Seguimos analizando la industria del porno como paradigma de cómo debería ser el cine en general si no existieran los derechos de autor, iniciado en la primera entrega de este artículo. Para contemplar esta idea en perspectiva, basta con echar un vistazo al sueldo de un actor de cine porno, que siempre gana menos dinero que un actor de cine convencional.
La razón de esta descompensación es explicada por Linda McQuang en su libro El problema de los super-millonarios:
Y eso es porque el negocio del porno, con su dudoso estatuto legal, no ha sabido aprovechar la enorme protección que el Estado ofrece a los cineasta “legales” y otros artistas creativos en forma de derechos de propiedad intelectual. Debido al rechazo social que genera la pornografía, los productores de cine porno dan por hecho que tendrían poco que hacer en los tribunales y han sido reacios a emprender acciones legales contra quienes reproducen sus vídeos sin permiso (si bien algunas demandas recientes indican que algo puede estar cambiando). Como consecuencia de ello, los vídeos porno son objeto de pirateo permanente: Internet rebosa de pornografía a la que se puede acceder de manera gratuita. Este sistema desregulado se parece más a lo que sería un verdadero “mercado libre” de la industria del cine.
La razón de que muchos cineastas, actores, escritores y artistas en general ganen tanto dinero con sus creaciones se debe, pues, al hecho de que su mercado es un monopolio exageradamente regulado y garantizado por el Estado. Sin ello, tales artistas no serían más ricos o más famosos que las estrellas del porno, con independencia de su talento natural.
El talento, pues, es importante, pero no es tan importante como comúnmente se cree. Hay mucha gente con talento, pero son escasas las plataformas donde exponerse: así que se criban a los presuntamente más talentosos de los menos talentosos a través de artificios subjetivos. Finalmente, el talento se traduce en millones de dólares.
Pero ninguno de estos artistas parece ser muy consciente de que la acumulación de su riqueza se debe en cómo el mercado ha sido constituido para favorecer sus intereses sobre los intereses de la mayoría (acceso a la cultura, por ejemplo). Cuando los artistas se quejan del IVA cultural, olvidan a menudo esta clase de ventajas competitivas, porque las segundas parecen más naturales y obvias.
Pero no es así. A menudo que se desarrolla la tecnología y ésta permite una copia y distribución de contenidos barata, casi gratuita, resulta demasiado costoso mantener un modelo de negocio que solo favorece a una minoría. La gente crea cosas por muchas razones más allá del dinero, como es la reputación o la visibilidad. Pero incluso si un creador necesita dinero para seguir creando, la forma de acceder a esa financiación resulta periclitada en un mundo donde hay más creadores que nunca y más facilidad para ver creaciones de cualquier país del mundo. Sin intermediarios.
Existen muchos modelos de negocio alternativos. Por ejemplo, el acceso total a la cultura previo pago de una pequeña cuota mensual que iría destinada a los autores que reciben más descargas. Incluso tales cuotas podrían ser inexistentes y ser aportadas por las compañías de telecomunicaciones que ofrecen el acceso a Internet (a través de las tarifas de acceso). McQuang propone otro escenario que ha sido articulado por el economista norteamericano Dean Baker:
En su lugar propone un sistema de casillas individuales, en el que cada contribuyente dispondría de una cantidad fija que cada año él o ella podría asignar a aristas concretos a través de los impuestos. Habrá quien diga que este sistema implicaría una gran dosis de intervencionismo estatal, pero lo mismo ocurre con el sistema de patentes y la legislación de derechos de autor.
Imágenes | Pixabay
via
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Seguimos analizando la industria del porno como paradigma de cómo debería ser el cine en general si no existieran los derechos de autor, iniciado en la primera entrega de este artículo. Para contemplar esta idea en perspectiva, basta con echar un vistazo al sueldo de un actor de cine porno, que siempre gana menos dinero que un actor de cine convencional.
La razón de esta descompensación es explicada por Linda McQuang en su libro El problema de los super-millonarios:
La razón de que muchos cineastas, actores, escritores y artistas en general ganen tanto dinero con sus creaciones se debe, pues, al hecho de que su mercado es un monopolio exageradamente regulado y garantizado por el Estado. Sin ello, tales artistas no serían más ricos o más famosos que las estrellas del porno, con independencia de su talento natural.
El talento, pues, es importante, pero no es tan importante como comúnmente se cree. Hay mucha gente con talento, pero son escasas las plataformas donde exponerse: así que se criban a los presuntamente más talentosos de los menos talentosos a través de artificios subjetivos. Finalmente, el talento se traduce en millones de dólares.
Pero ninguno de estos artistas parece ser muy consciente de que la acumulación de su riqueza se debe en cómo el mercado ha sido constituido para favorecer sus intereses sobre los intereses de la mayoría (acceso a la cultura, por ejemplo). Cuando los artistas se quejan del IVA cultural, olvidan a menudo esta clase de ventajas competitivas, porque las segundas parecen más naturales y obvias.
Pero no es así. A menudo que se desarrolla la tecnología y ésta permite una copia y distribución de contenidos barata, casi gratuita, resulta demasiado costoso mantener un modelo de negocio que solo favorece a una minoría. La gente crea cosas por muchas razones más allá del dinero, como es la reputación o la visibilidad. Pero incluso si un creador necesita dinero para seguir creando, la forma de acceder a esa financiación resulta periclitada en un mundo donde hay más creadores que nunca y más facilidad para ver creaciones de cualquier país del mundo. Sin intermediarios.
Existen muchos modelos de negocio alternativos. Por ejemplo, el acceso total a la cultura previo pago de una pequeña cuota mensual que iría destinada a los autores que reciben más descargas. Incluso tales cuotas podrían ser inexistentes y ser aportadas por las compañías de telecomunicaciones que ofrecen el acceso a Internet (a través de las tarifas de acceso). McQuang propone otro escenario que ha sido articulado por el economista norteamericano Dean Baker:
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