La batalla entre el FBI y Apple para obtener el control de las herramientas de cifrado está dejando un poso muy claro y evidente: la tecnología ha dado lugar a un escenario en el que, entre el supuesto papel del Estado como regulador y el poder del mercado, este último tiene siempre todas las de ganar.
Imaginemos que la batalla legal llegase al extremo de proponer medidas como el boicot a los productos de Apple (no la ridícula propuesta del pavoroso candidato presidencial Donal Trump, sino otras más directas) o el encarcelamiento de directivos de la compañía como recientemente ha ocurrido con Facebook en Brasil, y que finalmente, decidiese cumplir con el requerimiento de la agencia gubernamental y crear una herramienta que permitiese acceder al contenido de sus smartphones. No, la idea de convertirse en la primera compañía obligada a romper su propia tecnología en función de un hipotético (y torticero) bien común no es una buena perspectiva: Apple hace muy bien en resistirse hasta el límite. Pero aunque tal perspectiva sea harto improbable, admitámosla como ejercicio intelectual.
¿Qué ocurriría a partir de ese momento? Inmediatamente, el resto de compañías tecnológicas y la propia Apple se pondrían a trabajar en el desarrollo de la nueva tecnología capaz de garantizar la seguridad de los datos de sus usuarios, al tiempo que otras compañías, vista la oportunidad de salir al mercado con herramientas realmente seguras y “a prueba de FBI”, se lanzarían a ofrecer productos similares. De hecho, la idea de que los delincuentes, narcotraficantes y terroristas utilizan hoy preferentemente productos Apple es bastante ridícula como tal: existe una amplia gama de productos capaces de ofrecer una seguridad comparable, muchos de los cuales pertenecen, además, a compañías situadas fuera de los Estados Unidos y, por tanto, no sujetas a las leyes con las que el gobierno norteamericano quiera intentar obligarlas.
Telegram, por ejemplo, acaba de dar un impulso a sus supergrupos, lo que la posiciona como una excelente herramienta para el ciberactivismo, mientras mantiene estándares de cifrado considerados como más que razonablemente seguros. Otras muchas herramientas ofrecen también esquemas de cifrado robustos que las convierten en posibles candidatas para quienes quieren comunicarse de manera segura, y su popularidad está simplemente esperando a que algún evento, escándalo, evidencia o revelación ponga de manifiesto la necesidad de su uso. Si el Reino Unido adopta finalmente el llamado snooper’s charter, un proyecto de leypensado para poder obligar legalmente a Apple y a otras compañías a cumplir con requisitos que incluirían, entre otras cosas, agujeros de seguridad habilitados específicamente para el uso gubernamental en determinadas investigaciones, este tipo de herramientas, sin duda, avanzarían en su nivel de difusión. YFrancia está exactamente en el mismo punto. El ser humano, independientemente de su nacionalidad, tiende a cometer los mismos errores.
En el mundo actual, en cuanto un gobierno, por la razón que sea, pretende escalar su nivel de control, eso da lugar a la aparición de una oportunidad en el mercado. Las viejas amenazas empiezan a no funcionar: únicamente los usuarios más profanos e inexpertos creen hoy que utilizar una herramienta de comunicaciones cifrada sea de alguna manera un gesto “antipatriótico” o que pueda poner en peligro iniciativas antiterroristas, anti-pederastas, contra el tráfico de drogas o de algún otro tipo. Una cantidad cada vez mayor de usuarios empieza, simplemente, a entender el valor de la privacidad, el derecho que todos tenemos a disponer de comunicaciones cifradas, y a adoptar una herramienta que nos lo garantice.
En estas condiciones de mercado, las pretensiones de control de los estados empiezan a resultar cada vez más inútiles y más patéticas. Resulta completamente imposible evitar que los ciudadanos de un país determinado utilicen una herramienta, y los mecanismos que antes solían utilizarse para crear conciencia sobre este tipo de cuestiones empiezan a considerarse cada vez más trasnochados y obsoletos. En política, las demandas de puertas traseras, de control absoluto de los canales de comunicación o de poder omnímodo por encima de los derechos de los ciudadanos empiezan a parecer cada día más una cuestión de cultura general… o directamente generacional.
Tal vez el FBI gane la batalla. No parece probable, pero en caso de amenazar, como han hecho otros países, con llevar a directivos a la cárcel, podría ser que Apple, por una elemental cuestión de responsabilidad hacia sus trabajadores, terminase por decir que sí. Podría ser que el iPhone de Syed Rizwan Farook terminase siendo abierto, e incluso que el gobierno obtuviese una llave maestra que le permitiese abrir todo cuanto iPhone cayese en sus manos. Pero lo que sí parece cada vez más claro es que la discusión organizada en torno al tema llevaría a que Apple, lo antes posible, actualizase su seguridad para convertir esa herramienta en obsoleta (el siguiente iPhone no solo cuenta con bloqueo mediante huella digital, sino que además ofrece PIN de seis números en lugar de cuatro), a que se incrementase la oferta de productos seguros en manos de los usuarios, y a que la opinión pública, cada vez más, estuviese del lado de quienes consideran que el cifrado es una garantía necesaria en una sociedad democrática.
Cuando el FBI comenzó el litigio con Apple, seguramente no era este el resultado que esperaba. Simplemente, pensó que un evento luctuoso como un atentado llevaría a una decisión en caliente que no conllevase excesiva resistencia. Que no haya sido así, que Apple se haya resistido – y, por el momento, continúe resistiéndose – y que haya sido capaz de organizar a su alrededor a toda una industria y a un creciente segmento de usuarios bien informados demuestra la importancia de tener los principios claros en este tema. Mientras siga habiendo una demanda razonable de comunicaciones seguras a prueba de espionaje de cualquier tipo, y una industria tecnológica activa en el contexto internacional… el mercado seguirá ganando.
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La batalla entre el FBI y Apple para obtener el control de las herramientas de cifrado está dejando un poso muy claro y evidente: la tecnología ha dado lugar a un escenario en el que, entre el supuesto papel del Estado como regulador y el poder del mercado, este último tiene siempre todas las de ganar.
Imaginemos que la batalla legal llegase al extremo de proponer medidas como el boicot a los productos de Apple (no la ridícula propuesta del pavoroso candidato presidencial Donal Trump, sino otras más directas) o el encarcelamiento de directivos de la compañía como recientemente ha ocurrido con Facebook en Brasil, y que finalmente, decidiese cumplir con el requerimiento de la agencia gubernamental y crear una herramienta que permitiese acceder al contenido de sus smartphones. No, la idea de convertirse en la primera compañía obligada a romper su propia tecnología en función de un hipotético (y torticero) bien común no es una buena perspectiva: Apple hace muy bien en resistirse hasta el límite. Pero aunque tal perspectiva sea harto improbable, admitámosla como ejercicio intelectual.
¿Qué ocurriría a partir de ese momento? Inmediatamente, el resto de compañías tecnológicas y la propia Apple se pondrían a trabajar en el desarrollo de la nueva tecnología capaz de garantizar la seguridad de los datos de sus usuarios, al tiempo que otras compañías, vista la oportunidad de salir al mercado con herramientas realmente seguras y “a prueba de FBI”, se lanzarían a ofrecer productos similares. De hecho, la idea de que los delincuentes, narcotraficantes y terroristas utilizan hoy preferentemente productos Apple es bastante ridícula como tal: existe una amplia gama de productos capaces de ofrecer una seguridad comparable, muchos de los cuales pertenecen, además, a compañías situadas fuera de los Estados Unidos y, por tanto, no sujetas a las leyes con las que el gobierno norteamericano quiera intentar obligarlas.
Telegram, por ejemplo, acaba de dar un impulso a sus supergrupos, lo que la posiciona como una excelente herramienta para el ciberactivismo, mientras mantiene estándares de cifrado considerados como más que razonablemente seguros. Otras muchas herramientas ofrecen también esquemas de cifrado robustos que las convierten en posibles candidatas para quienes quieren comunicarse de manera segura, y su popularidad está simplemente esperando a que algún evento, escándalo, evidencia o revelación ponga de manifiesto la necesidad de su uso. Si el Reino Unido adopta finalmente el llamado snooper’s charter, un proyecto de leypensado para poder obligar legalmente a Apple y a otras compañías a cumplir con requisitos que incluirían, entre otras cosas, agujeros de seguridad habilitados específicamente para el uso gubernamental en determinadas investigaciones, este tipo de herramientas, sin duda, avanzarían en su nivel de difusión. YFrancia está exactamente en el mismo punto. El ser humano, independientemente de su nacionalidad, tiende a cometer los mismos errores.
En el mundo actual, en cuanto un gobierno, por la razón que sea, pretende escalar su nivel de control, eso da lugar a la aparición de una oportunidad en el mercado. Las viejas amenazas empiezan a no funcionar: únicamente los usuarios más profanos e inexpertos creen hoy que utilizar una herramienta de comunicaciones cifrada sea de alguna manera un gesto “antipatriótico” o que pueda poner en peligro iniciativas antiterroristas, anti-pederastas, contra el tráfico de drogas o de algún otro tipo. Una cantidad cada vez mayor de usuarios empieza, simplemente, a entender el valor de la privacidad, el derecho que todos tenemos a disponer de comunicaciones cifradas, y a adoptar una herramienta que nos lo garantice.
En estas condiciones de mercado, las pretensiones de control de los estados empiezan a resultar cada vez más inútiles y más patéticas. Resulta completamente imposible evitar que los ciudadanos de un país determinado utilicen una herramienta, y los mecanismos que antes solían utilizarse para crear conciencia sobre este tipo de cuestiones empiezan a considerarse cada vez más trasnochados y obsoletos. En política, las demandas de puertas traseras, de control absoluto de los canales de comunicación o de poder omnímodo por encima de los derechos de los ciudadanos empiezan a parecer cada día más una cuestión de cultura general… o directamente generacional.
Tal vez el FBI gane la batalla. No parece probable, pero en caso de amenazar, como han hecho otros países, con llevar a directivos a la cárcel, podría ser que Apple, por una elemental cuestión de responsabilidad hacia sus trabajadores, terminase por decir que sí. Podría ser que el iPhone de Syed Rizwan Farook terminase siendo abierto, e incluso que el gobierno obtuviese una llave maestra que le permitiese abrir todo cuanto iPhone cayese en sus manos. Pero lo que sí parece cada vez más claro es que la discusión organizada en torno al tema llevaría a que Apple, lo antes posible, actualizase su seguridad para convertir esa herramienta en obsoleta (el siguiente iPhone no solo cuenta con bloqueo mediante huella digital, sino que además ofrece PIN de seis números en lugar de cuatro), a que se incrementase la oferta de productos seguros en manos de los usuarios, y a que la opinión pública, cada vez más, estuviese del lado de quienes consideran que el cifrado es una garantía necesaria en una sociedad democrática.
Cuando el FBI comenzó el litigio con Apple, seguramente no era este el resultado que esperaba. Simplemente, pensó que un evento luctuoso como un atentado llevaría a una decisión en caliente que no conllevase excesiva resistencia. Que no haya sido así, que Apple se haya resistido – y, por el momento, continúe resistiéndose – y que haya sido capaz de organizar a su alrededor a toda una industria y a un creciente segmento de usuarios bien informados demuestra la importancia de tener los principios claros en este tema. Mientras siga habiendo una demanda razonable de comunicaciones seguras a prueba de espionaje de cualquier tipo, y una industria tecnológica activa en el contexto internacional… el mercado seguirá ganando.
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