En la anterior entrega de este artículo, además de desahogarme un poco, os introducía algunos conceptos que, aparentemente, poco o nada tenían que ver con el desarrollo de la ciencia y la tecnología. Sin embargo, eso no es así.
La ciencia es orden, coordinación, verificación, poner los puntos sobre las íes. Pero la ciencia también precisa de cierta cuota de desorden, como bien explica Nassim Nicholas Taleb en El cisne negro o su reciente Antifrágil. Ello es especialmente necesario a la hora de implantar una nueva tecnología, cambiar un paradigma cultural vigente o modificar un modelo de negocio basado en un momento tecnológico concreto.
Según Chris Anderson, en Gratis, todo lo que está constituido por bits o pueda ser convertido a bits tenderá a ser gratis (o una forma de gratuidad, como la que ofrece Google o la radio), y ese modelo de negocio, aunque resultará caótico (destruirá gran parte del tejido laboral, arruinará a miles de empresas), probablemente sólo tendrá lugar de un modo decisivo si detrás de la revolución hay algún Tyler Durden.
El copyright deberá flexibilizarse o anularse por completo aunque ello produzca caos sobre quién es autor de qué o quién cobra sobre qué, habida cuenta de que el copyright es una mordaza para el desarrollo, el intercambio libre de ideas y la distribución de la cultura (o los datos, para no ponernos estupendos). Para eso quizá habrá que infringir la ley (caos), porque hay cosas que no se cambian si no se desobedecen, si no hay suficiente gente haciendo el mal para que finalmente las leyes asuman que el mal es bien. ¿Conocéis la historia de Rosa Parks?
La imprenta o el telégrafo causaron los mismos miedos luditas que hoy originan estas nuevas ideas sobre la creación y distribución de datos, contenidos, cultura, ciencia. Wikipedia demuestra que la gente puede hacer las cosas mejor si las hace en su tiempo libre (que ahora es mayor que nunca porque la gente deja de ver la televisión para usar el ordenador o el smartphone), por gusto, colaborando con otros, libremente, sin remuneración, sin demostrar previamente su preparación con un título académico. Ese caos ha resultado ser más eficaz que el sumo orden que imponía el desarrollo de la Enciclopedia Británica. Al menos para obtener producir y distribuir una fuente de información básica.
Obviamente, el caos absoluto no es la respuesta. Y medir la cuota de caos necesario tampoco es sencillo. Lo explica mejor que yo Clay Shirky en su libro Excedente cognitivo:
Vamos a dividir este problema en unos cuantos escenarios distintos. Uno podría ser “tanto caos como podamos soportar”: dejemos que un revolucionario intente cualquier cosa que quiera con la nueva tecnología, sin tener en cuenta las normas culturales o sociales existentes o el daño potencial que pudiera ocasionarse a las instituciones sociales actuales. Otro escario sería el de la “aprobación tradicionalista”: el destino de cualquier nueva tecnología se pondría en manos de gente responsable de la manera de hacer las cosas en cada momento. Sería como dejar a los monjes que decidieran el modo de usar la imprenta o a la oficina de correos que determinara qué hacer con el correo electrónico.
Este segundo escenario suele ser el postulado por los luditas que atacan furibundamente las descargas de películas, libros o música sin que se pase por caja, catalogando dichas descargas de “ilegales”, y definiendo como “legales” las aprobadas por ellos, las remuneradas. Más de un escritor que conozco se tira de los pelos cuando descubre que su novela está circulando pirata por Internet. Un escenario ordenado condenaría a la cárcel a quien ha pirateado dicha novela, y esperaría pacientemente a que las editoriales desarrollaran cosas como una página web de enlaces, Spotify para libros, etc.
Un tercer escenario, llamémosle “transición negociada”, supone una discusión equilibrada entre radicales y tradicionalistas: los radicales pueden proponer usos de la nueva tecnología, y entonces negociar con los tradicionalistas la forma de aprovechar lo nuevo al mismo tiempo que se conserva lo mejor de lo viejo.
La tercera opción parece la óptima, pero Shirky prefiere la primera: tanto caos como pueda soportarse. La razón es simple: no podemos pedir a las personas que dirigen el sistema vigente que evalúen en toda su amplitud una nueva tecnología o paradigma por sus beneficios radicales, en tanto en cuanto los individuos no quieren perder el statuo quo si éste les favorece. Como grupo, quienes tienen que decidir cambiar las cosas tenderán a contemplar más los aspectos negativos del cambio, antes que los positivos.
Mientras tanto, incluso en el escenario de “tanto caos como podamos soportar”, los radicales no serían capaces de crear más cambios que los que puedan imaginar los miembros de la sociedad. Hace cuarenta años que tenemos Internet, pero Twitter y YouTube tienen menos de cinco años, no porque la tecnología no existiera antes, sino porque la sociedad aún no estaba preparada para aprovechar estas oportunidades. El límite superior de “tanto caos como podamos soportar” es, pues, el tiempo y la energía que se requieren para la difusión social. Las nuevas ideas tienden a difundirse lentamente por las vías sociales; la difusión social no sólo está relacionada con el tiempo que pasa, sino también con las maneras en las que la cultura afecta al uso de nuevas ideas. (…) Las cuestiones relativas a la cultura y al contexto se aplican a la difusión de todas las tecnologías en cierta medida, pero especialmente a la tecnología de las comunicaciones, dado que el tejido conectivo varía con el tipo de sociedad que se conecta, y la clase de sociedad que se conecta varía con su tejido conectivo.
Cierto es que los revolucionarios radicales también pueden equivocarse, porque seguramente exageran el valor de su revolución o son incapaces de preveer las ramificaciones de los cambios que proponen. Pero los radicales y los tradicionalistas parten de diferentes suposiciones y normalmente no acaban por entenderse, así que, en aras de buscar un cambio a mejor, debemos ceder cierto control caótico a los revolucionarios, a los que infringen la ley, los que se ciscan en superiores, jerarquías, paradigmas, a fin de que de ese totum revolutum puedan venir cambios a mejor. También vendrán a peor. Pero ése es un efecto secundario de la libertad. Y de salir de tu casa.
En la anterior entrega de este artículo, además de desahogarme un poco, os introducía algunos conceptos que, aparentemente, poco o nada tenían que ver con el desarrollo de la ciencia y la tecnología. Sin embargo, eso no es así.
La ciencia es orden, coordinación, verificación, poner los puntos sobre las íes. Pero la ciencia también precisa de cierta cuota de desorden, como bien explica Nassim Nicholas Taleb en El cisne negro o su reciente Antifrágil. Ello es especialmente necesario a la hora de implantar una nueva tecnología, cambiar un paradigma cultural vigente o modificar un modelo de negocio basado en un momento tecnológico concreto.
Según Chris Anderson, en Gratis, todo lo que está constituido por bits o pueda ser convertido a bits tenderá a ser gratis (o una forma de gratuidad, como la que ofrece Google o la radio), y ese modelo de negocio, aunque resultará caótico (destruirá gran parte del tejido laboral, arruinará a miles de empresas), probablemente sólo tendrá lugar de un modo decisivo si detrás de la revolución hay algún Tyler Durden.
El copyright deberá flexibilizarse o anularse por completo aunque ello produzca caos sobre quién es autor de qué o quién cobra sobre qué, habida cuenta de que el copyright es una mordaza para el desarrollo, el intercambio libre de ideas y la distribución de la cultura (o los datos, para no ponernos estupendos). Para eso quizá habrá que infringir la ley (caos), porque hay cosas que no se cambian si no se desobedecen, si no hay suficiente gente haciendo el mal para que finalmente las leyes asuman que el mal es bien. ¿Conocéis la historia de Rosa Parks?
La imprenta o el telégrafo causaron los mismos miedos luditas que hoy originan estas nuevas ideas sobre la creación y distribución de datos, contenidos, cultura, ciencia. Wikipedia demuestra que la gente puede hacer las cosas mejor si las hace en su tiempo libre (que ahora es mayor que nunca porque la gente deja de ver la televisión para usar el ordenador o el smartphone), por gusto, colaborando con otros, libremente, sin remuneración, sin demostrar previamente su preparación con un título académico. Ese caos ha resultado ser más eficaz que el sumo orden que imponía el desarrollo de la Enciclopedia Británica. Al menos para obtener producir y distribuir una fuente de información básica.
Obviamente, el caos absoluto no es la respuesta. Y medir la cuota de caos necesario tampoco es sencillo. Lo explica mejor que yo Clay Shirky en su libro Excedente cognitivo:
Este segundo escenario suele ser el postulado por los luditas que atacan furibundamente las descargas de películas, libros o música sin que se pase por caja, catalogando dichas descargas de “ilegales”, y definiendo como “legales” las aprobadas por ellos, las remuneradas. Más de un escritor que conozco se tira de los pelos cuando descubre que su novela está circulando pirata por Internet. Un escenario ordenado condenaría a la cárcel a quien ha pirateado dicha novela, y esperaría pacientemente a que las editoriales desarrollaran cosas como una página web de enlaces, Spotify para libros, etc.
La tercera opción parece la óptima, pero Shirky prefiere la primera: tanto caos como pueda soportarse. La razón es simple: no podemos pedir a las personas que dirigen el sistema vigente que evalúen en toda su amplitud una nueva tecnología o paradigma por sus beneficios radicales, en tanto en cuanto los individuos no quieren perder el statuo quo si éste les favorece. Como grupo, quienes tienen que decidir cambiar las cosas tenderán a contemplar más los aspectos negativos del cambio, antes que los positivos.
Cierto es que los revolucionarios radicales también pueden equivocarse, porque seguramente exageran el valor de su revolución o son incapaces de preveer las ramificaciones de los cambios que proponen. Pero los radicales y los tradicionalistas parten de diferentes suposiciones y normalmente no acaban por entenderse, así que, en aras de buscar un cambio a mejor, debemos ceder cierto control caótico a los revolucionarios, a los que infringen la ley, los que se ciscan en superiores, jerarquías, paradigmas, a fin de que de ese totum revolutum puedan venir cambios a mejor. También vendrán a peor. Pero ése es un efecto secundario de la libertad. Y de salir de tu casa.
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