente el ritmo del cambio tecnológico ha sido rápido, pero se está acelerando. Las cifras hablan por sí solas. En 1995 había aproximadamente 50 millones de aparatos conectados a internet. En 2011 el número de conexiones pasaba de los 4.300 millones (más o menos la mitad eran máquinas). Aquel año nos quedamos sin direcciones de internet y ahora se emplea otro mecanismo para direcciones llamado IPv6. Este modelo permitirá crear 340.000 millones de millones de millones de millones de direcciones IP únicas. Se trata probablemente de la cifra más grande jamás manejada por los seres humanos en el diseño de algo. En orden de magnitud, el número de átomos que contiene el universo solo es 40 veces superior el número de direcciones de internet existentes, pero el hombre no inventó el universo, y, puesto que este artículo no se va a publicar en un medio de comunicación, no nos detendremos en el tema.
Pero sí hay una cifra que tendremos que abordar, y pronto: en unos 15 años es probable que exista un billón de dispositivos conectados a internet. Nada crece más rápido sobre la tierra que este medio, es decir, el número de dispositivos conectados y los datos que estos emiten. Por supuesto que la mayoría no son de personas, pero no debemos subestimar el impacto en nuestro mundo mediatizado de un billón de aparatos emitiendo señales y enviando información.
Para hacernos una idea del tamaño de todo esto, digamos que las conexiones a internet en 1995 eran del tamaño de la Luna. El internet de hoy, en cambio, tendría el tamaño de la Tierra. ¡Y el de dentro de 15 años será tan grande como Júpiter!
Un cambio exponencial de este tipo es importante porque es muy difícil predecir cómo se van a usar los nuevos medios y en qué nos van a beneficiar. Examinar el desigual acierto de anteriores predicciones supone toda una lección de humildad y puede ayudarnos a imaginar el futuro. En 1878, un año después de haber inventado el fonógrafo, Thomas Edison no tenía ni idea (o, más bien, tenía demasiadas ideas) de cómo se podría utilizar, pero a priori no dio con la aplicación definitiva de su aparato. Edison era un inventor brillante que tomaba notas meticulosamente. Estas son las 10 ideas que anotó para el uso del fonógrafo:
- Redacción de cartas y toda clase de dictados sin necesidad de taquígrafos.
- Libros fonográficos que hablarán a los ciegos sin que estos tengan que hacer esfuerzo alguno.
- Enseñanza de dicción.
- Música: el fonógrafo sin duda se destinará más que nada a la música.
- Recuerdos de familia: preservar los dichos, las voces y las últimas palabras de los familiares moribundos como si fueran de grandes hombres.
- Cajas de música, juguetes, etcétera: podremos regalar a nuestros hijos por Navidad muñecos que hablen, canten, lloren o rían.
- Relojes que anuncien la hora de viva voz, llamen a comer, le digan al pretendiente que son las diez y, por tanto, hora de irse a casa, etcétera.
- Preservación del lenguaje mediante las grabaciones de nuestros Washington, nuestros Lincoln, nuestros Gladstone.
- Fines educativos, como conservar las lecciones del profesor de modo que el alumno pueda consultarlas en cualquier momento o para aprender ortografía.
- Grabación de llamadas telefónicas: el perfeccionamiento o avance del arte de la telefonía mediante el fonógrafo, haciendo de este un instrumento auxiliar en la transmisión de grabaciones permanentes.
Primero lo intentó con el negocio de la redacción de cartas sin taquígrafos. Y fracasó, sobre todo porque suponía una importante amenaza para el oficio de taquígrafo. Serían necesarios años (y unas cuantas recapitalizaciones) para que la música se convirtiera en la aplicación comercial por excelencia del fonógrafo. Y se trata del negocio que ha sobrevivido durante más de 100 años antes de empezar a declinar.
Cuando pienso en mi carrera profesional observo un patrón que se repite una y otra vez y que consiste en tratar de entender «qué es eso exactamente». En 1993 colaboré con Bill Gates en la redacción de Camino al futuro (1995). El libro describía las que, a juicio de Gates, serían las consecuencias de la revolución en los ordenadores personales y dibujaba un futuro profundamente influido por la aparición de lo que acabaría siendo internet. En su momento lo llamamos «la superautopista global de la información».
Mi colaboración con Gates consistía en tratar de predecir el futuro de la televisión. Esto fue un año antes de que el lanzamiento del navegador Netscape (entonces Mosaic) llevara la web al gran público. En 1993 sabíamos que en los años siguientes habría banda ancha y nuevos canales de distribución para los hogares conectados. Pero la idea de que todo ello se basaría en un internet abierto se nos escapó por completo. Sabíamos que la tecnología avanzaba a toda velocidad, pero no podíamos predecir cómo iba a utilizarse o si se convertiría en algo muy diferente a lo que nos habíamos acostumbrado a ver, es decir, empresas de medios de comunicación centralizadas que distribuían contenidos al gran público según un modelo descendente. En 1993 lo que nosotros (y Al Gore) imaginábamos era una «superautopista de la información». Gates y yo lo veíamos además como un medio de llevar producciones de Hollywood a los hogares conectados y de compartir datos.
Supusimos que internet sería un medio para hacer llegar contenidos a los hogares conectados y compartir información. Pero se nos escapó todo esto:
- Todo lo que el usuario puede generar. La idea de que el público, al que tratábamos como mero consumidor, crearía sus propios contenidos, que fascinaría a otros con sus propias ideas, fotos, vídeos, feeds y preferencias (sus «Me gusta») nos habría parecido ciencia ficción. Sabíamos que la gente acabaría publicando contenidos, tal y como se llevaba años haciendo en tablones de anuncios online y otros servicios. Pero la idea de que el público asumiría tal protagonismo en la ecuación mediática, sencillamente ni se nos pasó por la cabeza.
- El público como distribuidor, conservador, árbitro. Todos podríamos encontrar lo que buscábamos porque alguien grande como Microsoft lo habría publicado. La idea de que lo que gustara o interesara al público se convertiría en un factor clave en la distribución era inimaginable. Haría falta que aparecieran Google y su algoritmo PageRank para dejar claro que lo que interesaba a todo el mundo era una de las herramientas más importantes (y disruptivas) en el mundo de los medios de comunicación. A principios de la década de 2000, con el auge de los medios sociales, después convertidos en redes sociales, esta idea se convirtió en central.
- La larga cola. Si lo pensamos ahora, resulta evidente: en un mundo de tiendas de discos y videoclubes, almacenar mercancía física acarreaba unos costes. Por eso resultaba más rentable almacenar éxitos que contenidos menos populares. Con la llegada del mundo online, donde los contenidos de todo el mundo pueden almacenarse en servidores; los números cambiaron: el material menos popular ya no resultaba más caro de almacenar que el superventas. En consecuencia, el público se fraccionaría y encontraría online hasta los contenidos más abstrusos con mayor facilidad que en un Blockbuster o un Borders. Esta idea la lanzó por vez primera Clay Shirky en 2003 y luego la popularizó Chris Anderson en 2004 en Wired. Aquel fue también el año de la fundación de Amazon, la empresa que mejor ha capitalizado esta tendencia. Amazon ha sido uno de los fenómenos de mayor alcance y más disruptivos de internet. Y es que la larga cola no solo ha puesto todo a nuestra disposición, sino que, al eliminar la mediación de los canales de distribución tradicionales, ha concentrado el poder en las manos de los nuevos gigantes mediáticos: Apple, Amazon, Google y Facebook (Microsoft todavía lucha por hacerse un hueco en el negocio).
- Internet abierto. No supimos ver que la arquitectura de internet sería abierta y que el poder se distribuiría. Que cualquier nodo podría ser un servidor o que un directorio no funcionaría jerárquicamente, como lo habían hecho la industria o las empresas de medios de comunicación. Internet se concibió para fines militares y académicos, pero llevaba dentro el germen de una serie de valores concretos referidos al acceso abierto sin puntos centrales de control. Y este acceso abierto ha sido determinante para el rápido crecimiento de todo tipo de medios nuevos. Diversidad y apertura han definido el entorno de los medios de última generación. Y no ha sido por casualidad, no había ningún determinismo tecnológico en juego. Bob Kahn en DARPA y el equipo de BBN que crearon internet tenían en mente un diseño concreto y radical. De hecho, habían contactado previamente con AT&T para proponerle diseñar el precursor de internet, pero el gigante estadounidense de las comunicaciones los rechazó porque no quería participar en la creación de una red de enormes proporciones que luego no pudiera controlar. Y tenía razón: no solo era prácticamente imposible de controlar, sino que acabó devorando el negocio de la telefonía. Pero, tal y como revelan las continuas luchas por la neutralidad de la red, los intentos por reconquistar el control de internet son muy reales. Durante 50 años la guerra fría fue la gran batalla ideológica entre el mundo libre y el totalitario. Hoy día la batalla es por un internet abierto. Los conflictos, que son fundamentalmente de naturaleza política y económica, siguen delimitando la naturaleza de los medios en internet.
Internet: una nueva vida para la televisión
Los medios nuevos siempre transforman a sus predecesores, aunque a menudo de maneras inesperadas. Cuando nació la televisión, los especialistas predijeron la muerte del libro (que no llegó a producirse). La muerte de la televisión fue ampliamente anunciada como consecuencia de la distribución por internet, la larga cola, los nuevos creadores de contenidos y los medios generados por los usuarios. Esto causó temor en Hollywood y un cierto placer, incluso alegría perversa, en Silicon Valley. En los simposios los ejecutivos de la industria tecnológica disfrutaban burlándose en público de los viejos medios, alardeando sus novedosos formatos y advirtiendo a los poderes televisivos que «era solo cuestión de tiempo». Los nuevos medios fragmentarían las audiencias y los medios sociales acapararían la atención del público. Internet estaba a punto de desencadenar una epidemia de déficit de atención, alejando a los espectadores en masa de la programación tradicional. Y, sin embargo, a la televisión le va mejor que nunca. ¿Qué ha pasado?
Resulta que el tema del que más se habla en los medios sociales es la televisión. Un tercio de los usuarios de Twitter en Estados Unidos publica entradas sobre televisión, y más del 10% de todos los tuits está directamente relacionado con la programación televisiva (Thornton, 2013). La renovación de contenidos (así como los nuevos métodos de distribución) han reforzado, en lugar de debilitarla, la primacía de las televisiones. La aparición de plataformas como Google, Apple, Amazon, Netflix y otras ha aportado más competencia para las cadenas de televisión en red y por cable, y más poder para los creadores, cuyos contenidos se disputan los nuevos distribuidores.
A pesar del volumen de contenidos disponible a través de las plataformas online (cada minuto se cargan 100 minutos de vídeos en YouTube), se sigue pasando mucho tiempo frente al televisor y la programación de la pequeña pantalla sigue acaparando el interés de grandes segmentos de la población de los países desarrollados. En Estados Unidos se consume una media de 4 horas y 39 minutos de televisión al día (Selter, 2012). En el Reino Unido, para casi 54,2 millones de personas (alrededor del 95% de la población mayor de cuatro años) ver la televisión es una actividad semanal habitual (Deloitte, 2012). Todo ello indica que la anunciada muerte de la televisión dista mucho de ser inminente (Khurana, 2012).
De hecho, la televisión atraviesa su mejor momento. Pocos predijeron, incluso hace solo cinco años, que asistiríamos a una nueva edad de oro de la televisión. Hay más contenidos que nunca que se disputan nuestra atención, y se crean numerosas series atractivas, complejas y aclamadas por la crítica. Títulos como Héroes, Mad Men, Breaking Bad, Juego de Tronos y Homeland son un testimonio claro del éxito con el que la televisión se ha adaptado a un entorno nuevo y complejo.
Las cadenas ahora se dedican a producir programas nicho para públicos más reducidos y fomentan su distribución y redistribución a través de nuevas plataformas. Hulu, Netflix, YouTube y HBO GO han sido pioneras en las nuevas formas de ver televisión y han funcionado como catalizadores de negocios innovadores. La práctica del atracón de televisión, que consiste en ver una temporada completa (o más) de una serie en un corto espacio de tiempo es producto de las páginas destreaming bajo demanda y de los medios sociales. Antes, el espectador tenía que seguir los episodios a medida que eran emitidos por las cadenas o esperar a las reposiciones. Otra manera de consumir muchos episodios de una sola vez era comprar las series en DVD, pero esto a menudo implicaba esperar a que las cadenas hubieran terminado con el goteo de episodios bastante espaciados en el tiempo. Ahora las cadenas lanzan temporadas completas de una vez desde plataformas como Netflix. Si se dispone de tiempo, cualquiera puede engullir series completas en un plazo de tiempo muy apretado.
Esto no solo ha modificado nuestros hábitos de visionado, también la naturaleza de los contenidos televisivos. Los guionistas pueden desarrollar historias más ambiciosas y complejas. En su día los argumentos interminables, complejos y enredados eran patrimonio de los videojuegos; hoy son habituales en las teleseries. Además, ahora los programas de televisión se construyen de un modo diferente. A medida que el público sabe cada día más de los medios y de sus creadores, nos encontramos con una programación mucho más autorreferencial. Los chistes en series como Los Simpsons, Padre de familia, 30 Rock y The Daily Show a menudo son sobre los medios mismos.
El consumo de televisión a través de páginas de streaming bajo demanda no es el único cambio importante en el modo en que consumimos los contenidos televisivos. También se ha transformado por completo nuestra relación con la programación televisiva y el modo en que interactuamos unos con otros en lo referido a la televisión.
Durante sus primeras décadas de existencia, ver televisión era una actividad programada que congregaba grupos de personas tanto en hogares privados como en espacios públicos. La programación actuaba como motivación para dichas reuniones y ver televisión era la actividad principal de los espectadores, sentados en su casa o de pie ante el televisor de unos grandes almacenes o un bar. Ver televisión siguió siendo una actividad colectiva durante las décadas de 1960 y 1970, pero las innovaciones tecnológicas terminaron por transformar la conducta del espectador. El mando a distancia, el vídeo, el DVR y los dispositivos móviles llevaron al público a consumir mayores cantidades de contenidos televisivos, una actividad que cada vez se hacía más en solitario. Ver televisión, que en su día fue un acontecimiento social organizado con bastante antelación, se ha convertido en un factor ambiental omnipresente.
A medida que la televisión se desplazaba de las sesiones en grupo a la actividad individual iniciada bajo demanda, su aspecto colectivo se ha desplazado a internet. Hemos recreado online la función social de la televisión, que en su día se limitaba a los hogares. Y la televisión como tema ha copado los sitios de las redes sociales a escala global.
El notable incremento del consumo en multipantalla es tal vez uno de los cambios más importantes en el moderno mercado de los medios y ha suscitado un enorme interés, aunque también preocupación, tanto entre los ejecutivos de los sectores de la televisión como de la tecnología. Esta forma de visionado multitarea, en la que el espectador mira las pantallas de uno o más dispositivos a la vez, supone ya el 41% de todo el tiempo que pasamos delante del televisor (Moses, 2012). Más del 60% de los usuarios de tabletas y casi el 90% de los usuarios de smartphone ven televisión mientras usan sus dispositivos.
En la actualidad, hay más probabilidades de que un espectador intercambie información sobre contenidos televisivos (en forma de actualizaciones en Twitter o Facebook, por ejemplo) en dispositivos complementarios que de que consuma programación suplementaria (como transmisiones simultáneas deportivas) en una segunda pantalla. Lo que sí está claro es que, aunque veamos la televisión a solas, no nos limitamos a ver televisión.
Incluso cuando estamos solos, a menudo vemos la televisión en compañía de amigos. El 60% de quienes ven la televisión lo hacen mientras usan una red social. De este grupo, el 40% comenta lo que está viendo en televisión en las redes sociales. Más de la mitad de individuos de entre 16 y 24 años usa de forma habitual dispositivos complementarios para hablar con otros de lo que están viendo en televisión a través de mensajes de texto, correo electrónico, Facebook o Twitter.
Toda esta comunicación online por supuesto viene acompañada de datos. Twitter puede detectar con total precisión qué es lo que provoca la participación de los espectadores en un programa determinado. Durante la entrega de los Premios MTV Video Music de 2011, una actuación de Jay-Z y Kanye West generó unos 70.000 tuits por minuto (Twitter, 2013). Más tarde, al comenzar la actuación de Beyoncé, se registraron más de 90.000 tuits por minuto. Antes de que subiera al escenario, la superestrella se desabrochó el vestido, revelando así que estaba embarazada. Los tuits llegaron a 8.868 por segundo, superando con creces las cifras récord que se habían alcanzado en las redes sociales poco después de acontecimientos tan importantes como la dimisión de Steve Jobs o la muerte de Osama Bin Laden.
Está claro que la televisión impulsa la interacción social. Pero ¿de verdad los tuits empujan a los consumidores a seleccionar un programa concreto? Un informe Nielsen (2013) indica que existe una relación de causalidad bidireccional entre la selección de un programa determinado y la conversación por Twitter acerca de dicho programa.1 En casi la mitad de los 221 episodios en horario de máxima audiencia analizados en el estudio, el punto álgido de tuiteos se correspondía con los picos de audiencia. El informe también mostraba que el volumen de tuits enviados sobre un programa concreto provocaba importantes cambios en la valoración de casi el 30% de los episodios.
La conversación sobre televisión en una segunda pantalla no se limita a Twitter. Trendrr (2013), una plataforma de análisis de datos sobre redes sociales, registró en Facebook cinco veces más actividad de segunda pantalla que en todas las demás redes sociales juntas durante una semana de mayo de 2013. Facebook ha lanzado herramientas que permitirán que redes asociadas, entre ellas CNN y NBC, conozcan mejor la conversación en segunda pantalla que se esté produciendo en las redes sociales en un momento determinado (Gross, 2013). Con estas herramientas ahora es posible desglosar todas las entradas en Facebook que contengan un término concreto en una franja de tiempo determinada.
Estos datos en tiempo real, acerca de quién está viendo televisión, dónde la está viendo y qué opina de lo que ve, no solo interesan a los ejecutivos de televisión y a los anunciantes, también al público. Hay varios elementos que influyen en la conducta social de ver televisión, también en el hecho de no querer verla a solas y el deseo de conectarse con otros (Ericsson, 2012). Más que por conectarse con el público en general, los usuarios de televisión y doble pantalla afirman que recurren a las redes sociales para buscar más información acerca del programa que están viendo y para dar validez a sus opiniones comparándolas con las de los demás.
Recuerdo épocas en que ver la televisión a solas era algo inaceptable. Para hacer tolerable mi experiencia tenía que adaptarme a la sensibilidad del resto de los espectadores. Momentos como estos cambiaron para siempre mi relación con la televisión como medio. En enero de 2009, al igual que otros 37,8 millones de estadounidenses, vi por televisión la toma de posesión del presidente Barack Obama. Cuando John Roberts, presidente del Tribunal Supremo, le tomaba juramento, no pronunció el texto especificado en la Constitución de Estados Unidos. Me di cuenta de que algo iba mal, ¿se habían equivocado en el juramento el presidente de la nación y el del Tribunal Supremo? ¿Cómo podía ser? ¿Qué había pasado? Inmediatamente entré en Twitter y vi que muchos otros habían tenido la misma reacción. El público me proporcionó el contexto. Me enteré de lo que pasaba.
También fue muy útil Twitter durante la Super Bowl XLV, cuando los Black Eyed Peas actuaron en el intermedio. Las estrellas del pop bajaron por las rampas del Cowboys Stadium y atacaron su más conocido éxito, I Gotta Feeling. Sonaba fatal. Le dije preocupado a mi novia: «Al televisor le pasa algo. ¡Igual se han estropeado los altavoces! No puede ser que una actuación durante el acontecimiento televisivo con mayor audiencia de todos los tiempos suene así de mal». Después de manipular mi sistema de sonido sin ningún resultado, pensé: «Quizá no es cosa mía ¿es posible que el sonido sea así de malo?». Un rápido vistazo a Twitter disipó mis dudas: los Black Eyed Peas sonaban fatal. En cambio, mi equipo de sonido funcionaba a la perfección.
A medida que el público se siente más cómodo y confía más en el consumo de medios multipantalla, los productores de contenidos desarrollan atractivas experiencias en segunda pantalla que refuerzan la experiencia de visionado.
Así, Lifetime lanzó un potente reclamo para segunda pantalla con motivo de la temporada duodécima del reality de moda Project Runway (Kondolojy, 2013). Si entraban en Playrunway.com durante la emisión en directo, los seguidores podían votar en encuestas de opinión y ver los resultados al instante en sus pantallas de televisión. Además de a la votación interactiva, los fans tenían acceso a formatos cortos de vídeo, blogs y galerías de fotos a través de móviles, tabletas y PC.
Hay indicios de que el consumo de segunda pantalla se desplazará de los hogares a espacios públicos, como cines y estadios. Con ocasión de la reposición en cines del clásico de 1989 La sirenita, Disney creó una aplicación de iPad llamada Second Screen Live que permite a los espectadores participar en juegos compitiendo entre sí y cantar juntos los temas de la película desde sus butacas. En 2014, las grandes ligas de béisbol lanzarán una aplicación para las gafas Google con la que los aficionados recibirán estadísticas en tiempo real mientras ven el partido en el estadio.
Música: repensada, redistribuida y reexperimentada por cortesía de internet
Internet también ha transformado por completo el modo en que la música se distribuye y se disfruta. En menos de una década los medios físicos (LP y CD) dieron paso al MP3. Menos de una década después, los servicios de música en la nube y las páginas compartidas son la norma. Estos cambios se han producido muy a pesar de la industria musical, que ha hecho todo lo posible por frenar la revolución digital, ¡incluso después de que se hubiera producido! El MP3, que se puede descargar y compartir, salió a la luz con la primera red, a mediados de la década de 1990, y su potencial pasó desapercibido para gran parte del sector. A principios de la década de 2000, la Asociación de la Industria Discográfica de Estados Unidos emprendió acciones legales muy agresivas contra servicios de archivos compartidos entre pares, como Napster y LimeWire (y también contra personas privadas a las que sorprendían descargándose música en la red). Los ingresos totales por ventas de discos en Estados Unidos cayeron de 14.600 millones de dólares en 1999 a 6.300 millones en 2009 (Goldman, 2010).
Saltaba a la vista que la negativa de la industria musical a aceptar nuevas plataformas de distribución la había perjudicado gravemente. La televisión, en vista de la debacle musical, se adaptó bastante mejor a la realidad del negocio de los contenidos en la era digital. Sin embargo, las discográficas estaban obligadas a ponerse a la altura de su público, que ya estaba consiguiendo mucha música online (legalmente o no). Hace muy poco los grandes sellos han empezado a firmar acuerdos de distribución con servicios de streaming en la nube, como Spotify, Rdio, iHeartRadio o MOG. El año pasado los ingresos de la industria musical experimentaron un ligero aumento, que bien podríamos atribuir a regalías por ventas digitales y streaming (Faughnder, 2013).
Irónicamente, la industria ha terminado recurriendo a lo mismo que trató de evitar con todas sus fuerzas en los primeros años de la web (música gratuita y compartida). Ahora hay más música disponible online que nunca y gran parte de ella es gratuita.
Aplicaciones como Spotify y Pandora dan a los usuarios acceso a enormes catálogos de música grabada y sitios como SoundCloud y YouTube han permitido a toda una nueva generación de artistas distribuir su música cómodamente. Muchos servicios musicales también tienen un componente social. Sus páginas y aplicaciones están diseñadas para que los usuarios puedan compartir con otros sus canciones, álbumes y artistas favoritos. Spotify, SoundCloud y YouTube, entre otros, permiten compartir listas de reproducción.
La vertiginosa evolución de las plataformas de música online ha provocado cambios fundamentales en el modo en que interactuamos con la música. El proceso de descubrir y asimilar música se produce sin apenas solución de continuidad. Poder decirle a Pandora lo que te gusta y pedirle que reproduzca una emisora de radio personalizada a la medida de tus preferencias no solo resulta cómodo, sino que constituye un medio distinto desde un punto de vista cualitativo. Atrás quedaron los días en que para conocer a un nuevo artista había que rastrear en las páginas de revistas especializadas (por no mencionar los atestados anaqueles de las tiendas de discos).
De pequeño nunca tuve lo que se dice una colección de música a la moda, lo que resultaba bastante traumático cuando daba una fiesta o invitaba a mis amigos a casa. Los chicos guais tenían su propia colección; el resto, no. Decir a tus amigos que trajeran sus discos a tu casa no tenía mucho sentido viviendo en Nueva York, donde tendrían que cargar con ellos en un taxi o en autobús. Vayamos ahora a 2011. Un día organicé un cóctel en mi casa de San Francisco que acabó convirtiéndose en un experimento en el que pude observar el efecto de diferentes tipos de servicios musicales por internet. En la cocina tenía música reproducida en un iPod que contenía canciones y álbumes que yo había ido comprando a lo largo de los años (y mi colección seguía sin ser tan buena como la de mis amigos más enterados). En el salón tenía el servicio de streaming de una aplicación de Pandora en mi iPhone. Los invitados podían escoger emisora, saltarse canciones o añadir variedad a medida que discurría la velada. En la planta de arriba tenía Spotify en mi portátil. Me había hecho seguidor, ya que el servicio me lo permite, de dos amigos cuyo gusto musical realmente admiro, un DJ de Nueva York y una chica de la zona de la bahía que frecuentaba diferentes festivales musicales y después colgaba fotos en Facebook. Usando algunas de sus listas de reproducción había logrado crear la banda sonora perfecta para la fiesta. Quedé como un anfitrión supermoderno sin haberme tenido que preocupar de elegir la música. Al final todos acabaron bailando en el piso de arriba con mi banda sonora de música para la fiesta de Spotify.
El iPod, Pandora y Spotify juntos me permitieron poner música digital a mis invitados. Sin embargo, se trata de dispositivos muy distintos. Añadir música a un iPod es un proceso bastante laborioso. Yo había comprado las canciones de mi iPod a lo largo de varios años y para descubrirlas había dependido del boca a boca de los amigos o de las entonces rudimentarias recomendaciones de la tienda iTunes. Antes de la introducción de iCloud en 2011, el usuario tenía que subir las canciones desde su biblioteca de iTunes a un iPod o iPhone, un proceso que llevaba tiempo (y, dependiendo del tamaño de la biblioteca, podía llegar a crear problemas de memoria).
Con Pandora llegó el acceso a un enorme volumen de música. Esta cadena de radio por internet posee un catálogo de más de 800.000 temas de 80.000 artistas. Y es un sistema que aprende y que los usuarios van educando conforme a sus gustos. El proyecto Genoma Musical es el núcleo de la tecnología de Pandora. Lo que empezó siendo un proyecto de investigación de fin de carrera se convirtió en un plan para «captar la esencia de la música a un nivel fundamental». Usando casi 400 atributos para describir y codificar las canciones y un complejo algoritmo matemático para organizarlas, Pandora buscaba generar emisoras que respondieran a los gustos del oyente y a otros indicadores (como los «pulgares hacia abajo» que impedirían que una canción se volviera a escuchar en una emisora concreta).
Spotify tiene un catálogo de casi 20 millones de canciones. Aunque el tamaño del catálogo del servicio es uno de sus puntos fuertes, la faceta social no es menos importante. El servicio, que se lanzó en Estados Unidos en 2011 tras prolongadas negociaciones con los principales sellos discográficos, permite a los usuarios hacer públicas sus escuchas en Facebook y Twitter. Desde su teclado, cada usuario puede seguir a otros y hacer públicas listas de reproducción, a las que además otros pueden suscribirse. Los usuarios pueden asimismo publicar mensajes acerca de las listas de los demás. El intercambio de listas de reproducción de Spotify entre usuarios conectados recuerda de alguna manera los intercambios de cintas de casete domésticas a finales de la década de 1980 y principios de la de 1990.
Todos estos son ejemplos de cómo lo que crea el público es una parte cada vez más importante del proceso creativo.
En la época de máximo esplendor de los álbumes, la transición de un tema a otro y el efecto del conjunto constituían la máxima expresión del control y el diseño artístico en general. Y no solo eran las canciones, también estaban las carátulas de 30,5 × 30,5 centímetros y, a menudo, muchas páginas interiores de notas a partir de las cuales construir una experiencia y una relación duraderas con los admiradores. El álbum de larga duración supuso un gran avance respecto a los discos de 45 rpm, que ofrecían menos oportunidades para relacionarse con la banda. Con la llegada del MP3 todo esto se desmoronó. Cuando empezamos a comprar únicamente las canciones que nos interesaban de un álbum, el artista no solo ganaba menos dinero, sino que perdía el control sobre lo que se escuchaba o en qué orden. Y no nos importó gran cosa, porque estábamos demasiado ocupados creando listas de reproducción y grabaciones caseras en las que nosotros, el público, teníamos el control de la experiencia musical.
Internet nos ha brindado muchas herramientas que nos permiten personalizar la experiencia musical. Y escuchar música es una actividad cada vez más personal, que se realiza en privado. Y se puede decir también que la facilidad con que se puede consumir música online ha transformado el entorno de la experiencia musical, que ahora tiene menos de inmersión y más de elemento ambiental, de algo que a menudo damos por sentado.
Como dato de interés, el incremento del consumo personal de música (a través de MP3 y en la nube) ha coincidido con un importante auge de la cultura de los festivales. Ahora más que nunca el público tiende a reunirse, para experimentar la música de manera colectiva, sea en Indio, California, para asistir a Coachella; en Black Rock City, Nevada, para Burning Man; en Chicago, Illinois, para Lollapalooza o en Miami, Florida para el Ultra Music Festival.
Ahora que escuchamos colectivamente miles de millones de horas de música en streaming cada mes, no hay nada más gratificante que la posibilidad de reunirnos en espacios abiertos, a menudo sin cobertura para el móvil, y disfrutar al máximo con las actuaciones de nuestros artistas favoritos. Los programas de los festivales presentan por igual artistas independientes y superestrellas. Es curioso que el cartel de un festival no se diferencie gran cosa de una lista de reproducción de larga duración en iTunes. Es imposible asistir a todas las actuaciones de un South by Southwest o un Electric Daisy Carnival, pero reconforta saber que muchos de nuestros artistas favoritos están allí.
En el aspecto económico, este modelo también funciona. Mientras que vender música grabada resulta cada vez más complicado, el negocio de la música en vivo está experimentando un renacimiento. En 2013 se vendieron todas las entradas para los dos fines de semana en que se programaron los festivales de Coachella en menos de 20 minutos, con recaudaciones por valor de 47,3 millones de dólares (Shoup, 2013). El auge de los festivales (ahora hay uno en cada Estado de la Unión) es una reacción al hecho de que internet ha convertido el acto de consumir música grabada en algo más ambiental y banal que nunca, generando al mismo tiempo la necesidad de experiencias más intensas de inmersión social.
Lo que nos impulsa ir a un festival musical o escuchar The White Album con un grupo de amigos es la necesidad de experimentar la música en compañía de otros. Es una realidad que va más allá incluso de la canción misma. Tal vez el elemento más sugestivo y estimulante de la música no sea la música en sí, sino la experiencia humana colectiva que propicia.
Hoy, un público que no deja de producir sus propios medios también está aprendiendo que estos llegan acompañados de nuevas reglas y excepciones. Son medios que confieren poder a un público antes pasivo, y ello entraña responsabilidades.
Esto se hizo evidente de manera inesperada, en los días inmediatamente posteriores al atentado del maratón de Boston, en abril de 2013. A las cinco de la tarde del 18 de abril el FBI hizo circular la fotografía de uno de los sospechosos y pidió a los ciudadanos que lo ayudaran a identificarlo. Horas después la página de Facebook de Sunil Tripathi, un estudiante que estaba desaparecido y que se parecía físicamente al sospechoso, se publicó en el sitio de noticias reddit. Se propagó el rumor de que se trataba del autor del atentado y, en cuestión de horas, el sitio online BuzzFeed se había hecho eco de la noticia y la había tuiteado a sus 100.000 seguidores. El problema era que Tripathi no había tenido nada que ver con el atentado. Su familia, preocupada, había creado una página en Facebook para encontrar a su hijo desaparecido. Durante las horas siguientes recibieron cientos de amenazas de muerte y mensajes contra el islam, hasta que Facebook cerró la página.
El público estaba produciendo medios, convirtiendo de manera espontánea rumores en lo que parecían ser hechos, pero no lo eran, y a tal velocidad que los datos se sucedieron sin interrupción en el ciclo informativo de aquel día.
Cuatro días después reddit hizo pública en su blog una reflexión sobre la colaboración abierta y distribuida (crowdsourcing) y el poder de los nuevos medios de comunicación sociales:
Esta crisis nos ha hecho conscientes de la fragilidad de las vidas humanas y de la importancia de nuestras comunidades, tanto online como offline. Dichas comunidades y vidas están hoy interconectadas de una forma sin precedentes. Cuando es mucho lo que está juego debemos esforzarnos especialmente por ser justos y solidarios. Una de las grandes ventajas de los grupos descentralizados y autoorganizados es la capacidad de reaccionar y adaptarse con rapidez a la nueva información. reddit nació en el área de Boston (en Medford, Massachusetts, para ser exactos). A partir de esta semana, en la que ha salido a relucir lo mejor y lo peor de su potencial, confiamos en que Boston también sea el lugar en el que reddit aprendió a gestionar su poder con buen juicio.
erik (hueypriest), 2013
En la actualidad nos es posible rodearnos de noticias que coincidan con nuestros puntos de vista y hacer amigos cuyos gustos y opiniones sean también los nuestros. Irónicamente, la diversidad que existe en internet puede hacernos menos diversos. Los nuevos medios son absorbentes, seductores y adictivos. Basta echar un vistazo a los titulares para comprobar que esto es así.
El 8 de octubre de 2013 un hombre subió a un tren de cercanías en San Francisco y sacó una pistola de calibre .45. Levantó el arma, la bajó un momento para sonarse la nariz y a continuación apuntó con ella a los pasajeros.
Ninguno de ellos se dio cuenta porque iban pendientes de algo mucho más interesante que la realidad de aquel momento. Estaban absortos en sus smartphones y en las redes detrás de estos. Aquellos eran los viajeros más conectados de la historia. A través de sus pequeñas pantallas podían acceder a gran parte de los medios de comunicación mundiales y a muchas personas del planeta. No estaban particularmente conectados al momento aquel ni a ningún otro. Estaban en otra parte.
No levantaron la vista hasta que el hombre disparó y, para entonces, Justin Valdez, de 20 años de edad, estaba herido de muerte. El único testigo del hecho, que ocurrió en un tren de pasajeros, delante de docenas de personas, fue una cámara de seguridad que captó el ejemplo de feliz conexión interrumpida. San Francisco Chronicle informaba así del asombro del fiscal del distrito:
«No fue un acto disimulado, la pistola estaba a la vista de todos», dijo el fiscal George Gascón. «Aquellas personas estaban muy cerca del hombre, pero nadie vio lo que pasaba porque estaban demasiado absortas enviando mensajes, leyendo o lo que fuera. Eran por completo ajenas a lo que sucedía a su alrededor».
Según Gascón, lo ocurrido en el tren ligero pone de manifiesto un problema generalizado de la era digital. A medida que las pantallas invaden los espacios públicos, los individuos muestran una tendencia cada vez mayor a concentrarse en ellas, ya sea dentro de un tren o cuando cruzan la calle (Ho, 2013).
En 1968 Marshall McLuhan reparó en el grado en el que los medios nos perjudican. En Guerra y paz en la aldea global escribió: «Cada innovación tecnológica es literalmente una amputación de una parte de nosotros de manera que pueda ser amplificada y manipulada en aras del poder social y la acción».
Vivimos ya en un mundo siempre hiperconectado. Una red que nos conecta los unos a los otros, pero que también puede desconectarnos de la realidad presente. Un internet que nos da la capacidad de crear, combinar y expresarnos de maneras antes impensables. Que trae consigo responsabilidades y repercusiones que solo estamos empezando a comprender. Las herramientas más poderosas en la historia de los medios de comunicación no son ya patrimonio de príncipes o magnates, sino de toda la humanidad. Los medios se han convertido en un deporte de contacto de doble dirección que todos practicamos. Y puesto que los medios somosnosotros, es fundamental que asumamos nuestra responsabilidad en el mundo que estamos creando gracias eso tan extraordinario que es internet.
En una sola generación internet ha cambiado el modo en que hacemos y experimentamos prácticamente todo lo relativo a los medios de comunicación. Hoy el acto mismo de consumir medios crea un formato por completo nuevo: una capa de datos sociales que revela lo que nos gusta, lo que vemos, a quién o a qué prestamos atención y nuestra ubicación en el momento en que ocurren todas estas cosas.
El público, en otro tiempo pasivo, ahora asume un papel más decisivo e influyente que nunca. Y como le sucede a cualquiera que de repente se convierte en protagonista, hemos tenido que aprender mucho y muy deprisa.
Esta capa de datos sociales revela tanto sobre nuestra conducta que programa a los programadores en la misma medida en que ellos nos programan a nosotros. Los que escriben en el blog del sitio web Gawker pueden ver las estadísticas de consumo a tiempo real de cada una de sus entradas y saben al instante cómo adaptar los contenidos para llegar a más público. De igual modo, el director de programación de la cadena de televisión FOX recibe análisis detallados de la conducta del público, sus intereses y opiniones. En los días anteriores al episodio final de la serie estadounidense Breaking Bad se recibían hasta 100.000 tuits al día, una clara indicación de que al público le interesaba tanto lo que tenía que decir como lo que habían ideado los productores.
Toda esta conversación conectada está transformando también al público. Como Narciso, también a nosotros nos seduce nuestra imagen online y la tentación de tener cada vez más lazos sociales. En su libro Alone Together (Juntos pero solos), de 2011, Sherry Turkle apunta que es posible que en estos tiempos de máxima conectividad social existan menos conexiones reales que antes. Marshall McLuhan (1968 y 1973), prestigioso teórico de los medios de comunicación, ya pronosticó esta posibilidad hace más de 40 años, cuando afirmó que «la extensión conduce a la amputación». En un coche automático no usamos los pies, que quedan relegados a un segundo plano en cuanto salimos a la carretera. Con los teléfonos móviles y los dispositivos sociales estamos conectados a pantallas y de forma virtual con amigos en los cinco continentes, pero tal vez a costa de una conexión auténtica con el mundo. Esencialmente, llegamos al estado de «soledad compartida» del que habla Turkle (2011).
En el pasado podíamos desconectarnos de los medios apagando el dispositivo, saliendo del sistema. Ahora eso constituye la excepción a la regla y, para muchos, motivo de desasosiego. Ante la sugerencia de que se desconecte, un joven de hoy nos dirá: «¿Desconectarse, qué es eso?» o «¿Por qué me castigas?». Casi siempre estamos conectados a un dispositivo con acceso a internet, bien sea un smartphone, un monitor cardiaco, un automóvil o una pantalla. Tenemos extensiones de nuestro cuerpo en forma de sensores, señales y servidores que registran cantidades enormes de datos acerca de cómo vivimos nuestro día a día, la gente que conocemos, los medios que consumimos y la información que buscamos. En efecto, los medios nos siguen a todas partes y cada vez somos menos conscientes de su presencia.
Inquieta pensar que hace más de 50 años McLuhan ya adelantó las consecuencias de este entorno saturado de medios de comunicación. Cuando hablaba de la «aldea global» no se refería exactamente a que estaríamos conectados unos con otros. Lo que le preocupaba más bien era que todos conociéramos los asuntos de los demás, que perdiéramos parte de nuestra privacidad como resultado de vivir en un mundo con un conocimiento tan íntimo de las vidas ajenas. A esto McLuhan lo llamó «retribalización» y con ello quería decir que los medios de comunicación modernos nos llevarían a imitar el comportamiento de las aldeas tribales. Hoy en día los efectos de este fenómeno nos ayudan a definir el entorno mediático. Nos gestionamos a nosotros mismos de manera consciente como si fuéramos marcas online, nos preocupan más que nunca los asuntos de los demás y tenemos más probabilidades de que nos hagan reproches o nos pongan en evidencia que en la desparecida (y más anónima) era de la comunicación de masas.
Mantenemos relaciones muy íntimas con nuestros dispositivos conectados. A los pocos minutos de despertarnos, la mayoría ya estamos cogiendo el smartphone. Lo consultamos más de 150 veces a lo largo de la jornada y pasamos el equivalente a cerca de dos horas diarias con un móvil pegado a la oreja (IDC, 2013). A medida que estos aparatos se han vuelto omnipresentes, cada vez hay más datos de nuestra vida almacenados de manera casi permanente en servidores y que pueden ser consultados por otros (incluidas empresas y agencias del Gobierno).
La idea de que todo puede medirse, cuantificarse y almacenarse representa un cambio fundamental para la condición humana. Durante miles de años hemos vivido según la idea de que somos responsables ante un Dios omnipotente que todo lo ve y que nos vigilaba por nuestro propio bien, para garantizar nuestra salvación. Por esa, entre otras razones, resulta tan efectiva la religión. Ahora, en cambio, en solo unos pocos miles de años hemos reproducido esa red omnipotente que todo lo ve aquí en la Tierra… impulsados por motivos menos elevados y quizá aún más efectivos.
También estamos inmersos en una era de invención mediática sin precedentes. Hemos pasado del primer internet basado en la web al mundo, siempre conectado, posterior al ordenador personal. Pronto entraremos en la era de la informática generalizada, en la que todos los aparatos y objetos construidos estarán conectados y serán interactivos, con capacidad de recoger y emitir datos. Es lo que se ha dado en llamar «Internet de las cosas».
En el pasado reciente el ritmo del cambio tecnológico ha sido rápido, pero se está acelerando. Las cifras hablan por sí solas. En 1995 había aproximadamente 50 millones de aparatos conectados a internet. En 2011 el número de conexiones pasaba de los 4.300 millones (más o menos la mitad eran máquinas). Aquel año nos quedamos sin direcciones de internet y ahora se emplea otro mecanismo para direcciones llamado IPv6. Este modelo permitirá crear 340.000 millones de millones de millones de millones de direcciones IP únicas. Se trata probablemente de la cifra más grande jamás manejada por los seres humanos en el diseño de algo. En orden de magnitud, el número de átomos que contiene el universo solo es 40 veces superior el número de direcciones de internet existentes, pero el hombre no inventó el universo, y, puesto que este artículo no se va a publicar en un medio de comunicación, no nos detendremos en el tema.
Pero sí hay una cifra que tendremos que abordar, y pronto: en unos 15 años es probable que exista un billón de dispositivos conectados a internet. Nada crece más rápido sobre la tierra que este medio, es decir, el número de dispositivos conectados y los datos que estos emiten. Por supuesto que la mayoría no son de personas, pero no debemos subestimar el impacto en nuestro mundo mediatizado de un billón de aparatos emitiendo señales y enviando información.
Para hacernos una idea del tamaño de todo esto, digamos que las conexiones a internet en 1995 eran del tamaño de la Luna. El internet de hoy, en cambio, tendría el tamaño de la Tierra. ¡Y el de dentro de 15 años será tan grande como Júpiter!
Un cambio exponencial de este tipo es importante porque es muy difícil predecir cómo se van a usar los nuevos medios y en qué nos van a beneficiar. Examinar el desigual acierto de anteriores predicciones supone toda una lección de humildad y puede ayudarnos a imaginar el futuro. En 1878, un año después de haber inventado el fonógrafo, Thomas Edison no tenía ni idea (o, más bien, tenía demasiadas ideas) de cómo se podría utilizar, pero a priori no dio con la aplicación definitiva de su aparato. Edison era un inventor brillante que tomaba notas meticulosamente. Estas son las 10 ideas que anotó para el uso del fonógrafo:
Primero lo intentó con el negocio de la redacción de cartas sin taquígrafos. Y fracasó, sobre todo porque suponía una importante amenaza para el oficio de taquígrafo. Serían necesarios años (y unas cuantas recapitalizaciones) para que la música se convirtiera en la aplicación comercial por excelencia del fonógrafo. Y se trata del negocio que ha sobrevivido durante más de 100 años antes de empezar a declinar.
Cuando pienso en mi carrera profesional observo un patrón que se repite una y otra vez y que consiste en tratar de entender «qué es eso exactamente». En 1993 colaboré con Bill Gates en la redacción de Camino al futuro (1995). El libro describía las que, a juicio de Gates, serían las consecuencias de la revolución en los ordenadores personales y dibujaba un futuro profundamente influido por la aparición de lo que acabaría siendo internet. En su momento lo llamamos «la superautopista global de la información».
Mi colaboración con Gates consistía en tratar de predecir el futuro de la televisión. Esto fue un año antes de que el lanzamiento del navegador Netscape (entonces Mosaic) llevara la web al gran público. En 1993 sabíamos que en los años siguientes habría banda ancha y nuevos canales de distribución para los hogares conectados. Pero la idea de que todo ello se basaría en un internet abierto se nos escapó por completo. Sabíamos que la tecnología avanzaba a toda velocidad, pero no podíamos predecir cómo iba a utilizarse o si se convertiría en algo muy diferente a lo que nos habíamos acostumbrado a ver, es decir, empresas de medios de comunicación centralizadas que distribuían contenidos al gran público según un modelo descendente. En 1993 lo que nosotros (y Al Gore) imaginábamos era una «superautopista de la información». Gates y yo lo veíamos además como un medio de llevar producciones de Hollywood a los hogares conectados y de compartir datos.
Supusimos que internet sería un medio para hacer llegar contenidos a los hogares conectados y compartir información. Pero se nos escapó todo esto:
Internet: una nueva vida para la televisión
Los medios nuevos siempre transforman a sus predecesores, aunque a menudo de maneras inesperadas. Cuando nació la televisión, los especialistas predijeron la muerte del libro (que no llegó a producirse). La muerte de la televisión fue ampliamente anunciada como consecuencia de la distribución por internet, la larga cola, los nuevos creadores de contenidos y los medios generados por los usuarios. Esto causó temor en Hollywood y un cierto placer, incluso alegría perversa, en Silicon Valley. En los simposios los ejecutivos de la industria tecnológica disfrutaban burlándose en público de los viejos medios, alardeando sus novedosos formatos y advirtiendo a los poderes televisivos que «era solo cuestión de tiempo». Los nuevos medios fragmentarían las audiencias y los medios sociales acapararían la atención del público. Internet estaba a punto de desencadenar una epidemia de déficit de atención, alejando a los espectadores en masa de la programación tradicional. Y, sin embargo, a la televisión le va mejor que nunca. ¿Qué ha pasado?
Resulta que el tema del que más se habla en los medios sociales es la televisión. Un tercio de los usuarios de Twitter en Estados Unidos publica entradas sobre televisión, y más del 10% de todos los tuits está directamente relacionado con la programación televisiva (Thornton, 2013). La renovación de contenidos (así como los nuevos métodos de distribución) han reforzado, en lugar de debilitarla, la primacía de las televisiones. La aparición de plataformas como Google, Apple, Amazon, Netflix y otras ha aportado más competencia para las cadenas de televisión en red y por cable, y más poder para los creadores, cuyos contenidos se disputan los nuevos distribuidores.
A pesar del volumen de contenidos disponible a través de las plataformas online (cada minuto se cargan 100 minutos de vídeos en YouTube), se sigue pasando mucho tiempo frente al televisor y la programación de la pequeña pantalla sigue acaparando el interés de grandes segmentos de la población de los países desarrollados. En Estados Unidos se consume una media de 4 horas y 39 minutos de televisión al día (Selter, 2012). En el Reino Unido, para casi 54,2 millones de personas (alrededor del 95% de la población mayor de cuatro años) ver la televisión es una actividad semanal habitual (Deloitte, 2012). Todo ello indica que la anunciada muerte de la televisión dista mucho de ser inminente (Khurana, 2012).
De hecho, la televisión atraviesa su mejor momento. Pocos predijeron, incluso hace solo cinco años, que asistiríamos a una nueva edad de oro de la televisión. Hay más contenidos que nunca que se disputan nuestra atención, y se crean numerosas series atractivas, complejas y aclamadas por la crítica. Títulos como Héroes, Mad Men, Breaking Bad, Juego de Tronos y Homeland son un testimonio claro del éxito con el que la televisión se ha adaptado a un entorno nuevo y complejo.
Las cadenas ahora se dedican a producir programas nicho para públicos más reducidos y fomentan su distribución y redistribución a través de nuevas plataformas. Hulu, Netflix, YouTube y HBO GO han sido pioneras en las nuevas formas de ver televisión y han funcionado como catalizadores de negocios innovadores. La práctica del atracón de televisión, que consiste en ver una temporada completa (o más) de una serie en un corto espacio de tiempo es producto de las páginas destreaming bajo demanda y de los medios sociales. Antes, el espectador tenía que seguir los episodios a medida que eran emitidos por las cadenas o esperar a las reposiciones. Otra manera de consumir muchos episodios de una sola vez era comprar las series en DVD, pero esto a menudo implicaba esperar a que las cadenas hubieran terminado con el goteo de episodios bastante espaciados en el tiempo. Ahora las cadenas lanzan temporadas completas de una vez desde plataformas como Netflix. Si se dispone de tiempo, cualquiera puede engullir series completas en un plazo de tiempo muy apretado.
Esto no solo ha modificado nuestros hábitos de visionado, también la naturaleza de los contenidos televisivos. Los guionistas pueden desarrollar historias más ambiciosas y complejas. En su día los argumentos interminables, complejos y enredados eran patrimonio de los videojuegos; hoy son habituales en las teleseries. Además, ahora los programas de televisión se construyen de un modo diferente. A medida que el público sabe cada día más de los medios y de sus creadores, nos encontramos con una programación mucho más autorreferencial. Los chistes en series como Los Simpsons, Padre de familia, 30 Rock y The Daily Show a menudo son sobre los medios mismos.
El consumo de televisión a través de páginas de streaming bajo demanda no es el único cambio importante en el modo en que consumimos los contenidos televisivos. También se ha transformado por completo nuestra relación con la programación televisiva y el modo en que interactuamos unos con otros en lo referido a la televisión.
Durante sus primeras décadas de existencia, ver televisión era una actividad programada que congregaba grupos de personas tanto en hogares privados como en espacios públicos. La programación actuaba como motivación para dichas reuniones y ver televisión era la actividad principal de los espectadores, sentados en su casa o de pie ante el televisor de unos grandes almacenes o un bar. Ver televisión siguió siendo una actividad colectiva durante las décadas de 1960 y 1970, pero las innovaciones tecnológicas terminaron por transformar la conducta del espectador. El mando a distancia, el vídeo, el DVR y los dispositivos móviles llevaron al público a consumir mayores cantidades de contenidos televisivos, una actividad que cada vez se hacía más en solitario. Ver televisión, que en su día fue un acontecimiento social organizado con bastante antelación, se ha convertido en un factor ambiental omnipresente.
A medida que la televisión se desplazaba de las sesiones en grupo a la actividad individual iniciada bajo demanda, su aspecto colectivo se ha desplazado a internet. Hemos recreado online la función social de la televisión, que en su día se limitaba a los hogares. Y la televisión como tema ha copado los sitios de las redes sociales a escala global.
El notable incremento del consumo en multipantalla es tal vez uno de los cambios más importantes en el moderno mercado de los medios y ha suscitado un enorme interés, aunque también preocupación, tanto entre los ejecutivos de los sectores de la televisión como de la tecnología. Esta forma de visionado multitarea, en la que el espectador mira las pantallas de uno o más dispositivos a la vez, supone ya el 41% de todo el tiempo que pasamos delante del televisor (Moses, 2012). Más del 60% de los usuarios de tabletas y casi el 90% de los usuarios de smartphone ven televisión mientras usan sus dispositivos.
En la actualidad, hay más probabilidades de que un espectador intercambie información sobre contenidos televisivos (en forma de actualizaciones en Twitter o Facebook, por ejemplo) en dispositivos complementarios que de que consuma programación suplementaria (como transmisiones simultáneas deportivas) en una segunda pantalla. Lo que sí está claro es que, aunque veamos la televisión a solas, no nos limitamos a ver televisión.
Incluso cuando estamos solos, a menudo vemos la televisión en compañía de amigos. El 60% de quienes ven la televisión lo hacen mientras usan una red social. De este grupo, el 40% comenta lo que está viendo en televisión en las redes sociales. Más de la mitad de individuos de entre 16 y 24 años usa de forma habitual dispositivos complementarios para hablar con otros de lo que están viendo en televisión a través de mensajes de texto, correo electrónico, Facebook o Twitter.
Toda esta comunicación online por supuesto viene acompañada de datos. Twitter puede detectar con total precisión qué es lo que provoca la participación de los espectadores en un programa determinado. Durante la entrega de los Premios MTV Video Music de 2011, una actuación de Jay-Z y Kanye West generó unos 70.000 tuits por minuto (Twitter, 2013). Más tarde, al comenzar la actuación de Beyoncé, se registraron más de 90.000 tuits por minuto. Antes de que subiera al escenario, la superestrella se desabrochó el vestido, revelando así que estaba embarazada. Los tuits llegaron a 8.868 por segundo, superando con creces las cifras récord que se habían alcanzado en las redes sociales poco después de acontecimientos tan importantes como la dimisión de Steve Jobs o la muerte de Osama Bin Laden.
Está claro que la televisión impulsa la interacción social. Pero ¿de verdad los tuits empujan a los consumidores a seleccionar un programa concreto? Un informe Nielsen (2013) indica que existe una relación de causalidad bidireccional entre la selección de un programa determinado y la conversación por Twitter acerca de dicho programa.1 En casi la mitad de los 221 episodios en horario de máxima audiencia analizados en el estudio, el punto álgido de tuiteos se correspondía con los picos de audiencia. El informe también mostraba que el volumen de tuits enviados sobre un programa concreto provocaba importantes cambios en la valoración de casi el 30% de los episodios.
La conversación sobre televisión en una segunda pantalla no se limita a Twitter. Trendrr (2013), una plataforma de análisis de datos sobre redes sociales, registró en Facebook cinco veces más actividad de segunda pantalla que en todas las demás redes sociales juntas durante una semana de mayo de 2013. Facebook ha lanzado herramientas que permitirán que redes asociadas, entre ellas CNN y NBC, conozcan mejor la conversación en segunda pantalla que se esté produciendo en las redes sociales en un momento determinado (Gross, 2013). Con estas herramientas ahora es posible desglosar todas las entradas en Facebook que contengan un término concreto en una franja de tiempo determinada.
Estos datos en tiempo real, acerca de quién está viendo televisión, dónde la está viendo y qué opina de lo que ve, no solo interesan a los ejecutivos de televisión y a los anunciantes, también al público. Hay varios elementos que influyen en la conducta social de ver televisión, también en el hecho de no querer verla a solas y el deseo de conectarse con otros (Ericsson, 2012). Más que por conectarse con el público en general, los usuarios de televisión y doble pantalla afirman que recurren a las redes sociales para buscar más información acerca del programa que están viendo y para dar validez a sus opiniones comparándolas con las de los demás.
Recuerdo épocas en que ver la televisión a solas era algo inaceptable. Para hacer tolerable mi experiencia tenía que adaptarme a la sensibilidad del resto de los espectadores. Momentos como estos cambiaron para siempre mi relación con la televisión como medio. En enero de 2009, al igual que otros 37,8 millones de estadounidenses, vi por televisión la toma de posesión del presidente Barack Obama. Cuando John Roberts, presidente del Tribunal Supremo, le tomaba juramento, no pronunció el texto especificado en la Constitución de Estados Unidos. Me di cuenta de que algo iba mal, ¿se habían equivocado en el juramento el presidente de la nación y el del Tribunal Supremo? ¿Cómo podía ser? ¿Qué había pasado? Inmediatamente entré en Twitter y vi que muchos otros habían tenido la misma reacción. El público me proporcionó el contexto. Me enteré de lo que pasaba.
También fue muy útil Twitter durante la Super Bowl XLV, cuando los Black Eyed Peas actuaron en el intermedio. Las estrellas del pop bajaron por las rampas del Cowboys Stadium y atacaron su más conocido éxito, I Gotta Feeling. Sonaba fatal. Le dije preocupado a mi novia: «Al televisor le pasa algo. ¡Igual se han estropeado los altavoces! No puede ser que una actuación durante el acontecimiento televisivo con mayor audiencia de todos los tiempos suene así de mal». Después de manipular mi sistema de sonido sin ningún resultado, pensé: «Quizá no es cosa mía ¿es posible que el sonido sea así de malo?». Un rápido vistazo a Twitter disipó mis dudas: los Black Eyed Peas sonaban fatal. En cambio, mi equipo de sonido funcionaba a la perfección.
A medida que el público se siente más cómodo y confía más en el consumo de medios multipantalla, los productores de contenidos desarrollan atractivas experiencias en segunda pantalla que refuerzan la experiencia de visionado.
Así, Lifetime lanzó un potente reclamo para segunda pantalla con motivo de la temporada duodécima del reality de moda Project Runway (Kondolojy, 2013). Si entraban en Playrunway.com durante la emisión en directo, los seguidores podían votar en encuestas de opinión y ver los resultados al instante en sus pantallas de televisión. Además de a la votación interactiva, los fans tenían acceso a formatos cortos de vídeo, blogs y galerías de fotos a través de móviles, tabletas y PC.
Hay indicios de que el consumo de segunda pantalla se desplazará de los hogares a espacios públicos, como cines y estadios. Con ocasión de la reposición en cines del clásico de 1989 La sirenita, Disney creó una aplicación de iPad llamada Second Screen Live que permite a los espectadores participar en juegos compitiendo entre sí y cantar juntos los temas de la película desde sus butacas. En 2014, las grandes ligas de béisbol lanzarán una aplicación para las gafas Google con la que los aficionados recibirán estadísticas en tiempo real mientras ven el partido en el estadio.
Música: repensada, redistribuida y reexperimentada por cortesía de internet
Internet también ha transformado por completo el modo en que la música se distribuye y se disfruta. En menos de una década los medios físicos (LP y CD) dieron paso al MP3. Menos de una década después, los servicios de música en la nube y las páginas compartidas son la norma. Estos cambios se han producido muy a pesar de la industria musical, que ha hecho todo lo posible por frenar la revolución digital, ¡incluso después de que se hubiera producido! El MP3, que se puede descargar y compartir, salió a la luz con la primera red, a mediados de la década de 1990, y su potencial pasó desapercibido para gran parte del sector. A principios de la década de 2000, la Asociación de la Industria Discográfica de Estados Unidos emprendió acciones legales muy agresivas contra servicios de archivos compartidos entre pares, como Napster y LimeWire (y también contra personas privadas a las que sorprendían descargándose música en la red). Los ingresos totales por ventas de discos en Estados Unidos cayeron de 14.600 millones de dólares en 1999 a 6.300 millones en 2009 (Goldman, 2010).
Saltaba a la vista que la negativa de la industria musical a aceptar nuevas plataformas de distribución la había perjudicado gravemente. La televisión, en vista de la debacle musical, se adaptó bastante mejor a la realidad del negocio de los contenidos en la era digital. Sin embargo, las discográficas estaban obligadas a ponerse a la altura de su público, que ya estaba consiguiendo mucha música online (legalmente o no). Hace muy poco los grandes sellos han empezado a firmar acuerdos de distribución con servicios de streaming en la nube, como Spotify, Rdio, iHeartRadio o MOG. El año pasado los ingresos de la industria musical experimentaron un ligero aumento, que bien podríamos atribuir a regalías por ventas digitales y streaming (Faughnder, 2013).
Irónicamente, la industria ha terminado recurriendo a lo mismo que trató de evitar con todas sus fuerzas en los primeros años de la web (música gratuita y compartida). Ahora hay más música disponible online que nunca y gran parte de ella es gratuita.
Aplicaciones como Spotify y Pandora dan a los usuarios acceso a enormes catálogos de música grabada y sitios como SoundCloud y YouTube han permitido a toda una nueva generación de artistas distribuir su música cómodamente. Muchos servicios musicales también tienen un componente social. Sus páginas y aplicaciones están diseñadas para que los usuarios puedan compartir con otros sus canciones, álbumes y artistas favoritos. Spotify, SoundCloud y YouTube, entre otros, permiten compartir listas de reproducción.
La vertiginosa evolución de las plataformas de música online ha provocado cambios fundamentales en el modo en que interactuamos con la música. El proceso de descubrir y asimilar música se produce sin apenas solución de continuidad. Poder decirle a Pandora lo que te gusta y pedirle que reproduzca una emisora de radio personalizada a la medida de tus preferencias no solo resulta cómodo, sino que constituye un medio distinto desde un punto de vista cualitativo. Atrás quedaron los días en que para conocer a un nuevo artista había que rastrear en las páginas de revistas especializadas (por no mencionar los atestados anaqueles de las tiendas de discos).
De pequeño nunca tuve lo que se dice una colección de música a la moda, lo que resultaba bastante traumático cuando daba una fiesta o invitaba a mis amigos a casa. Los chicos guais tenían su propia colección; el resto, no. Decir a tus amigos que trajeran sus discos a tu casa no tenía mucho sentido viviendo en Nueva York, donde tendrían que cargar con ellos en un taxi o en autobús. Vayamos ahora a 2011. Un día organicé un cóctel en mi casa de San Francisco que acabó convirtiéndose en un experimento en el que pude observar el efecto de diferentes tipos de servicios musicales por internet. En la cocina tenía música reproducida en un iPod que contenía canciones y álbumes que yo había ido comprando a lo largo de los años (y mi colección seguía sin ser tan buena como la de mis amigos más enterados). En el salón tenía el servicio de streaming de una aplicación de Pandora en mi iPhone. Los invitados podían escoger emisora, saltarse canciones o añadir variedad a medida que discurría la velada. En la planta de arriba tenía Spotify en mi portátil. Me había hecho seguidor, ya que el servicio me lo permite, de dos amigos cuyo gusto musical realmente admiro, un DJ de Nueva York y una chica de la zona de la bahía que frecuentaba diferentes festivales musicales y después colgaba fotos en Facebook. Usando algunas de sus listas de reproducción había logrado crear la banda sonora perfecta para la fiesta. Quedé como un anfitrión supermoderno sin haberme tenido que preocupar de elegir la música. Al final todos acabaron bailando en el piso de arriba con mi banda sonora de música para la fiesta de Spotify.
El iPod, Pandora y Spotify juntos me permitieron poner música digital a mis invitados. Sin embargo, se trata de dispositivos muy distintos. Añadir música a un iPod es un proceso bastante laborioso. Yo había comprado las canciones de mi iPod a lo largo de varios años y para descubrirlas había dependido del boca a boca de los amigos o de las entonces rudimentarias recomendaciones de la tienda iTunes. Antes de la introducción de iCloud en 2011, el usuario tenía que subir las canciones desde su biblioteca de iTunes a un iPod o iPhone, un proceso que llevaba tiempo (y, dependiendo del tamaño de la biblioteca, podía llegar a crear problemas de memoria).
Con Pandora llegó el acceso a un enorme volumen de música. Esta cadena de radio por internet posee un catálogo de más de 800.000 temas de 80.000 artistas. Y es un sistema que aprende y que los usuarios van educando conforme a sus gustos. El proyecto Genoma Musical es el núcleo de la tecnología de Pandora. Lo que empezó siendo un proyecto de investigación de fin de carrera se convirtió en un plan para «captar la esencia de la música a un nivel fundamental». Usando casi 400 atributos para describir y codificar las canciones y un complejo algoritmo matemático para organizarlas, Pandora buscaba generar emisoras que respondieran a los gustos del oyente y a otros indicadores (como los «pulgares hacia abajo» que impedirían que una canción se volviera a escuchar en una emisora concreta).
Spotify tiene un catálogo de casi 20 millones de canciones. Aunque el tamaño del catálogo del servicio es uno de sus puntos fuertes, la faceta social no es menos importante. El servicio, que se lanzó en Estados Unidos en 2011 tras prolongadas negociaciones con los principales sellos discográficos, permite a los usuarios hacer públicas sus escuchas en Facebook y Twitter. Desde su teclado, cada usuario puede seguir a otros y hacer públicas listas de reproducción, a las que además otros pueden suscribirse. Los usuarios pueden asimismo publicar mensajes acerca de las listas de los demás. El intercambio de listas de reproducción de Spotify entre usuarios conectados recuerda de alguna manera los intercambios de cintas de casete domésticas a finales de la década de 1980 y principios de la de 1990.
Todos estos son ejemplos de cómo lo que crea el público es una parte cada vez más importante del proceso creativo.
En la época de máximo esplendor de los álbumes, la transición de un tema a otro y el efecto del conjunto constituían la máxima expresión del control y el diseño artístico en general. Y no solo eran las canciones, también estaban las carátulas de 30,5 × 30,5 centímetros y, a menudo, muchas páginas interiores de notas a partir de las cuales construir una experiencia y una relación duraderas con los admiradores. El álbum de larga duración supuso un gran avance respecto a los discos de 45 rpm, que ofrecían menos oportunidades para relacionarse con la banda. Con la llegada del MP3 todo esto se desmoronó. Cuando empezamos a comprar únicamente las canciones que nos interesaban de un álbum, el artista no solo ganaba menos dinero, sino que perdía el control sobre lo que se escuchaba o en qué orden. Y no nos importó gran cosa, porque estábamos demasiado ocupados creando listas de reproducción y grabaciones caseras en las que nosotros, el público, teníamos el control de la experiencia musical.
Internet nos ha brindado muchas herramientas que nos permiten personalizar la experiencia musical. Y escuchar música es una actividad cada vez más personal, que se realiza en privado. Y se puede decir también que la facilidad con que se puede consumir música online ha transformado el entorno de la experiencia musical, que ahora tiene menos de inmersión y más de elemento ambiental, de algo que a menudo damos por sentado.
Como dato de interés, el incremento del consumo personal de música (a través de MP3 y en la nube) ha coincidido con un importante auge de la cultura de los festivales. Ahora más que nunca el público tiende a reunirse, para experimentar la música de manera colectiva, sea en Indio, California, para asistir a Coachella; en Black Rock City, Nevada, para Burning Man; en Chicago, Illinois, para Lollapalooza o en Miami, Florida para el Ultra Music Festival.
Ahora que escuchamos colectivamente miles de millones de horas de música en streaming cada mes, no hay nada más gratificante que la posibilidad de reunirnos en espacios abiertos, a menudo sin cobertura para el móvil, y disfrutar al máximo con las actuaciones de nuestros artistas favoritos. Los programas de los festivales presentan por igual artistas independientes y superestrellas. Es curioso que el cartel de un festival no se diferencie gran cosa de una lista de reproducción de larga duración en iTunes. Es imposible asistir a todas las actuaciones de un South by Southwest o un Electric Daisy Carnival, pero reconforta saber que muchos de nuestros artistas favoritos están allí.
En el aspecto económico, este modelo también funciona. Mientras que vender música grabada resulta cada vez más complicado, el negocio de la música en vivo está experimentando un renacimiento. En 2013 se vendieron todas las entradas para los dos fines de semana en que se programaron los festivales de Coachella en menos de 20 minutos, con recaudaciones por valor de 47,3 millones de dólares (Shoup, 2013). El auge de los festivales (ahora hay uno en cada Estado de la Unión) es una reacción al hecho de que internet ha convertido el acto de consumir música grabada en algo más ambiental y banal que nunca, generando al mismo tiempo la necesidad de experiencias más intensas de inmersión social.
Lo que nos impulsa ir a un festival musical o escuchar The White Album con un grupo de amigos es la necesidad de experimentar la música en compañía de otros. Es una realidad que va más allá incluso de la canción misma. Tal vez el elemento más sugestivo y estimulante de la música no sea la música en sí, sino la experiencia humana colectiva que propicia.
Hoy, un público que no deja de producir sus propios medios también está aprendiendo que estos llegan acompañados de nuevas reglas y excepciones. Son medios que confieren poder a un público antes pasivo, y ello entraña responsabilidades.
Esto se hizo evidente de manera inesperada, en los días inmediatamente posteriores al atentado del maratón de Boston, en abril de 2013. A las cinco de la tarde del 18 de abril el FBI hizo circular la fotografía de uno de los sospechosos y pidió a los ciudadanos que lo ayudaran a identificarlo. Horas después la página de Facebook de Sunil Tripathi, un estudiante que estaba desaparecido y que se parecía físicamente al sospechoso, se publicó en el sitio de noticias reddit. Se propagó el rumor de que se trataba del autor del atentado y, en cuestión de horas, el sitio online BuzzFeed se había hecho eco de la noticia y la había tuiteado a sus 100.000 seguidores. El problema era que Tripathi no había tenido nada que ver con el atentado. Su familia, preocupada, había creado una página en Facebook para encontrar a su hijo desaparecido. Durante las horas siguientes recibieron cientos de amenazas de muerte y mensajes contra el islam, hasta que Facebook cerró la página.
El público estaba produciendo medios, convirtiendo de manera espontánea rumores en lo que parecían ser hechos, pero no lo eran, y a tal velocidad que los datos se sucedieron sin interrupción en el ciclo informativo de aquel día.
Cuatro días después reddit hizo pública en su blog una reflexión sobre la colaboración abierta y distribuida (crowdsourcing) y el poder de los nuevos medios de comunicación sociales:
Esta crisis nos ha hecho conscientes de la fragilidad de las vidas humanas y de la importancia de nuestras comunidades, tanto online como offline. Dichas comunidades y vidas están hoy interconectadas de una forma sin precedentes. Cuando es mucho lo que está juego debemos esforzarnos especialmente por ser justos y solidarios. Una de las grandes ventajas de los grupos descentralizados y autoorganizados es la capacidad de reaccionar y adaptarse con rapidez a la nueva información. reddit nació en el área de Boston (en Medford, Massachusetts, para ser exactos). A partir de esta semana, en la que ha salido a relucir lo mejor y lo peor de su potencial, confiamos en que Boston también sea el lugar en el que reddit aprendió a gestionar su poder con buen juicio.
erik (hueypriest), 2013
En la actualidad nos es posible rodearnos de noticias que coincidan con nuestros puntos de vista y hacer amigos cuyos gustos y opiniones sean también los nuestros. Irónicamente, la diversidad que existe en internet puede hacernos menos diversos. Los nuevos medios son absorbentes, seductores y adictivos. Basta echar un vistazo a los titulares para comprobar que esto es así.
El 8 de octubre de 2013 un hombre subió a un tren de cercanías en San Francisco y sacó una pistola de calibre .45. Levantó el arma, la bajó un momento para sonarse la nariz y a continuación apuntó con ella a los pasajeros.
Ninguno de ellos se dio cuenta porque iban pendientes de algo mucho más interesante que la realidad de aquel momento. Estaban absortos en sus smartphones y en las redes detrás de estos. Aquellos eran los viajeros más conectados de la historia. A través de sus pequeñas pantallas podían acceder a gran parte de los medios de comunicación mundiales y a muchas personas del planeta. No estaban particularmente conectados al momento aquel ni a ningún otro. Estaban en otra parte.
No levantaron la vista hasta que el hombre disparó y, para entonces, Justin Valdez, de 20 años de edad, estaba herido de muerte. El único testigo del hecho, que ocurrió en un tren de pasajeros, delante de docenas de personas, fue una cámara de seguridad que captó el ejemplo de feliz conexión interrumpida. San Francisco Chronicle informaba así del asombro del fiscal del distrito:
«No fue un acto disimulado, la pistola estaba a la vista de todos», dijo el fiscal George Gascón. «Aquellas personas estaban muy cerca del hombre, pero nadie vio lo que pasaba porque estaban demasiado absortas enviando mensajes, leyendo o lo que fuera. Eran por completo ajenas a lo que sucedía a su alrededor».
Según Gascón, lo ocurrido en el tren ligero pone de manifiesto un problema generalizado de la era digital. A medida que las pantallas invaden los espacios públicos, los individuos muestran una tendencia cada vez mayor a concentrarse en ellas, ya sea dentro de un tren o cuando cruzan la calle (Ho, 2013).
En 1968 Marshall McLuhan reparó en el grado en el que los medios nos perjudican. En Guerra y paz en la aldea global escribió: «Cada innovación tecnológica es literalmente una amputación de una parte de nosotros de manera que pueda ser amplificada y manipulada en aras del poder social y la acción».
Vivimos ya en un mundo siempre hiperconectado. Una red que nos conecta los unos a los otros, pero que también puede desconectarnos de la realidad presente. Un internet que nos da la capacidad de crear, combinar y expresarnos de maneras antes impensables. Que trae consigo responsabilidades y repercusiones que solo estamos empezando a comprender. Las herramientas más poderosas en la historia de los medios de comunicación no son ya patrimonio de príncipes o magnates, sino de toda la humanidad. Los medios se han convertido en un deporte de contacto de doble dirección que todos practicamos. Y puesto que los medios somosnosotros, es fundamental que asumamos nuestra responsabilidad en el mundo que estamos creando gracias eso tan extraordinario que es internet.
Notas
1. http://www.nielsen.com/us/en/newswire/2013/the-follow-back–understanding-the-two-way-causal-influence-betw.html
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Fuente
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