Se nos dice una y otra vez que los jóvenes de hoy en día son demasiado sensibles
y que hay que tener cuidado para que ciertas cosas no les ofendan o que
ciertos textos literarios les pueden traumatizar, incluyendo los textos de Shakespeare que generaciones anteriores aceptaban sin rechistar
¿Acaso los lectores y los asiduos al teatro de antes tenían más madurez
intelectual que la generación de “copos de nieve” actual?
En su edición de 1765 de Las Obras Completas de William Shakespeare, el gran crítico del siglo XVIII Samuel Johnson admitía que la lectura de algunas escenas de El rey Lear de Shakespeare le perturbaban extremadamente. La muerte de la hija de Lear, Cordelia, en el último acto de la tragedia le perturbó tanto que evitó volver a leer la escena hasta que se vio obligado a hacerlo por su trabajo como editor.
Además decía que el cegamiento del viejo Gloucester a la mitad de la obra era tan terrible que un espectador de teatro no podría soportarlo,
describiéndolo como un acto “demasiado horroroso para ser soportado en
una exhibición dramática”. ¿También era Johnson un copo de nieve? Si así
fuera, también lo habrían sido muchos otros en su día. Existe una larga
historia de censura y reescritura de las obras de Shakespeare para
hacer que resulten menos traumáticas a sus lectores y espectadores.
Censurando la violencia de Shakespeare
En 1681 el dramatista Nahum Tate reescribió El rey Lear con un nuevo final feliz
en el que tanto Cordelia y su padre sobrevivían y la nueva versión
resultó ser tan popular entre el público que la adaptación de Tate fue
la única versión de la obra que se escenificó durante los siguientes 150 años.
No solo eso, sino que Tito Andrónico, otra obra bastante violenta de Shakespeare, fue reescrita de forma parecida. En esta obra uno de los personajes femeninos es violado
y como consecuencia le cortan lengua y manos para prevenir que delate a
sus atacadores. Cuando la obra fue escenificada en Inglaterra en 1850,
todos estos factores fueron omitidos.
Tal y como escribía un crítico de la era:
“El desvirgamiento de Lavinia y la amputación de su lengua y de sus
manos… Se han omitido en su totalidad”. El crítico también comentaba
que la obra pasaba a parecer “no solamente presentable, sino que incluso
atractiva como resultado”.
La violencia no era lo único que les perburtaba a los lectores y espectadores de Shakespeare. La raza y la sexualidad también causaban problemas y el presidente estadounidense John Quincy Adams escribía
en 1786 que, aunque pensaba que Otelo era una gran obra en muchos
aspectos, la relación interracial central de la obra le parecía
“imprudente, desagradable e inconcebible”.
Otras figuras importantes también expresaron sus reservas sobre
varios aspectos de Shakespeare. La Reina Victoria, por ejemplo,
criticaba el humor sexual de las obras cuando escribía a su hija mayor
en 1859 que nunca había “tenido el valor” de ver Las alegres comadres
de Windsor en escena “habiendo siempre escuchado lo ordinaria que era,
puesto que tu adorado Shakespeare es terrible en ese aspecto y muchas
cosas han de ser omitidas en muchas obras”.
Censurando las obras impresas
Para contrarrestar estas y otras objeciones parecidas, se desarrolló un mercado de ediciones impresas censuradas de las obras. En 1815 Thomas y Harriet Bowdler publicaron La Familia Shakespeare
para “presentar al público una edición de las obras en las que el
padre, el guardián y el instructor de la juventud pueda poner sin temor
en manos del pupilo”.
Los Bowdler editaron 20 de las obras de Shakespeare para su
publicación, eliminando palabrotas y muchas de las referencias sexuales y
de violencia. También cambiaron tramas para que fueran menos
desoladores (la muerte de Ofelia en Hamlet, por ejemplo, pasó a ser un ahogamiento accidental para evitar perturbar a los lectores con la imagen de un aparente suicidio).
A los Bowdlers se les criticó
por algunos de sus contemporáneos de haber ido demasiado lejos a la
hora de manipular esos clásicos, pero su edición todavía era muy popular
y para finales del siglo XIX ya habían aparecido impresas otros cientos de versiones censuradas de obras de Shakespeare.
Raza, violencia, sexualidad, suicidio: muchas de las cosas que se dice resultan demasiado perturbadoras a los estudiantes de hoy en día eran exactamente lo que les molestaba a los lectores y espectadores de otros tiempos. Shakespeare nunca ha sido un dramaturgo inocuo o confortante y sus obras siempre han sido capaces de perturbar a su público.
Por supuesto, los detalles que resultan perturbadores pueden cambiar
con el tiempo: a la mayoría de las críticas contemporáneas de Otelo les
preocupa más si la representación del protagonista es racista o no
a que si la obra defiende el matrimonio interracial. Sea como fuere,
deberíamos replantearnos la idea de que existe algo único o
insólitamente frágil sobre los jóvenes de hoy en día en cuanto a su
reacción a Shakespeare cuando dicha afirmación se contradice con las
pruebas del pasado.
Autor: Rebecca Yearling, Universidad Keele.
Este artículo ha sido publicado originalmente en The Conversation. Puedes leer el artículo original aquí.
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Se nos dice una y otra vez que los jóvenes de hoy en día son demasiado sensibles y que hay que tener cuidado para que ciertas cosas no les ofendan o que ciertos textos literarios les pueden traumatizar, incluyendo los textos de Shakespeare que generaciones anteriores aceptaban sin rechistar ¿Acaso los lectores y los asiduos al teatro de antes tenían más madurez intelectual que la generación de “copos de nieve” actual?
En su edición de 1765 de Las Obras Completas de William Shakespeare, el gran crítico del siglo XVIII Samuel Johnson admitía que la lectura de algunas escenas de El rey Lear de Shakespeare le perturbaban extremadamente. La muerte de la hija de Lear, Cordelia, en el último acto de la tragedia le perturbó tanto que evitó volver a leer la escena hasta que se vio obligado a hacerlo por su trabajo como editor.
Además decía que el cegamiento del viejo Gloucester a la mitad de la obra era tan terrible que un espectador de teatro no podría soportarlo, describiéndolo como un acto “demasiado horroroso para ser soportado en una exhibición dramática”. ¿También era Johnson un copo de nieve? Si así fuera, también lo habrían sido muchos otros en su día. Existe una larga historia de censura y reescritura de las obras de Shakespeare para hacer que resulten menos traumáticas a sus lectores y espectadores.
Censurando la violencia de Shakespeare
En 1681 el dramatista Nahum Tate reescribió El rey Lear con un nuevo final feliz en el que tanto Cordelia y su padre sobrevivían y la nueva versión resultó ser tan popular entre el público que la adaptación de Tate fue la única versión de la obra que se escenificó durante los siguientes 150 años.
No solo eso, sino que Tito Andrónico, otra obra bastante violenta de Shakespeare, fue reescrita de forma parecida. En esta obra uno de los personajes femeninos es violado y como consecuencia le cortan lengua y manos para prevenir que delate a sus atacadores. Cuando la obra fue escenificada en Inglaterra en 1850, todos estos factores fueron omitidos.
Tal y como escribía un crítico de la era: “El desvirgamiento de Lavinia y la amputación de su lengua y de sus manos… Se han omitido en su totalidad”. El crítico también comentaba que la obra pasaba a parecer “no solamente presentable, sino que incluso atractiva como resultado”.
La violencia no era lo único que les perburtaba a los lectores y espectadores de Shakespeare. La raza y la sexualidad también causaban problemas y el presidente estadounidense John Quincy Adams escribía en 1786 que, aunque pensaba que Otelo era una gran obra en muchos aspectos, la relación interracial central de la obra le parecía “imprudente, desagradable e inconcebible”.
Otras figuras importantes también expresaron sus reservas sobre varios aspectos de Shakespeare. La Reina Victoria, por ejemplo, criticaba el humor sexual de las obras cuando escribía a su hija mayor en 1859 que nunca había “tenido el valor” de ver Las alegres comadres de Windsor en escena “habiendo siempre escuchado lo ordinaria que era, puesto que tu adorado Shakespeare es terrible en ese aspecto y muchas cosas han de ser omitidas en muchas obras”.
Censurando las obras impresas
Para contrarrestar estas y otras objeciones parecidas, se desarrolló un mercado de ediciones impresas censuradas de las obras. En 1815 Thomas y Harriet Bowdler publicaron La Familia Shakespeare para “presentar al público una edición de las obras en las que el padre, el guardián y el instructor de la juventud pueda poner sin temor en manos del pupilo”.
Los Bowdler editaron 20 de las obras de Shakespeare para su publicación, eliminando palabrotas y muchas de las referencias sexuales y de violencia. También cambiaron tramas para que fueran menos desoladores (la muerte de Ofelia en Hamlet, por ejemplo, pasó a ser un ahogamiento accidental para evitar perturbar a los lectores con la imagen de un aparente suicidio).
A los Bowdlers se les criticó por algunos de sus contemporáneos de haber ido demasiado lejos a la hora de manipular esos clásicos, pero su edición todavía era muy popular y para finales del siglo XIX ya habían aparecido impresas otros cientos de versiones censuradas de obras de Shakespeare.
Raza, violencia, sexualidad, suicidio: muchas de las cosas que se dice resultan demasiado perturbadoras a los estudiantes de hoy en día eran exactamente lo que les molestaba a los lectores y espectadores de otros tiempos. Shakespeare nunca ha sido un dramaturgo inocuo o confortante y sus obras siempre han sido capaces de perturbar a su público.
Por supuesto, los detalles que resultan perturbadores pueden cambiar con el tiempo: a la mayoría de las críticas contemporáneas de Otelo les preocupa más si la representación del protagonista es racista o no a que si la obra defiende el matrimonio interracial. Sea como fuere, deberíamos replantearnos la idea de que existe algo único o insólitamente frágil sobre los jóvenes de hoy en día en cuanto a su reacción a Shakespeare cuando dicha afirmación se contradice con las pruebas del pasado.
Autor: Rebecca Yearling, Universidad Keele.
Este artículo ha sido publicado originalmente en The Conversation. Puedes leer el artículo original aquí.
Traducido por Silvestre Urbón.
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