A pesar de vivir en plena era de la transformación digital, los espectaculares avances tecnológicos que nos rodean no están contribuyendo a aumentar la riqueza de los países. La IA es un misterio para las empresas y se limita a destruir empleos, y nadie sabe cómo extraer valor de Google y Facebook
Para que un país pueda aumentar su nivel de riqueza, primero necesita elevar su productividad. Este concepto se refiere al nivel de generación de bienes o servicios a partir de trabajo y capital. Para la mayoría de las personas, al menos en teoría, una mayor productividad ofrece la promesa de un aumento salarial y de abundantes oportunidades de trabajo.
Pero desde 2014, el crecimiento de la productividad en la mayoría de los países ricos ha sido deprimente. Y uno de sus peores rendimientos se ha producido en lo que los economistas llaman productividad total de los factores, un término que se refiere al impacto que la innovación y la tecnología tiene sobre la productividad general. En la era de Facebook, smartphones, vehículos autónomos y ordenadores que pueden derrotar a una persona en casi cualquier juego de mesa, ¿cómo es posible que la medida económica clave del progreso tecnológico sea tan patética? Los economistas han bautizado a este fenómeno como la “paradoja de la productividad”.
Algunos creen que el bajo impacto de la innovación en la productividad se debe a que las tecnologías actuales no son tan impresionantes como creemos. El principal defensor de ese punto de vista es el economista de la Universidad Northwestern (EE. UU.) Robert Gordon. En comparación con otros avances tecnológicos previos como el alcantarillado y el motor eléctrico, los avances actuales son pequeños y su impacto económico limitado.
Pero también hay quien piensa que la productividad sí está aumentando, y que el problema es que simplemente no sabemos medir el valor que generan servicios como Google y Facebook, particularmente cuando muchos de los beneficios son “gratuitos”.
Probablemente, ambos puntos de vista están malinterpretando la realidad. Lo cierto es que muchas nuevas tecnologías simplemente se usan para reemplazar a trabajadores humanos en lugar de para generar nuevas profesiones. Además, las tecnologías que ofrecerían el mayor impacto en la productividad no se usan de forma masiva. Los coches autónomos, por ejemplo, todavía no dominan las carreteras. Los robots son bastante inútiles y siguen siendo escasos fuera del sector de la fabricación. Y la inteligencia artificial (IA) es un misterio para la mayoría de las empresas.
No es la primera vez que se da esta situación. En 1987, el economista del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT en EE. UU.) Robert Solow, que ese mismo año ganó el Premio Nobel de Economía por definir el papel de la innovación en el crecimiento económico, le dijo al New York Times que “se puede ver la era de los ordenadores en todas partes menos en las estadísticas de productividad“. Pero la cosa fue cambiando en los años siguientes a medida que la productividad empezó a aumentar a mediados y finales de la década de 1990.
Lo que está sucediendo ahora puede ser una “réplica de finales de la década de 1980”, señala el economista del MIT Erik Brynjolfsson. Los avances del aprendizaje automático y el reconocimiento de imágenes son “asombrosos”, pero para que se implementen de forma masiva será necesario un gran cambio. Para Brynjolfsson, este gran cambio “significa intercambiar información sobre inteligencia artificial y replantear un negocio para buscar nuevos modelos comerciales“.
Bajo este punto de vista, la IA representa lo que los historiadores económicos consideran como una “tecnología de propósito general”. Este concepto se refiere a inventos como la máquina de vapor, la electricidad y el motor de combustión interna. Todos ellos transformaron nuestra forma de vivir y trabajar, pero para ello, las empresas tuvieron que reinventarse y otras tecnologías complementarias tuvieron que crearse. Y ese proceso necesitó décadas.
Al ilustrar el potencial de la inteligencia artificial como una tecnología de propósito general, el investigador de la Escuela de Administración Sloan del MIT Scott Stern lo describe como un “método que ofrece un nuevo método de invención”. Un algoritmo de inteligencia artificial puede analizar grandes cantidades de datos, encontrar patrones ocultos dentro de ellos y predecir posibilidades para, por ejemplo, crear un mejor fármaco o un material para generar células fotoeléctricas más eficientes. Y afirma que tiene “el potencial de transformar la forma en la que creamos la innovación”.
Pero también advierte que no debemos esperar a que su impacto se refleje en las mediciones macroeconómicas a corto plazo. El experto detalla: “Si le digo que estamos teniendo una explosión de innovación, vuelva a consultarme en 2050 y le mostraré los impactos”. Y añade que las tecnologías de propósito general “tardan toda una vida en reorganizarse”.
A pesar de que estas tecnologías aparecen, tampoco hay ninguna garantía de que generen un gran impacto en la productividad, según el economista británico de Sloan John Van Reenen. Recuerda que Europa dejó pasar el espectacular aumento de productividad asociado a la revolución de tecnologías de la información de la década de 1990, en gran parte porque las empresas europeas, a diferencia de las estadounidenses, carecían de la flexibilidad para adaptarse.
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A pesar de vivir en plena era de la transformación digital, los espectaculares avances tecnológicos que nos rodean no están contribuyendo a aumentar la riqueza de los países. La IA es un misterio para las empresas y se limita a destruir empleos, y nadie sabe cómo extraer valor de Google y Facebook
Para que un país pueda aumentar su nivel de riqueza, primero necesita elevar su productividad. Este concepto se refiere al nivel de generación de bienes o servicios a partir de trabajo y capital. Para la mayoría de las personas, al menos en teoría, una mayor productividad ofrece la promesa de un aumento salarial y de abundantes oportunidades de trabajo.
Pero desde 2014, el crecimiento de la productividad en la mayoría de los países ricos ha sido deprimente. Y uno de sus peores rendimientos se ha producido en lo que los economistas llaman productividad total de los factores, un término que se refiere al impacto que la innovación y la tecnología tiene sobre la productividad general. En la era de Facebook, smartphones, vehículos autónomos y ordenadores que pueden derrotar a una persona en casi cualquier juego de mesa, ¿cómo es posible que la medida económica clave del progreso tecnológico sea tan patética? Los economistas han bautizado a este fenómeno como la “paradoja de la productividad”.
Algunos creen que el bajo impacto de la innovación en la productividad se debe a que las tecnologías actuales no son tan impresionantes como creemos. El principal defensor de ese punto de vista es el economista de la Universidad Northwestern (EE. UU.) Robert Gordon. En comparación con otros avances tecnológicos previos como el alcantarillado y el motor eléctrico, los avances actuales son pequeños y su impacto económico limitado.
Pero también hay quien piensa que la productividad sí está aumentando, y que el problema es que simplemente no sabemos medir el valor que generan servicios como Google y Facebook, particularmente cuando muchos de los beneficios son “gratuitos”.
Probablemente, ambos puntos de vista están malinterpretando la realidad. Lo cierto es que muchas nuevas tecnologías simplemente se usan para reemplazar a trabajadores humanos en lugar de para generar nuevas profesiones. Además, las tecnologías que ofrecerían el mayor impacto en la productividad no se usan de forma masiva. Los coches autónomos, por ejemplo, todavía no dominan las carreteras. Los robots son bastante inútiles y siguen siendo escasos fuera del sector de la fabricación. Y la inteligencia artificial (IA) es un misterio para la mayoría de las empresas.
No es la primera vez que se da esta situación. En 1987, el economista del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT en EE. UU.) Robert Solow, que ese mismo año ganó el Premio Nobel de Economía por definir el papel de la innovación en el crecimiento económico, le dijo al New York Times que “se puede ver la era de los ordenadores en todas partes menos en las estadísticas de productividad“. Pero la cosa fue cambiando en los años siguientes a medida que la productividad empezó a aumentar a mediados y finales de la década de 1990.
Lo que está sucediendo ahora puede ser una “réplica de finales de la década de 1980”, señala el economista del MIT Erik Brynjolfsson. Los avances del aprendizaje automático y el reconocimiento de imágenes son “asombrosos”, pero para que se implementen de forma masiva será necesario un gran cambio. Para Brynjolfsson, este gran cambio “significa intercambiar información sobre inteligencia artificial y replantear un negocio para buscar nuevos modelos comerciales“.
Bajo este punto de vista, la IA representa lo que los historiadores económicos consideran como una “tecnología de propósito general”. Este concepto se refiere a inventos como la máquina de vapor, la electricidad y el motor de combustión interna. Todos ellos transformaron nuestra forma de vivir y trabajar, pero para ello, las empresas tuvieron que reinventarse y otras tecnologías complementarias tuvieron que crearse. Y ese proceso necesitó décadas.
Al ilustrar el potencial de la inteligencia artificial como una tecnología de propósito general, el investigador de la Escuela de Administración Sloan del MIT Scott Stern lo describe como un “método que ofrece un nuevo método de invención”. Un algoritmo de inteligencia artificial puede analizar grandes cantidades de datos, encontrar patrones ocultos dentro de ellos y predecir posibilidades para, por ejemplo, crear un mejor fármaco o un material para generar células fotoeléctricas más eficientes. Y afirma que tiene “el potencial de transformar la forma en la que creamos la innovación”.
Pero también advierte que no debemos esperar a que su impacto se refleje en las mediciones macroeconómicas a corto plazo. El experto detalla: “Si le digo que estamos teniendo una explosión de innovación, vuelva a consultarme en 2050 y le mostraré los impactos”. Y añade que las tecnologías de propósito general “tardan toda una vida en reorganizarse”.
A pesar de que estas tecnologías aparecen, tampoco hay ninguna garantía de que generen un gran impacto en la productividad, según el economista británico de Sloan John Van Reenen. Recuerda que Europa dejó pasar el espectacular aumento de productividad asociado a la revolución de tecnologías de la información de la década de 1990, en gran parte porque las empresas europeas, a diferencia de las estadounidenses, carecían de la flexibilidad para adaptarse.
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