China se ha convertido en un lugar en el que todo lo que hagas en prácticamente cualquier parte de una ciudad es recogido por una cámara, analizado y procesado por las autoridades.
Hasta
aquí, nada nuevo ni sorprendente. Pero lo curioso es que los… ¿avances?
del gigante asiático en ese sentido ya están dejando de ser una
anécdota, una característica de un estado no democrático o una
peculiaridad de su sistema: India, que desarrolló el primer gran sistema biométrico de identificación a escala nacional, Aadhaar, anuncia ahora que se dispone a incorporar su enorme base de datos a un sistema de reconocimiento facial que desplegará en todas partes, desde ciudades hasta aeropuertos, pasando, por supuesto, por la policía. Singapur incorpora cámaras con sistemas de reconocimiento facial a 110,000 farolas y postes diseminados por toda la ciudad, mientras el ministerio del interior de Francia se dispone a lanzar un ambicioso programa nacional de identificación de reconocimiento facial.
En
varios países de todo el mundo, la progresiva madurez de las
tecnologías de reconocimiento facial están dando paso a la ambición
política de muchos gobiernos por convertirse en «estados de la vigilancia»,
en organismos con la capacidad para mantener una monitorización y
caracterización constante y permanente de todas las actividades de sus
ciudadanos. El reconocimiento facial se está convirtiendo en un dilema moral en sí mismo, en algo que nadie tiene claro cómo regular. Mientras la Unión Europea o algunas ciudades norteamericanas plantean importantes restricciones a su uso, otras ciudades como Londres lo despliegan en pruebas y se encuentran porcentajes de fallos intolerables, al hilo de lo que afirman algunos empleados de compañías como Amazon, cuyas cámaras Ring se convierten en una red cada vez más ubicua.
El problema de regular la privacidad es que en ese propósito de combinan muchos problemas. El primero, que el propio concepto es difícil de entender y aprehender por demasiadas personas, que en consecuencia, tienden a inclinarse hacia el tecno-fatalismo: es un desarrollo tecnológico inevitable, ya está aquí, y probablemente debamos aceptarlo sí o sí,
porque hagamos lo que hagamos, dentro de poco estará ya no en manos de
las autoridades, sino incluso desplegado por la iniciativa privada, en cada tienda y supermercado. Evolucionamos hacia sociedades de la vigilancia, y o bien me tendré que refugiar en el «es el signo de los tiempos», o en el «como no tengo nada que ocultar, no tengo nada que temer«, o bien retirarme a lo alto de una montaña y arriesgarme a convertirme en una nueva versión del Unabomber.
Otros siguen tratando de plantearse la errónea cuestión de cuánto valen sus datos,
y pensando hasta qué punto la privacidad es algo negociable, una
propiedad personal que puede de alguna manera venderse o negociarse,
como quien vende cualquier otra cosa. No regalarías tus datos
biométricos así por las buenas, pero si hacerlo puede significar el
privilegio de poder pasar por determinados trámites de un aeropuerto sin detenerte y por un pasillo especial mientras miras a otros pobres mortales haciendo cola y sintiéndote como un VIP, entonces hasta puedes verlo como aceptable.
En el momento en que la privacidad se convierte en algo que solo
algunos pueden permitirse, la sociedad como tal tiene un importante
problema.
Nuestra privacidad no es como otros muchos datos. Es
diferente. Tiene – y debe tener – una consideración especial y
específica, porque no son simplemente nuestros datos, somos nosotros mismos. La privacidad es importante porque es poder,
y en consecuencia, cuando nos la arrebatan, perdemos ese poder. La
ausencia de privacidad tiene de inmediato un efecto escalofriante sobre
el pensamiento individual y sobre la posibilidad de plantearse actitudes
de disidencia, una posibilidad que no debemos confundir en modo alguno
con la violencia o con la rebelión, sino más bien con uno de los
factores que logran que las sociedades tengan capacidad de pensamiento
crítico y puedan plantearse avanzar.
Las escenas que estamos
presenciando en Hong Kong, en donde los manifestantes protestan por la
introducción de tecnologías y leyes que permiten caracterizarlos e
identificarlos mientras tratan de recurrir a medios tecnológicos que lo
impidan, deberían hacernos reflexionar. El desarrollo del dinero digital, de la moneda electrónica china o de proyectos como Libra
en manos de un actor tan irresponsable y peligroso como Facebook
debería llevarnos a pensar en la evolución del mundo hacia el que nos
dirigimos: ¿realmente queremos vivir en sociedades en las que no solo se
sabe dónde estamos, qué hacemos, con quién o en qué gastamos, sino que
además, hay tanta información recogida sobre nosotros que cualquier
análisis puede ser susceptible de incriminarnos en cualquier cosa? Como bien decía Richelieu,
«dadme seis líneas escritas por la mano del hombre más honesto, y yo
encontraré algo para hacerlo ahorcar». En una sociedad completamente
monitorizada, todos somos culpables, culpables de cualquier cosa que
alguien con acceso a todos los datos pretenda hacernos culpables.
Un libro reciente que acabo de terminar, «Vigilancia permanente«, de Edward Snowden, ofrece una buena base para reflexionar sobre este tipo de temas. En mi nuevo libro, «Viviendo en el futuro«, dedico también un capítulo entero, titulado «No mires a los ojos de la gente», a la evolución de la privacidad. La privacidad es un procomún que debemos defender. El nuevo escenario de privacidad planteado por el estado de California,
inspirado en la legislación europea, tiene mucho sentido: todo es
válido con tal de mejorar la concienciación colectiva sobre su
importancia.
Individualmente, nuestra privacidad puede parecer una decisión que se toma en función de elementos como la comodidad, la seguridad o la inevitabilidad. Colectivamente, sin embargo, es un procomún con una importancia crítica, que define lo que somos como sociedad y los recursos de los que disponemos para gobernar nuestro propio destino. Y el problema es que ni la mayoría de los ciudadanos entienden lo que es la privacidad, ni los reguladores son capaces de defender algo cuya importancia no alcanzan a comprender y que les tienta por las sustanciosas promesas que ofrece su control, ni existe una discusión sobre el tema que esté mínimamente a la altura de la importancia que realmente tiene. Si permitimos que esa discusión esté en manos de la disponibilidad de un desarrollo tecnológico determinado y de quienes lo gestionan, sin más control ni reflexión al respecto, es posible que estemos ante uno de los cambios más importantes que las sociedades humanas hayan experimentado en toda su historia.
Via
China se ha convertido en un lugar en el que todo lo que hagas en prácticamente cualquier parte de una ciudad es recogido por una cámara, analizado y procesado por las autoridades.
Hasta aquí, nada nuevo ni sorprendente. Pero lo curioso es que los… ¿avances? del gigante asiático en ese sentido ya están dejando de ser una anécdota, una característica de un estado no democrático o una peculiaridad de su sistema: India, que desarrolló el primer gran sistema biométrico de identificación a escala nacional, Aadhaar, anuncia ahora que se dispone a incorporar su enorme base de datos a un sistema de reconocimiento facial que desplegará en todas partes, desde ciudades hasta aeropuertos, pasando, por supuesto, por la policía. Singapur incorpora cámaras con sistemas de reconocimiento facial a 110,000 farolas y postes diseminados por toda la ciudad, mientras el ministerio del interior de Francia se dispone a lanzar un ambicioso programa nacional de identificación de reconocimiento facial.
En varios países de todo el mundo, la progresiva madurez de las tecnologías de reconocimiento facial están dando paso a la ambición política de muchos gobiernos por convertirse en «estados de la vigilancia», en organismos con la capacidad para mantener una monitorización y caracterización constante y permanente de todas las actividades de sus ciudadanos. El reconocimiento facial se está convirtiendo en un dilema moral en sí mismo, en algo que nadie tiene claro cómo regular. Mientras la Unión Europea o algunas ciudades norteamericanas plantean importantes restricciones a su uso, otras ciudades como Londres lo despliegan en pruebas y se encuentran porcentajes de fallos intolerables, al hilo de lo que afirman algunos empleados de compañías como Amazon, cuyas cámaras Ring se convierten en una red cada vez más ubicua.
El problema de regular la privacidad es que en ese propósito de combinan muchos problemas. El primero, que el propio concepto es difícil de entender y aprehender por demasiadas personas, que en consecuencia, tienden a inclinarse hacia el tecno-fatalismo: es un desarrollo tecnológico inevitable, ya está aquí, y probablemente debamos aceptarlo sí o sí, porque hagamos lo que hagamos, dentro de poco estará ya no en manos de las autoridades, sino incluso desplegado por la iniciativa privada, en cada tienda y supermercado. Evolucionamos hacia sociedades de la vigilancia, y o bien me tendré que refugiar en el «es el signo de los tiempos», o en el «como no tengo nada que ocultar, no tengo nada que temer«, o bien retirarme a lo alto de una montaña y arriesgarme a convertirme en una nueva versión del Unabomber.
Otros siguen tratando de plantearse la errónea cuestión de cuánto valen sus datos, y pensando hasta qué punto la privacidad es algo negociable, una propiedad personal que puede de alguna manera venderse o negociarse, como quien vende cualquier otra cosa. No regalarías tus datos biométricos así por las buenas, pero si hacerlo puede significar el privilegio de poder pasar por determinados trámites de un aeropuerto sin detenerte y por un pasillo especial mientras miras a otros pobres mortales haciendo cola y sintiéndote como un VIP, entonces hasta puedes verlo como aceptable. En el momento en que la privacidad se convierte en algo que solo algunos pueden permitirse, la sociedad como tal tiene un importante problema.
Nuestra privacidad no es como otros muchos datos. Es diferente. Tiene – y debe tener – una consideración especial y específica, porque no son simplemente nuestros datos, somos nosotros mismos. La privacidad es importante porque es poder, y en consecuencia, cuando nos la arrebatan, perdemos ese poder. La ausencia de privacidad tiene de inmediato un efecto escalofriante sobre el pensamiento individual y sobre la posibilidad de plantearse actitudes de disidencia, una posibilidad que no debemos confundir en modo alguno con la violencia o con la rebelión, sino más bien con uno de los factores que logran que las sociedades tengan capacidad de pensamiento crítico y puedan plantearse avanzar.
Las escenas que estamos presenciando en Hong Kong, en donde los manifestantes protestan por la introducción de tecnologías y leyes que permiten caracterizarlos e identificarlos mientras tratan de recurrir a medios tecnológicos que lo impidan, deberían hacernos reflexionar. El desarrollo del dinero digital, de la moneda electrónica china o de proyectos como Libra en manos de un actor tan irresponsable y peligroso como Facebook debería llevarnos a pensar en la evolución del mundo hacia el que nos dirigimos: ¿realmente queremos vivir en sociedades en las que no solo se sabe dónde estamos, qué hacemos, con quién o en qué gastamos, sino que además, hay tanta información recogida sobre nosotros que cualquier análisis puede ser susceptible de incriminarnos en cualquier cosa? Como bien decía Richelieu, «dadme seis líneas escritas por la mano del hombre más honesto, y yo encontraré algo para hacerlo ahorcar». En una sociedad completamente monitorizada, todos somos culpables, culpables de cualquier cosa que alguien con acceso a todos los datos pretenda hacernos culpables.
Un libro reciente que acabo de terminar, «Vigilancia permanente«, de Edward Snowden, ofrece una buena base para reflexionar sobre este tipo de temas. En mi nuevo libro, «Viviendo en el futuro«, dedico también un capítulo entero, titulado «No mires a los ojos de la gente», a la evolución de la privacidad. La privacidad es un procomún que debemos defender. El nuevo escenario de privacidad planteado por el estado de California, inspirado en la legislación europea, tiene mucho sentido: todo es válido con tal de mejorar la concienciación colectiva sobre su importancia.
Individualmente, nuestra privacidad puede parecer una decisión que se toma en función de elementos como la comodidad, la seguridad o la inevitabilidad. Colectivamente, sin embargo, es un procomún con una importancia crítica, que define lo que somos como sociedad y los recursos de los que disponemos para gobernar nuestro propio destino. Y el problema es que ni la mayoría de los ciudadanos entienden lo que es la privacidad, ni los reguladores son capaces de defender algo cuya importancia no alcanzan a comprender y que les tienta por las sustanciosas promesas que ofrece su control, ni existe una discusión sobre el tema que esté mínimamente a la altura de la importancia que realmente tiene. Si permitimos que esa discusión esté en manos de la disponibilidad de un desarrollo tecnológico determinado y de quienes lo gestionan, sin más control ni reflexión al respecto, es posible que estemos ante uno de los cambios más importantes que las sociedades humanas hayan experimentado en toda su historia.
Via
Compartir esto: