Mark Zuckerberg tiene tu número de teléfono, y está dispuesto a venderlo.
Cada actividad que llevamos a cabo en línea genera un rastro de datos que son almacenados por diversos entes: actualizaciones en Twitter, fotos en Instagram, mensajes y “me gusta” en Facebook, vamos por Internet dejando una enorme huella de información que facilita identificarnos. Aunado a esto, proporcionamos datos voluntariamente: le damos nuestro correo electrónico, nuestra fecha de nacimiento o nuestra dirección a cualquiera de estas redes sociales, y estos datos, aunque los llamemos “personales”, en muchos sentidos dejan de pertenecernos: ¿hasta qué medida tenemos control sobre ellos? Una vez que entregamos nuestros datos a una red social, ¿podemos recuperarlos?
En el mundo en que vivimos actualmente, los datos son uno de los bienes más cotizados y al mismo tiempo más baratos, pues se almacenan, se movilizan y se intercambian en grandes cantidades. Los datos están en todas partes: motores de búsqueda, servicios financieros, organismos gubernamentales y redes sociales recogen enormes cantidades de información sobre sus usuarios, y con mucha frecuencia los transforman en un producto comercial, para ser vendido u ofrecido como servicio a empresas y negocios que quieren anunciarse de manera más precisa y efectiva.
Este vasto capital que construimos con nuestro comportamiento en línea es otra forma de expresión de la dicotomía comodidad versus privacidad. Nos entregamos, alegres, al mundo del big data: compartimos y damos “me gusta”, hacemos check-in, usamos nuestras cuentas de Google para entrar en diversos servicios porque es más rápido, porque es más cómodo, porque todos nuestros amigos lo hacen también, y a nuestro paso, vamos dejando un rastro del cual se alimentan las compañías que luego venderán nuestra información. Como reza el dictum, si es gratis, no eres el cliente, sino el producto.
La propiedad de los datos es un tema complejo, en parte por las mismas razones que es compleja la propiedad intelectual u otros temas similares: la información se comporta y obedece leyes muy diferentes a otras formas de “propiedad”, digamos, un auto o una casa. Los bienes físicos no pueden ser duplicados (al menos hasta ahora), y en consecuencia, lo que entendemos por “propiedad”, que está conformado, en buena medida, por la posesión física de un bien, no se aplica a un bien del cual pueden hacerse miles de copias sin pérdida en la calidad y prácticamente sin ningún costo.
Por otra parte, el valor de los datos personales sigue reglas curiosas, de acuerdo con la forma en que dichos datos son usados. Un número telefónico puede ser vendido (por ejemplo, a empresas que quieren hacer llamadas masivas de publicidad), pero si se hace público, repentinamente no vale nada. Del mismo modo, intentar preservar cierta información como privada puede ocasionar la difusión masiva de la misma información que desea protegerse (el denominado Efecto Streisand).
En muchos casos, el problema fundamental se debe a la carencia de regulación sobre la propiedad de estos datos, que ocasiona un vacío legal en el cual las empresas que los recopilan pueden hacerse dueñas de ellos, siguiendo el principio de que han invertido un esfuerzo humano y económico en “minarlos”. Sin embargo, los legítimos titulares de esta información no poseen, en ausencia de legislación, mecanismos para conocer cuáles de sus datos se encuentran en posesión de estas compañías, ni manera alguna de exigir su eliminación.
Por otra parte, la mayoría de la información que se genera a partir del análisis de big data parte de datos que han sido anonimizados y no pueden relacionarse con los usuarios individuales, pero que sirven para predecir patrones de comportamiento, modas y preferencias de compra. Sin embargo, la confiabilidad de este anonimato sigue estando en manos de las empresas: en 2006, AOL publicó un conjunto de datos provenientes de resultados de búsqueda que habían sido anonimizados, y apenas cinco días después, el New York Times logró encontrar a uno de los usuarios individuales, al vincular su historial de búsqueda con otros datos públicos.
En muchos casos, una vez que has vinculado cierta información a tu perfil de una red social, borrarla del todo deja de ser una opción: apenas puedes ocultarla, pero sigue estando en una base de datos, incluso oculta a tus propios ojos. Quizás valga la pena, de cara a esto, tomarnos unos segundos más para pensarlo antes de entregar nuestros datos a una página web.
[wysija_form id=”2″]
Mark Zuckerberg tiene tu número de teléfono, y está dispuesto a venderlo.
Cada actividad que llevamos a cabo en línea genera un rastro de datos que son almacenados por diversos entes: actualizaciones en Twitter, fotos en Instagram, mensajes y “me gusta” en Facebook, vamos por Internet dejando una enorme huella de información que facilita identificarnos. Aunado a esto, proporcionamos datos voluntariamente: le damos nuestro correo electrónico, nuestra fecha de nacimiento o nuestra dirección a cualquiera de estas redes sociales, y estos datos, aunque los llamemos “personales”, en muchos sentidos dejan de pertenecernos: ¿hasta qué medida tenemos control sobre ellos? Una vez que entregamos nuestros datos a una red social, ¿podemos recuperarlos?
En el mundo en que vivimos actualmente, los datos son uno de los bienes más cotizados y al mismo tiempo más baratos, pues se almacenan, se movilizan y se intercambian en grandes cantidades. Los datos están en todas partes: motores de búsqueda, servicios financieros, organismos gubernamentales y redes sociales recogen enormes cantidades de información sobre sus usuarios, y con mucha frecuencia los transforman en un producto comercial, para ser vendido u ofrecido como servicio a empresas y negocios que quieren anunciarse de manera más precisa y efectiva.
Este vasto capital que construimos con nuestro comportamiento en línea es otra forma de expresión de la dicotomía comodidad versus privacidad. Nos entregamos, alegres, al mundo del big data: compartimos y damos “me gusta”, hacemos check-in, usamos nuestras cuentas de Google para entrar en diversos servicios porque es más rápido, porque es más cómodo, porque todos nuestros amigos lo hacen también, y a nuestro paso, vamos dejando un rastro del cual se alimentan las compañías que luego venderán nuestra información. Como reza el dictum, si es gratis, no eres el cliente, sino el producto.
La propiedad de los datos es un tema complejo, en parte por las mismas razones que es compleja la propiedad intelectual u otros temas similares: la información se comporta y obedece leyes muy diferentes a otras formas de “propiedad”, digamos, un auto o una casa. Los bienes físicos no pueden ser duplicados (al menos hasta ahora), y en consecuencia, lo que entendemos por “propiedad”, que está conformado, en buena medida, por la posesión física de un bien, no se aplica a un bien del cual pueden hacerse miles de copias sin pérdida en la calidad y prácticamente sin ningún costo.
Big Data por KamiPhuc, bajo licencia CC BY 2.0.
Por otra parte, el valor de los datos personales sigue reglas curiosas, de acuerdo con la forma en que dichos datos son usados. Un número telefónico puede ser vendido (por ejemplo, a empresas que quieren hacer llamadas masivas de publicidad), pero si se hace público, repentinamente no vale nada. Del mismo modo, intentar preservar cierta información como privada puede ocasionar la difusión masiva de la misma información que desea protegerse (el denominado Efecto Streisand).
En muchos casos, el problema fundamental se debe a la carencia de regulación sobre la propiedad de estos datos, que ocasiona un vacío legal en el cual las empresas que los recopilan pueden hacerse dueñas de ellos, siguiendo el principio de que han invertido un esfuerzo humano y económico en “minarlos”. Sin embargo, los legítimos titulares de esta información no poseen, en ausencia de legislación, mecanismos para conocer cuáles de sus datos se encuentran en posesión de estas compañías, ni manera alguna de exigir su eliminación.
Por otra parte, la mayoría de la información que se genera a partir del análisis de big data parte de datos que han sido anonimizados y no pueden relacionarse con los usuarios individuales, pero que sirven para predecir patrones de comportamiento, modas y preferencias de compra. Sin embargo, la confiabilidad de este anonimato sigue estando en manos de las empresas: en 2006, AOL publicó un conjunto de datos provenientes de resultados de búsqueda que habían sido anonimizados, y apenas cinco días después, el New York Times logró encontrar a uno de los usuarios individuales, al vincular su historial de búsqueda con otros datos públicos.
En muchos casos, una vez que has vinculado cierta información a tu perfil de una red social, borrarla del todo deja de ser una opción: apenas puedes ocultarla, pero sigue estando en una base de datos, incluso oculta a tus propios ojos. Quizás valga la pena, de cara a esto, tomarnos unos segundos más para pensarlo antes de entregar nuestros datos a una página web.
[wysija_form id=”2″]
Compartir esto: