El proyecto comenzó en 2013, se liberó en 2015 y ya hay casi 300 personas en todo el mundo que usan el dispositivo “artesanal” para controlar automáticamente los niveles de azúcar en sangre y ajustar al segundo la entrega de insulina. ¿Y si la primera línea de innovación médica fuera los propios pacientes?
#wearenotwaiting
Tras acabar la carrera, Lewis se había mudado a Seattle, usaba un monitor de glucosa continuo y una bomba de insulina. La evolución de los mecanismos de este tipo ha sido alucinante, pero no era suficiente. Lewis vivía con miedo de que el sistema no fuera capaz de despertarla por la noche. Tenía un sueño muy profundo y eso puede ser un enorme problema.
En noviembre de 2013, leyó en twitter que alguien había conseguido sacar los datos de un monitor continuo de glucosa. Se trataba del proyecto nightscout.info de Costik y Lane (o una versión preliminar de él). Se puso en contacto con ellos y, con su código, se puso manos a la obra. En poco tiempo, consiguió conectar su monitor de glucosa al móvil y hacer las alarmas más fuertes. Mucho más fuertes.
Además, compartió los datos con su novio, que vivía en otro estado, y con su madre por si todo lo demás fallaba. Y menos mal, durante las primeras dos semanas tuvo dos incidentes en mitad de los cuales despertó sólo porque su novio la llamó por teléfono.
Este fue el momento de no retorno. Es lo que tiene la tecnología, una vez que la tenemos entre las manos siempre está susurrándonos frases para convencernos de que vayamos más allá. Primero fue un algoritmo que podía proveer futuras crisis a una hora vista. Más tarde pensó que lo mejor sería conectarlo a la bomba directamente. Así, si todo fallaba, la máquina podría suministrarle la medicación. Ahí estaba el páncreas artificial.
Era diciembre de 2014 y, en ese momento, comprendió que no podía guardárselo para ella. Fundó OpenAPS y lanzó el movimiento “We are no waiting” (“No estamos esperando”). Su bomba automática veía la luz un año antes que la primera autorizada por la FDA. Toda una llamada de atención a la industria farmacéutica, pero también para las autoridades.
Una “revolución” que no sabemos hacia dónde nos llevará
Y eso es lo más interesante: Lewis no es más que un ejemplo, hay muchos más. Vivimos un tiempo en que nos preguntamos en serio si es legítimo que las personas cambien su propio ADN, ¿cómo no va a haber pacientes experimentando con técnicas capaces de hacerles la vida más sencilla?
Como suele repetir Javier Arcos, la tecnología ha dado la vuelta a los dilemas bioéticos tradicionales: los controles trataban de evitar nuevos experimentos como el de Tuskegee (donde engañaron durante 40 años a 400 afroamericanos con sífilis para que no fueran tratados y, así, observar la progresión natural de la enfermedad).
Es decir, estaban diseñados para evitar que le hiciéramos cosas malas a los pacientes, no para evitar que se las hicieran ellos mismos. Ahora, con todo el potencial de la tecnología en las manos de los pacientes, la cuestión se pone muy cuesta arriba. ¿Cómo debemos afrontar la revolución médica que acaba de comenzar?
Imagen | Kelly Malone
A principios de 2017, Fast Company incluyó a Dana M. Lewis en su lista de los 100 americanos más creativos del momento. Tenía 28 años, diabetes tipo 1 y un páncreas artificial fabricado con una raspberry pi, varios dispositivos médicos comprados por internet y una docena de líneas de código.
El proyecto comenzó en 2013, se liberó en 2015 y ya hay casi 300 personas en todo el mundo que usan el dispositivo “artesanal” para controlar automáticamente los niveles de azúcar en sangre y ajustar al segundo la entrega de insulina. ¿Y si la primera línea de innovación médica fuera los propios pacientes?
#wearenotwaiting
Tras acabar la carrera, Lewis se había mudado a Seattle, usaba un monitor de glucosa continuo y una bomba de insulina. La evolución de los mecanismos de este tipo ha sido alucinante, pero no era suficiente. Lewis vivía con miedo de que el sistema no fuera capaz de despertarla por la noche. Tenía un sueño muy profundo y eso puede ser un enorme problema.
En noviembre de 2013, leyó en twitter que alguien había conseguido sacar los datos de un monitor continuo de glucosa. Se trataba del proyecto nightscout.info de Costik y Lane (o una versión preliminar de él). Se puso en contacto con ellos y, con su código, se puso manos a la obra. En poco tiempo, consiguió conectar su monitor de glucosa al móvil y hacer las alarmas más fuertes. Mucho más fuertes.
Además, compartió los datos con su novio, que vivía en otro estado, y con su madre por si todo lo demás fallaba. Y menos mal, durante las primeras dos semanas tuvo dos incidentes en mitad de los cuales despertó sólo porque su novio la llamó por teléfono.
Este fue el momento de no retorno. Es lo que tiene la tecnología, una vez que la tenemos entre las manos siempre está susurrándonos frases para convencernos de que vayamos más allá. Primero fue un algoritmo que podía proveer futuras crisis a una hora vista. Más tarde pensó que lo mejor sería conectarlo a la bomba directamente. Así, si todo fallaba, la máquina podría suministrarle la medicación. Ahí estaba el páncreas artificial.
Era diciembre de 2014 y, en ese momento, comprendió que no podía guardárselo para ella. Fundó OpenAPS y lanzó el movimiento “We are no waiting” (“No estamos esperando”). Su bomba automática veía la luz un año antes que la primera autorizada por la FDA. Toda una llamada de atención a la industria farmacéutica, pero también para las autoridades.
Una “revolución” que no sabemos hacia dónde nos llevará
Y eso es lo más interesante: Lewis no es más que un ejemplo, hay muchos más. Vivimos un tiempo en que nos preguntamos en serio si es legítimo que las personas cambien su propio ADN, ¿cómo no va a haber pacientes experimentando con técnicas capaces de hacerles la vida más sencilla?
Como suele repetir Javier Arcos, la tecnología ha dado la vuelta a los dilemas bioéticos tradicionales: los controles trataban de evitar nuevos experimentos como el de Tuskegee (donde engañaron durante 40 años a 400 afroamericanos con sífilis para que no fueran tratados y, así, observar la progresión natural de la enfermedad).
Es decir, estaban diseñados para evitar que le hiciéramos cosas malas a los pacientes, no para evitar que se las hicieran ellos mismos. Ahora, con todo el potencial de la tecnología en las manos de los pacientes, la cuestión se pone muy cuesta arriba. ¿Cómo debemos afrontar la revolución médica que acaba de comenzar?
Imagen | Kelly Malone
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