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Repensando la ‘sharing economy’

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La idea de sharing economy ha saltado a la actualidad en los últimos años vinculada fundamentalmente al concepto de disrupción de otras actividades, a emprendedores que eran de alguna manera capaces de plantear una nueva manera de prestar un servicio que generaba una competencia a quienes lo prestaban de la manera tradicional.

Los ejemplos son abundantes, aunque suelen citarse fundamentalmente aquellos que han probado ya su eficiencia siendo protagonistas de rondas de financiación que sitúan sus valoraciones en importes muy elevados: los trece mil millones en los que se valora Airbnb o los impresionantes cuarenta mil millones en los que se sitúa Uber hacen que sus contrapartidas tradicionales, el sector hotelero y el del taxi, se froten los ojos con incredulidad. Ver como captan semejante nivel de recursos económicos empresas que plantean servicios en abierta competencia con los suyos, en regímenes que, según su juicio, incumplen todos los marcos regulatorios existentes, lleva lógicamente a que salten todo tipo de chispas y disputas, desde protestas al regulador hasta brotes de violencia. Pero más allá del inmovilismo y del intento de proteger negocios regulados, cabe plantearse hasta qué punto este tipo de actividades dentro de la llamada sharing economy responden a un sentido económico, y cuáles son las posibles consecuencias de un mundo en el que determinados servicios sean prestados de esta manera —más allá del empobrecimiento de quienes prestan esos servicios de manera tradicional.

El origen de la sharing economy está en la aparición de procedimientos para ajustar oferta y demanda de manera ágil y sencilla. Esos procedimientos, conceptualizados de maneras inteligentes en forma de plataforma, permiten el desarrollo de entornos en los que, por un lado, la oferta puede exponer sus servicios de manera atractiva, con descripciones completas y con puntuaciones otorgadas por sus clientes, y por otro, la demanda puede dirigirse para llevar a cabo el procedimiento de selección, contratación e incluso pago.

Antes de Airbnb, alguien que tuviese una propiedad que pudiese alquilar a viajeros tenía que plantearse una serie de requisitos complejos: solicitar licencias, ofrecerla de manera informal… la imagen del viajero que, al llegar a una ciudad, era abordado en la estación por personas que le ofrecían alojamiento era muy habitual hace algunos años. Sencillamente, esos propietarios no tenían una forma sencilla de exponer su oferta, y optaban por apostarse en la estación para ofrecerla allí personalmente. Después de Airbnb, basta con darse de alta y listar la propiedad con algunas fotografías, una descripción y un precio, para empezar a recibir clientes. Si además, esos clientes valoran el servicio recibido con buenas evaluaciones, el propietario puede encontrarse con un recurso puesto en valor y sometido a una demanda elevada.

En el caso de Uber, las ventajas van desde una localización inmediata de conductores dispuestos a transportar a un viajero, hasta la selección de distintas categorías de servicio —desde el lujoso Uber Black equivalente a las limusinas, hasta un Uber Pop o Uber X en el que uno es transportado en vehículos particulares de cualquier tipo. El funcionamiento de la aplicación, con los vehículos representados en tiempo real en un mapa, es sumamente atractivo, y la sensación del usuario, casi de magia. En poco tiempo, el conductor aparece, le saluda por su nombre, y se afana por ofrecer un buen servicio para obtener la preciada evaluación de cinco estrellas.

Económicamente, por tanto, hablamos de la puesta en circulación de una oferta que antes no tenía cauces fáciles para hacerlo, y que conforma un mercado muchísimo más eficiente: frente a la oferta estandarizada preexistente, encontramos una pléyade de prestatarios que generan una ocupación muy superior del área que surge bajo la curva de oferta y demanda.

Las restricciones, por otro lado, prueban ser muy poco eficaces: por un lado, resulta difícil prohibir a una persona que invite a otra a su casa o que traslade a alguien en su vehículo. La contraprestación económica puede plantearse como una manera de cubrir los costes de explotación, y el control de esos ingresos está sometido a una trazabilidad gracias al uso de la aplicación correspondiente. Las quejas de los competidores tradicionales, que suelen referirse a los posibles problemas derivados de ese supuesto “intrusismo”, se ven rápidamente contrarrestadas por la evidencia de que los clientes de esa nueva oferta suelen estar muy satisfechos. Para el regulador, tratar de restringir estos servicios supone encontrarse con reacciones negativas en unos ciudadanos que prefieren tener más opciones a la hora de contratar esos servicios. La respuesta ante regulaciones que supuestamente pretenden “proteger” a los usuarios suele ser del tipo “no me protejas tanto” o “ya me protejo yo”.

Las plataformas, por otro lado, responden a un esquema de matchmaking: se limitan a poner de acuerdo a oferta demanda y cobrar una comisión por ello, pero no entran en relaciones laborales tradicionales: los conductores de Uber no trabajan para Uber, simplemente utilizan su plataforma para ofrecer servicios de transporte a cambio de compartir los costes de su vehículo. Los propietarios que alquilan a través de Airbnb simplemente aceptan su inclusión en el catálogo que la compañía ofrece a sus usuarios, sin que medie más que una simple relación contractual. Las plataformas, por así decirlo, pueden aportar dinamismo a la economía e ingresos a los que ofertan en ellas sus servicios, pero no crean empleo, al menos en el sentido tradicional. Básicamente, proporcionan oportunidades a quienes desean gestionarse esas oportunidades por sí mismos. Para muchos, supone una “precarización” de la economía, una transición hacia un futuro en el que todos seremos autónomos: donde una serie de empresas prestaban servicios de, por ejemplo, hostelería, gracias a una plantilla con cientos o miles de empleados, ahora tenemos una plataforma en la que una serie de propietarios que no son estrictamente empleados más que, en algunos casos, de ellos mismos, gestionan toda la actividad. Donde una empresa de taxis contrataba conductores, hoy esos conductores se contratan a sí mismos y ofrecen sus servicios en Uber. Obviamente, la historia no es tan extrema: en muchos países, la gran mayoría de los conductores de taxi ya eran autónomos antes de la llegada de servicios como Uber o Lyft, y los que no lo eran posiblemente no estuviesen demasiado satisfechos de las condiciones laborales que obtenían de sus empleadores.

La respuesta de los gobiernos oscila entre el conservadurismo de quienes acceden a la presión de los lobbies tradicionales —industrias como el turismo juegan un papel fundamental en la economía de algunos países y han sido capaces de demandar el desarrollo de legislación restrictiva sobre Airbnb, mientras los taxis, carentes de un lobby o una representación definidas como tales, ejercen presión amenazando con colapsar las ciudades— o los que tratan de ver la sharing economy como una dinamización de la economía que termina por aportar una solución a las elevadas tasas de desempleo.

En el primer caso tenemos a gobiernos locales que aprueban ridículas medidas de imposible control que prohíben de manera completamente arbitraria, por ejemplo, alquilar una propiedad por menos de cinco días, intentando así atacar la línea fundamental de una Airbnb empeñada en crecer a tasas impresionantes. En el otro extremo, el Gobierno del Reino Unido, que comisiona un informe independiente cuyas conclusiones afirman que se debe tratar de obstaculizar el desarrollo de la sharing economy lo menos posible, porque en la flexibilización que trae consigo se encuentran las soluciones a muchos de los problemas actuales de la economía tradicional.

Por otro lado, parece claro que si bien la férrea regulación ha terminado por generar una situación claramente subóptima, cierto nivel de regulación parece necesario para evitar problemas y desabastecimientos. El llamado surge pricing puesto en marcha por Uber para momentos de elevada demanda puede hacer que un viajero termine pagando más de quinientos dólares por un recorrido de algo menos de treinta kilómetros, por llevarse a cabo en un momento de escasa disponibilidad de conductores. En días de fuerte lluvia, en noches tradicionalmente festivas o en momentos de elevada demanda es muy posible que muchos clientes terminen echando de menos la situación de regulación anterior.

Otra limitación proviene de la universalización de la prestación del servicio: un usuario de Uber con un mal historial de comportamiento, con tendencia a la embriaguez, que haya hecho esperar a un par de conductores en ocasiones anteriores, o que haya vomitado durante un viaje obtiene un rating bajo por parte de esos conductores, y puede tener problemas a la hora de obtener un servicio. La línea de autobuses que viaja a un pequeño pueblo en el medio de La Mancha, tras ver cómo muchos de sus usuarios deciden utilizar BlaBlaCar, podría decidir dejar de ofrecer esa ruta por su escasa rentabilidad, lo que podría redundar en situaciones de desabastecimiento. Donde la oferta desregulada no es rentable o no funciona de manera adecuada por la razón que sea, los usuarios podrían terminar reclamando la protección de “papá Estado” a la hora de garantizar determinados niveles de servicio.

La sharing economy está aquí para quedarse, y sobre ello existen muy pocas dudas. La visión que existe tras servicios como Uber va mucho más allá de la competencia con los taxis, y habla de una filosofía de transport as a service al tiempo que se adentra en pruebas en servicios como el envío de paquetes, las compras de conveniencia o las mudanzas: una plataforma que sea lo primero que tengamos en la cabeza cuando demandemos transporte de cualquier tipo, y un futuro en el que a un usuario medio ya no le interesa económicamente poseer un automóvil, salvo que sea por romanticismo o afición.

Una empresa de taxis, por grande que fuese, nunca justificaría una valoración de cuarenta mil millones. Pero “la plataforma universal del transporte” sí los vale. Si unimos además las distópicas afirmaciones que hablan de un futuro en el que sus conductores desaparecen y son sustituidos por vehículos de conducción autónoma que no necesitan horas de descanso, posiblemente más aún.

Hacer predicciones resulta complicado, sobre todo si son sobre el futuro. Pero parece claro que la fuerza que hizo posible que surgiesen plataformas como las que alimentan la sharing economy no va precisamente a retroceder, sino todo lo contrario. Cada vez será invariablemente más sencillo poner de acuerdo a oferta y demanda a la hora de prestar un servicio, y eso terminará por crear plataformas de todo tipo en las que estos servicios son intercambiados, ya hablemos de transporte, alojamiento, recados, espacios de trabajo, lecciones de idiomas o cualquier otra cosa. Sin duda, vamos hacia una economía más flexible. Con todo lo que ello conlleva. Que puede ser mucho.

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