Hace casi setenta años murió George Orwell, autor de obras como Homenaje a Cataluña (1938), Rebelión en la Granja (1945) o 1984, referencia ineludible cuando hablamos de la intromisión de la tecnología en la esfera privada del individuo.
A pesar del tiempo transcurrido desde la publicación del libro (el 8
de junio de 1949), la temida maquinaria de su Gran Hermano, ese ojo
único y omnipresente que no deja ningún resquicio al disfrute de la
intimidad, sigue impregnando todas las discusiones contemporáneas sobre
vigilancia. Y es harto complicado saltarse la comparación. Aún cuando
muchos académicos reniegan de la visión claustrofóbica que recrea la
fábula, la referencia permanece ahí, impertérrita.
Vuelta a 1984
Comencemos por el género. La novela de Orwell es una “distopía”,
también denominada “antiutopía” o “cacotopía”, es decir, un relato
hiperbólico en el que se delinean los trazos de una sociedad hipotética
indeseable en sí misma. Es la cara opuesta de la “utopía”, el ideal irrealizable de Tomás Moro,
y lo es porque la degradación de los valores éticos provoca la
alienación moral de lo individual y, por tanto, la decadencia del ser
humano.
Ahora bien, cabe recordar que 1984 no es rara avis en su género. Mucho antes de su publicación encontramos relatos de similares características, como, por ejemplo,El talón de hierro de Jack London, publicada en 1908, y muy especialmente, Nosotros de Yevgueni Zamiatin, texto de 1924 del que Orwell toma prestados numerosos ingredientes para su escrito.
Tampoco es una obra única en su contexto histórico, baste citar las célebres Un mundo feliz de Aldous Huxley y Fahrenheit 451 de Ray Bradbury, entre otras. ¿Por qué seguimos pensando entonces que quien nos observa es el Gran Hermano?
En primer lugar, porque existe una íntima relación entre el estudio
de la denominada “sociedad de la vigilancia” desde el ámbito académico y
el escritor británico. El nexo común parte del investigador James Rule,
quien apela directamente a la necesidad de retomar la obra de Orwell
como visión certera de las consecuencias negativas de un avance
tecnológico descontrolado.
Posteriormente, Christopher Dandeker continuará esta senda en 1990.
Y a mediados de los noventa, coincidiendo con el despunte de Internet
como modelo organizativo, la imagen del Gran Hermano es ya una alusión
recurrente, como sinónimo del control estatal de las bases de datos,
primero, y de su monetización por parte de empresas privadas,
posteriormente.
David Lyon, Reg Whitaker o los escritos sobre el monitoreo social de Gary T. Marx son sólo algunos de los muchos ejemplos que encontramos al respecto.
Ninguno de ellos reniega de los beneficios del desarrollo
tecnológico. Pero sí admiten que uno de los mayores desafíos que
plantean las tecnologías digitales es la complejidad de delimitar un
área reservada del ser humano que implique qué debe quedar protegido y
qué se considera intromisión.
En el pasado, los individuos daban por sentado que sus movimientos
del día a día no eran ni monitoreados, ni catalogados, por lo que
enlazaban sus actividades cotidianas en el más puro de los anonimatos.
En las sociedades postmodernas, sin embargo, la tecnología permite
obtener, procesar, analizar y agregar cantidades ingentes de información
sobre una persona concreta.
Del mismo modo, en 1984, los ciudadanos, habitantes de una
región imaginaria llamada Oceanía, no disponen de ningún espacio libre
en el que desarrollar su vida privada fuera de la auscultación y la
intromisión del estado totalitario, el Gran Hermano.
Nuestro big data
Y no sólo físicamente: dado que el poder único atesora una base de
datos masiva y centralizada en la que se almacena todo lo que puede
saberse de los individuos, sus actividades están monitorizadas desde
antes incluso de que tengan lugar, haciendo uso de una ubicuidad e
invisibilidad que subraya la inevitabilidad del control. ¿Acaso no
recuerda esto al perfilado y la capacidad predictiva de las herramientas
digitales?
La exigencia de información provoca las más diversas reacciones entre
los conciudadanos de Oceanía quienes se debaten entre el conformismo,
la asunción de los preceptos impuestos o, en ocasiones, la resistencia.
No obstante, esta adquiere un aire más romántico que efectivo.
Igualmente, nosotros podemos renegar de herramientas como redes sociales, apps
o servicios de mensajería instantánea, pero, en la práctica, basta con
que uno de nuestros contactos tenga nuestro correo electrónico para
formar parte de esa inmensa base de datos que es Internet.
Los opuestos atraen
Pero si hay algo que enlaza definitivamente 1984 con la
época actual es la sombra de lo paradójico. Orwell juega con oposiciones
conceptuales para mostrar la cara más perversa de la tiranía: el
Ministerio de la Paz desata la guerra, el Ministerio del Amor se ocupa
de la desesperación y ahoga la disidencia, el Ministerio de la Verdad
versiona los hechos pasados para legitimar el presente y la Policía del
Pensamiento es un arma para imponer los dogmas.
Estas mismas contradicciones se asoman al universo digital. Nos
preocupamos por nuestra intimidad, toda vez que cedemos nuestros datos
arrastrados por la seducción de las aplicaciones digitales. Si
intentamos de manera consciente salvaguardar nuestras informaciones,
topamos con políticas de privacidad obtusas en las que lo único que se
torna transparente somos nosotros mismos.
Y podríamos seguir hablando del soterramiento de heterogeneidades, del silencio de todo aquello que nunca será trending topic
o que no alcanzará el seguimiento necesario para ser tenido en cuenta
por los algoritmos que distribuyen información. Pero este es ya otro
debate que no tiene que ver con nuestros datos personales…
O tal vez sí, dado que las informaciones privadas que desplegamos en
nuestros perfiles pueden provocar que se privilegien unas informaciones
frente a otras.
Son muchas más las razones que revisten de valor esta parábola de las
sociedades lastradas por la opresión y el determinismo tecnológico.
Salvando las diferencias con la sociedad contemporánea, así como la
tendencia a la exageración inherente a cualquier distopía y el
maniqueísmo que hace más atractiva la ficción, razones no le faltaban a
James Rule para recurrir a su alto contenido ilustrativo.
Pero volvamos al presente. Estamos en 2019 y el mito (entiéndase aquí como “mito” la definición de Roland Barthes)
del Gran Hermano sigue embebido en todas y cada una de nuestras
conversaciones sobre protección de la intimidad, conformando una
alegoría ampliamente identificable por todos.
Aunque, tal vez, lo más curioso sea que dicha metáfora deja entrever uno de los patrones de comportamiento más ilógicos del ser humano: nuestra habilidad para anticipar las posibilidades tecnológicas del futuro y permanecer inertes cuando vislumbramos sus consecuencias indeseadas.
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Hace casi setenta años murió George Orwell, autor de obras como Homenaje a Cataluña (1938), Rebelión en la Granja (1945) o 1984, referencia ineludible cuando hablamos de la intromisión de la tecnología en la esfera privada del individuo.
A pesar del tiempo transcurrido desde la publicación del libro (el 8 de junio de 1949), la temida maquinaria de su Gran Hermano, ese ojo único y omnipresente que no deja ningún resquicio al disfrute de la intimidad, sigue impregnando todas las discusiones contemporáneas sobre vigilancia. Y es harto complicado saltarse la comparación. Aún cuando muchos académicos reniegan de la visión claustrofóbica que recrea la fábula, la referencia permanece ahí, impertérrita.
Vuelta a 1984
Comencemos por el género. La novela de Orwell es una “distopía”, también denominada “antiutopía” o “cacotopía”, es decir, un relato hiperbólico en el que se delinean los trazos de una sociedad hipotética indeseable en sí misma. Es la cara opuesta de la “utopía”, el ideal irrealizable de Tomás Moro, y lo es porque la degradación de los valores éticos provoca la alienación moral de lo individual y, por tanto, la decadencia del ser humano.
Ahora bien, cabe recordar que 1984 no es rara avis en su género. Mucho antes de su publicación encontramos relatos de similares características, como, por ejemplo, El talón de hierro de Jack London, publicada en 1908, y muy especialmente, Nosotros de Yevgueni Zamiatin, texto de 1924 del que Orwell toma prestados numerosos ingredientes para su escrito.
Tampoco es una obra única en su contexto histórico, baste citar las célebres Un mundo feliz de Aldous Huxley y Fahrenheit 451 de Ray Bradbury, entre otras. ¿Por qué seguimos pensando entonces que quien nos observa es el Gran Hermano?
En primer lugar, porque existe una íntima relación entre el estudio de la denominada “sociedad de la vigilancia” desde el ámbito académico y el escritor británico. El nexo común parte del investigador James Rule, quien apela directamente a la necesidad de retomar la obra de Orwell como visión certera de las consecuencias negativas de un avance tecnológico descontrolado.
Posteriormente, Christopher Dandeker continuará esta senda en 1990. Y a mediados de los noventa, coincidiendo con el despunte de Internet como modelo organizativo, la imagen del Gran Hermano es ya una alusión recurrente, como sinónimo del control estatal de las bases de datos, primero, y de su monetización por parte de empresas privadas, posteriormente.
David Lyon, Reg Whitaker o los escritos sobre el monitoreo social de Gary T. Marx son sólo algunos de los muchos ejemplos que encontramos al respecto.
Ninguno de ellos reniega de los beneficios del desarrollo tecnológico. Pero sí admiten que uno de los mayores desafíos que plantean las tecnologías digitales es la complejidad de delimitar un área reservada del ser humano que implique qué debe quedar protegido y qué se considera intromisión.
En el pasado, los individuos daban por sentado que sus movimientos del día a día no eran ni monitoreados, ni catalogados, por lo que enlazaban sus actividades cotidianas en el más puro de los anonimatos. En las sociedades postmodernas, sin embargo, la tecnología permite obtener, procesar, analizar y agregar cantidades ingentes de información sobre una persona concreta.
Del mismo modo, en 1984, los ciudadanos, habitantes de una región imaginaria llamada Oceanía, no disponen de ningún espacio libre en el que desarrollar su vida privada fuera de la auscultación y la intromisión del estado totalitario, el Gran Hermano.
Nuestro big data
Y no sólo físicamente: dado que el poder único atesora una base de datos masiva y centralizada en la que se almacena todo lo que puede saberse de los individuos, sus actividades están monitorizadas desde antes incluso de que tengan lugar, haciendo uso de una ubicuidad e invisibilidad que subraya la inevitabilidad del control. ¿Acaso no recuerda esto al perfilado y la capacidad predictiva de las herramientas digitales?
La exigencia de información provoca las más diversas reacciones entre los conciudadanos de Oceanía quienes se debaten entre el conformismo, la asunción de los preceptos impuestos o, en ocasiones, la resistencia. No obstante, esta adquiere un aire más romántico que efectivo.
Igualmente, nosotros podemos renegar de herramientas como redes sociales, apps o servicios de mensajería instantánea, pero, en la práctica, basta con que uno de nuestros contactos tenga nuestro correo electrónico para formar parte de esa inmensa base de datos que es Internet.
Los opuestos atraen
Pero si hay algo que enlaza definitivamente 1984 con la época actual es la sombra de lo paradójico. Orwell juega con oposiciones conceptuales para mostrar la cara más perversa de la tiranía: el Ministerio de la Paz desata la guerra, el Ministerio del Amor se ocupa de la desesperación y ahoga la disidencia, el Ministerio de la Verdad versiona los hechos pasados para legitimar el presente y la Policía del Pensamiento es un arma para imponer los dogmas.
Estas mismas contradicciones se asoman al universo digital. Nos preocupamos por nuestra intimidad, toda vez que cedemos nuestros datos arrastrados por la seducción de las aplicaciones digitales. Si intentamos de manera consciente salvaguardar nuestras informaciones, topamos con políticas de privacidad obtusas en las que lo único que se torna transparente somos nosotros mismos.
Y podríamos seguir hablando del soterramiento de heterogeneidades, del silencio de todo aquello que nunca será trending topic o que no alcanzará el seguimiento necesario para ser tenido en cuenta por los algoritmos que distribuyen información. Pero este es ya otro debate que no tiene que ver con nuestros datos personales…
O tal vez sí, dado que las informaciones privadas que desplegamos en nuestros perfiles pueden provocar que se privilegien unas informaciones frente a otras.
Son muchas más las razones que revisten de valor esta parábola de las sociedades lastradas por la opresión y el determinismo tecnológico. Salvando las diferencias con la sociedad contemporánea, así como la tendencia a la exageración inherente a cualquier distopía y el maniqueísmo que hace más atractiva la ficción, razones no le faltaban a James Rule para recurrir a su alto contenido ilustrativo.
Pero volvamos al presente. Estamos en 2019 y el mito (entiéndase aquí como “mito” la definición de Roland Barthes) del Gran Hermano sigue embebido en todas y cada una de nuestras conversaciones sobre protección de la intimidad, conformando una alegoría ampliamente identificable por todos.
Aunque, tal vez, lo más curioso sea que dicha metáfora deja entrever uno de los patrones de comportamiento más ilógicos del ser humano: nuestra habilidad para anticipar las posibilidades tecnológicas del futuro y permanecer inertes cuando vislumbramos sus consecuencias indeseadas.
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