por Kristov Cerda
En estos últimos meses, a propósito del debate público sobre el proyecto de Ley que despenaliza la interrupción voluntaria del embarazo en tres causales, y la campaña en contra de la mal llamada “ideología de género”, fuimos testigos de muchas intervenciones destempladas, en las que se formularon argumentos sobre la naturaleza humana o los fines de la sociedad desde una base religiosa o fundados directamente en interpretaciones antojadizas del conocimiento científico.
Tal situación, que para algunos pudiese ser meramente anecdótica, representa, sin embargo, una cierta tendencia de la forma en que se conduce el trabajo legislativo en nuestra nación, caracterizada por la concepción de la norma en base a ciertas convicciones o necesidades coyunturales, la que luego busca legitimarse a través de fuentes de información que –sesgadamente- validen lo que se consideraba correcto a priori. No son extraños los casos de iniciativas de ley que, en su origen o fundamentación, citaron fuentes erróneas o inválidas, o fueron dictadas casi al oído por algunos actores fácticos, sin que mediase el ejercicio crítico de la racionalidad por parte del legislador.
Tendencia que se ve reforzada por el carácter oligárquico de la institucionalidad política vigente, en tanto se niega a los ciudadanos la posibilidad de presentar proyectos de ley y –en último término- la valoración de la norma queda entregada al criterio de los parlamentarios o los ministros del Tribunal Constitucional, quienes deciden en función de sus propios intereses, conocimientos, o la correspondencia de la norma con otras normas, y no necesariamente con la realidad objetiva.
Es habitual, por lo tanto, observar cómo, en la discusión sobre una norma o una política pública, tanto a nivel institucional como en la sociedad civil, el último criterio para una decisión que afecta a la sociedad entera es la convicción subjetiva y poco informada de algunos individuos. Esto se conjuga con otros factores educacionales o sociológicos (la escasa formación científica de los chilenos, especialmente de los políticos y líderes de opinión; la falsa creencia en los medios de comunicación como fuentes autorizadas de información; el poder del lobby y los grupos de interés, etc.), que contribuyen a que el ámbito de lo político sea, en Chile, un lugar donde no se privilegia la racionalidad y la toma de decisiones basadas en el conocimiento objetivo, sino todo lo contrario.
Esta disociación entre conocimiento y política es perjudicial no sólo porque se encuadra en una relación por la que unos pocos bloquean la voluntad de la mayoría en función de creencias que no pueden siquiera discutirse, sino además por el hecho de que –forzosamente- la probabilidad de que una ley o una política sean exitosas depende en gran medida de que respondan adecuadamente a la realidad que abordan. De modo que si esa realidad es ignorada, como suele suceder, tenemos leyes estériles y políticas públicas inútiles. Sobran los ejemplos.
La alternativa a lo que acabamos de describir no significa que deba privarse a cualquiera de expresar libremente sus convicciones. Se trata de privilegiar, en la discusión pública, aquellos argumentos que permiten la discusión como tal, porque se fundan en evidencias y razones que pueden examinarse críticamente, por encima de aquellos argumentos que –a fuer de dogmáticos- no establecen ningún terreno susceptible de prueba objetiva o debate racional. Se trata de recuperar lo público/político como el lugar donde nos encontramos a deliberar como seres dotados de inteligencia y respaldados por un vasto patrimonio de conocimiento, y no el lugar donde cada cual vocifera desde los prejuicios o las emociones.
Nos guste o no, el debate racional es el mejor procedimiento del que disponemos para encontrar soluciones efectivas a los problemas de todos. Pero no puede ocurrir si nos negamos a ejercitar la capacidad de pensar críticamente, es decir, si nos cerramos a considerar los argumentos presentados por el otro a la luz de los criterios de la lógica y el saber fundado en evidencia. Cuestiones de importancia global, como las catástrofes derivadas del Cambio Climático, podrían haber sido abordadas a tiempo, con medidas efectivas, si los políticos no se hubiesen negado (y lo siguen haciendo) a escuchar a los científicos que presentaban evidencias y predicciones precisas respecto de lo que está ocurriendo.
Esta forma de concebir la producción legislativa desde la discusión pública informada se viene denominando, desde los años ’90 del Siglo pasado, “Política basada en Evidencia” (Evidence-Based Policy). No una política diseñada exclusivamente por expertos o tecnócratas, sino una política que se construye colectivamente, recabando datos desde las fuentes autorizadas (que no son lo mismo que las fuentes “interesadas”), para tomar las mejores decisiones posibles con la mayor cantidad de información objetiva disponible. Creemos que una política de esta naturaleza, que se funda en la confianza en la racionalidad humana colectiva, a la vez que en el saber generado objetivamente, se encuentra en la raíz de lo que debe ser la Democracia del futuro.
Si la forma de hacer política en Chile se mueve desde el paradigma de las convicciones y el clientelismo hacia un modelo basado en la práctica del pensamiento crítico y la argumentación basada en evidencias; no sólo podríamos tener políticos y leyes de mejor calidad, sino también ciudadanos activos, conscientes de que el poder se funda en el conocimiento, y de que el conocimiento debe ser algo accesible a todos por igual. Nadie se engaña respecto de que esta proposición está lejos de lo que interesa a la mayoría de los actores económicos y políticos en la actualidad, puesto que la distribución de la ignorancia y la legitimación de la irracionalidad favorecen la inercia del sistema. La presión, por lo tanto, debe venir desde la ciudadanía organizada e informada, que se reapropie de la voz que ha sido silenciada bajo los gritos de los predicadores.
Kristov Cerda N.
Partido Pirata de Chile
por Kristov Cerda
En estos últimos meses, a propósito del debate público sobre el proyecto de Ley que despenaliza la interrupción voluntaria del embarazo en tres causales, y la campaña en contra de la mal llamada “ideología de género”, fuimos testigos de muchas intervenciones destempladas, en las que se formularon argumentos sobre la naturaleza humana o los fines de la sociedad desde una base religiosa o fundados directamente en interpretaciones antojadizas del conocimiento científico.
Tal situación, que para algunos pudiese ser meramente anecdótica, representa, sin embargo, una cierta tendencia de la forma en que se conduce el trabajo legislativo en nuestra nación, caracterizada por la concepción de la norma en base a ciertas convicciones o necesidades coyunturales, la que luego busca legitimarse a través de fuentes de información que –sesgadamente- validen lo que se consideraba correcto a priori. No son extraños los casos de iniciativas de ley que, en su origen o fundamentación, citaron fuentes erróneas o inválidas, o fueron dictadas casi al oído por algunos actores fácticos, sin que mediase el ejercicio crítico de la racionalidad por parte del legislador.
Tendencia que se ve reforzada por el carácter oligárquico de la institucionalidad política vigente, en tanto se niega a los ciudadanos la posibilidad de presentar proyectos de ley y –en último término- la valoración de la norma queda entregada al criterio de los parlamentarios o los ministros del Tribunal Constitucional, quienes deciden en función de sus propios intereses, conocimientos, o la correspondencia de la norma con otras normas, y no necesariamente con la realidad objetiva.
Es habitual, por lo tanto, observar cómo, en la discusión sobre una norma o una política pública, tanto a nivel institucional como en la sociedad civil, el último criterio para una decisión que afecta a la sociedad entera es la convicción subjetiva y poco informada de algunos individuos. Esto se conjuga con otros factores educacionales o sociológicos (la escasa formación científica de los chilenos, especialmente de los políticos y líderes de opinión; la falsa creencia en los medios de comunicación como fuentes autorizadas de información; el poder del lobby y los grupos de interés, etc.), que contribuyen a que el ámbito de lo político sea, en Chile, un lugar donde no se privilegia la racionalidad y la toma de decisiones basadas en el conocimiento objetivo, sino todo lo contrario.
Esta disociación entre conocimiento y política es perjudicial no sólo porque se encuadra en una relación por la que unos pocos bloquean la voluntad de la mayoría en función de creencias que no pueden siquiera discutirse, sino además por el hecho de que –forzosamente- la probabilidad de que una ley o una política sean exitosas depende en gran medida de que respondan adecuadamente a la realidad que abordan. De modo que si esa realidad es ignorada, como suele suceder, tenemos leyes estériles y políticas públicas inútiles. Sobran los ejemplos.
La alternativa a lo que acabamos de describir no significa que deba privarse a cualquiera de expresar libremente sus convicciones. Se trata de privilegiar, en la discusión pública, aquellos argumentos que permiten la discusión como tal, porque se fundan en evidencias y razones que pueden examinarse críticamente, por encima de aquellos argumentos que –a fuer de dogmáticos- no establecen ningún terreno susceptible de prueba objetiva o debate racional. Se trata de recuperar lo público/político como el lugar donde nos encontramos a deliberar como seres dotados de inteligencia y respaldados por un vasto patrimonio de conocimiento, y no el lugar donde cada cual vocifera desde los prejuicios o las emociones.
Nos guste o no, el debate racional es el mejor procedimiento del que disponemos para encontrar soluciones efectivas a los problemas de todos. Pero no puede ocurrir si nos negamos a ejercitar la capacidad de pensar críticamente, es decir, si nos cerramos a considerar los argumentos presentados por el otro a la luz de los criterios de la lógica y el saber fundado en evidencia. Cuestiones de importancia global, como las catástrofes derivadas del Cambio Climático, podrían haber sido abordadas a tiempo, con medidas efectivas, si los políticos no se hubiesen negado (y lo siguen haciendo) a escuchar a los científicos que presentaban evidencias y predicciones precisas respecto de lo que está ocurriendo.
Esta forma de concebir la producción legislativa desde la discusión pública informada se viene denominando, desde los años ’90 del Siglo pasado, “Política basada en Evidencia” (Evidence-Based Policy). No una política diseñada exclusivamente por expertos o tecnócratas, sino una política que se construye colectivamente, recabando datos desde las fuentes autorizadas (que no son lo mismo que las fuentes “interesadas”), para tomar las mejores decisiones posibles con la mayor cantidad de información objetiva disponible. Creemos que una política de esta naturaleza, que se funda en la confianza en la racionalidad humana colectiva, a la vez que en el saber generado objetivamente, se encuentra en la raíz de lo que debe ser la Democracia del futuro.
Si la forma de hacer política en Chile se mueve desde el paradigma de las convicciones y el clientelismo hacia un modelo basado en la práctica del pensamiento crítico y la argumentación basada en evidencias; no sólo podríamos tener políticos y leyes de mejor calidad, sino también ciudadanos activos, conscientes de que el poder se funda en el conocimiento, y de que el conocimiento debe ser algo accesible a todos por igual. Nadie se engaña respecto de que esta proposición está lejos de lo que interesa a la mayoría de los actores económicos y políticos en la actualidad, puesto que la distribución de la ignorancia y la legitimación de la irracionalidad favorecen la inercia del sistema. La presión, por lo tanto, debe venir desde la ciudadanía organizada e informada, que se reapropie de la voz que ha sido silenciada bajo los gritos de los predicadores.
Kristov Cerda N.
Partido Pirata de Chile
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