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Quién vigila a los vigilantes

Por Pablo Ortúzar

Uno de los fundamentos principales de la propiedad privada es la escasez objetiva: un mismo bien material no puede ser poseído al mismo tiempo y de la misma manera por dos o más personas. Así, deben existir razones que legitimen a alguien para oponer su propiedad sobre ese bien a todos los demás. Y también deben existir acciones que secunden esas razones: poseer es literalmente “estar en la cosa como su legítimo dueño”, lo que implica también la legítima defensa de su propiedad ante usurpadores.

En la medida en que las sociedades se fueron desarrollando, también ganaron complejidad los regímenes de propiedad. La extensión del aparato burocrático-coercitivo permitió una mayor acumulación de riqueza y el florecimiento de emprendimientos y asociaciones imposibles bajo las formas institucionales primitivas. Sin embargo, al mismo tiempo, el Estado iría adquiriendo cada vez más poder, comenzando, en algunos casos, a disponer arbitrariamente de la vida y de la propiedad de las personas. Este proceso está magistralmente descrito en el libro “Sobre el poder”, de Bertrand de Jouvenel.

El punto, en todo caso, es que para proteger la propiedad de las personas -y las libertades políticas de las cuales es seguro- se fueron generando instituciones que muchas veces se volvieron contra ella, naciendo una tensión paradójica entre Estado y propiedad que es solo mediada por la sociedad civil. Así, una y otra vez vuelve a nosotros la famosa pregunta de Juvenal: “¿Quién vigila a los vigilantes?”.

Hoy esta pregunta vuelve a nosotros de la mano de los derechos de propiedad intelectual. Y es que la naturaleza de estos derechos no se equipara para nada con la de la propiedad tangible: en vez de residir en la escasez natural de los bienes, se sostiene directamente en la capacidad del Estado para reprimir la reproducción no autorizada del bien protegido. La razón para esta represión radica en una política de incentivo a la creación orientada a permitir que los creadores -o a quienes estos vendan los derechos sobre su obra- tengan la posibilidad de recibir una retribución por invertir tiempo y dinero en generar el bien de naturaleza intelectual que es protegido por una determinada cantidad de tiempo.

¿Todo bien, cierto? Después de todo es justo que se incentive la creación y que nadie se beneficie de mala manera del esfuerzo de otro. El problema es que la intrusión en la esfera privada que debe ejercer en forma más o menos arbitraria el Estado para reprimir la copia no autorizada de estos bienes debe crecer al ritmo del avance y socialización de los medios de reproducción técnica de los bienes protegidos. Y eso, en nuestra época, es mucho. Tanto, que vuelve la propiedad intelectual contra la tangible: el “estar en la cosa como su legítimo dueño” se ve alterado sustancialmente si el Estado siempre está pesquisando en ella (en nuestros computadores, en nuestras semillas, en nuestros libros, etcétera) que no haya violaciones de las leyes de propiedad intelectual.

Las preguntas que surgen, entonces, son ¿qué bienes pueden estar sujetos a las normas de propiedad intelectual y bajo qué régimen? ¿Quién debe cargar, y en qué medida, con el riesgo de la reproductibilidad técnica de bienes sujetos a la protección de las leyes de propiedad intelectual? ¿Cuál es el límite de intervención legítimo en la privacidad de las personas para evitar la reproducción de estos bienes? El asunto, obviamente, es muy complejo, ya que no es lo mismo una semilla que un remedio o una producción musical, así como tampoco lo es el derecho de patentes, los derechos de autor, el secreto industrial o las marcas registradas, pero sus raíces son comunes.

Así, no es posible que hoy asuntos marcados por estas preguntas, como la ley de obtentores vegetales en el marco del convenio UPOV 91 o el Acuerdo de Asociación Transpacífico, cuyos documentos filtrados relativos a las leyes de propiedad intelectual son muy preocupantes, no pasen por un debate público serio, al menos entre expertos, donde se pueda sopesar el riesgo real que estas normativas suponen a la libertad de los ciudadanos. El periodismo tiene, obviamente, una responsabilidad en esto.

Todo indica que la importancia de este asunto solo será creciente en un mundo donde la producción intelectual es uno de los ejes de las economías desarrolladas, las cuales, legítimamente, exigen legislaciones adecuadas a esos intereses a los países menos desarrollados. Sin embargo, esa exigencia debe ser puesta en la balanza con las libertades (incluyendo, por ejemplo, la libertad en internet) respecto a las cuales la propiedad se supone que está al servicio, y no al revés.

El peligro de no tomarnos hoy en serio los desafíos que nos impone buscar una regulación inteligente de la propiedad intelectual, es estar generando un nuevo espacio de posibles abusos del cual nos arrepentiremos en el futuro. Esto sin mencionar el daño al Estado de derecho y a la propiedad tangible que podrían surgir del hecho de entregar al Estado facultades de fiscalización arbitrarias e intrusivas. Finalmente, este debate se inscribe en una discusión mayor respecto de la configuración actual de ciertos aspectos del régimen capitalista y sus implicancias para las libertades individuales, que se supone que deberían estar en su centro, pero que muchas veces se ven atropelladas por la confluencia de intereses económicos e intereses políticos. Discusión que los defensores de las libertades en Chile no pueden seguir postergando.

(*) El autor es director de investigación del Instituto de Estudios de la Sociedad (IES).