Cada vez que escucho eso de que “el mundo va a mejor“, siendo un ‘algo’ en el estómago. No sé muy bien cómo explicarlo: una especie de rechazo instintivo, una mezcla entre un “no puede ser” y un “eso no se lo cree nadie”. Y, sin embargo, luego miro los datos y parece que no queda más remedio que aceptarlo.
Y, ojo, sé que el pasado no es color de rosa. Es más, soy plenamente consciente de que nuestros sesgos “conspiran en secreto” para hacernos esclavos de la nostalgia. He escrito (y mucho) sobre ello. Pero al final del día, sigo resistiéndome a creer que vamos a mejor. Y, curiosamente, tiene su explicación científica.
Cuando teníamos todas las respuestas… Nos cambiaron todas las preguntas. Daniel Gilbert y su equipo de la Universidad de Harvard han estudiado por qué ocurre esto. Y la clave, lejos de estar en una ensoñación con el pasado, se encuentra en el presente. Según los autores, a medida que un problema se vuelve más raro, los seres humanos tendemos a redefinir el problema para ampliar su definición. De esa forma, el progreso “se enmascara”, explica Gilbert.
AzulOscuroCasiVioleta Gilbert y su equipo se dieron cuenta de la forma más extraña: jugando con los colores. En sus investigaciones, se dieron cuenta de que si pedían a un grupo de sujetos que organizaran un grupo de puntos de colores en solo dos categorías, la definición de esas categorías cambiaba según la cantidad de puntos que hubiera de uno y otro color.
En un primer momento, les dieron un conjunto formado por un 50% de puntos azules y un 50% de puntos violetas. En sucesivos ensayos, los investigadores fueron aumentando la cantidad de tonalidades violetas hasta que los sujetos llegaban a incluir como ‘azules’ tonalidades que al principio identificaban claramente con el violeta. Su idea de azul había cambiado. Allí. En vivo y en directo.
Más allá de los colores. Lo más interesante, sin duda, es que esa reconceptualización no se da solo con los colores. Los investigadores hicieron la prueba con la sensación de peligro o la evaluación ética de las situaciones. El resultado es siempre similar: al final del proceso, con solo cambiar las proporciones, el concepto cambiaba. Da igual que se evalúe la peligrosidad de una cara o el estándar ético de estudio científico.
Un problema de precisión En realidad, se trata de un problema que ha estado intrigando a los filósofos durante miles de años (y no exagero): la ‘paradoja del montón’ (“sorites”). Es decir, la inconsistencia (y vaguedad) de los conceptos que usamos normalmente. ¿Es que acaso existe una definición precisa para la palabra ‘azul’? ¿Para ‘ético’? ¿Para ‘progreso’?
Entre la ignorancia y la pereza. Tradicionalmente había dos grandes explicaciones: algunos filósofos pensaban que los conceptos vagos son una forma de ignorancia: hay un número exacto a partir del cual un montón deja de ser un montón, pero no sabemos cuál es. Otros pensaban que era una indecisión: cuando decimos ‘montón’ podríamos definir el número exacto, pero preferimos no hacerlo.
La filósofa de la vaguedad. Ninguna de esas soluciones satisfizo a Delia Graff Fara, la gran pensadora de la vaguedad. En el año 2000, Fara presentó una idea muy interesante: la vaguedad se debe a que los conceptos cambian (se articulan) alrededor de nuestros objetivos. Es decir, la definición no depende del dato objetivo, sino del fin que busca ese concepto.
Donde el sentido común no sirve de nada. Fara aplicó esta idea a cosas como los borrosos límites de la raza y la identidad, pero un cáncer cerebral se cruzó en su camino y dejó parte de su trabajo sin terminar. Ahora tenemos una comprobación experimental de la idea de Fara. Es más, tenemos motivos claros para señalar que nuestra historia personal tiene un papel clave en definir esos objetivos. Gilbert y su equipo han dado buenas razones para creer que el contexto (y la evolución histórica) juegan con nuestros sesgos para reconceptualizar los problemas.
No hay marcos neutrales. No obstante, esto tiene muchas lecturas. Lo que el trabajo de Gilbert y su equipo nos señala no es solo que nuestra percepción actual de los problemas es relativa, sino que la anterior también lo era. Es decir, va a ser muy difícil fijar un marco de referencia neutral (y preciso) para hablar de las conceptos que más usamos. Y ese quizás sea el gran problema que tiene el debate actual sobre el progreso.
Imagen: Jose Luis Magana/AP
Cada vez que escucho eso de que “el mundo va a mejor“, siendo un ‘algo’ en el estómago. No sé muy bien cómo explicarlo: una especie de rechazo instintivo, una mezcla entre un “no puede ser” y un “eso no se lo cree nadie”. Y, sin embargo, luego miro los datos y parece que no queda más remedio que aceptarlo.
Y, ojo, sé que el pasado no es color de rosa. Es más, soy plenamente consciente de que nuestros sesgos “conspiran en secreto” para hacernos esclavos de la nostalgia. He escrito (y mucho) sobre ello. Pero al final del día, sigo resistiéndome a creer que vamos a mejor. Y, curiosamente, tiene su explicación científica.
Cuando teníamos todas las respuestas… Nos cambiaron todas las preguntas. Daniel Gilbert y su equipo de la Universidad de Harvard han estudiado por qué ocurre esto. Y la clave, lejos de estar en una ensoñación con el pasado, se encuentra en el presente. Según los autores, a medida que un problema se vuelve más raro, los seres humanos tendemos a redefinir el problema para ampliar su definición. De esa forma, el progreso “se enmascara”, explica Gilbert.
AzulOscuroCasiVioleta Gilbert y su equipo se dieron cuenta de la forma más extraña: jugando con los colores. En sus investigaciones, se dieron cuenta de que si pedían a un grupo de sujetos que organizaran un grupo de puntos de colores en solo dos categorías, la definición de esas categorías cambiaba según la cantidad de puntos que hubiera de uno y otro color.
En un primer momento, les dieron un conjunto formado por un 50% de puntos azules y un 50% de puntos violetas. En sucesivos ensayos, los investigadores fueron aumentando la cantidad de tonalidades violetas hasta que los sujetos llegaban a incluir como ‘azules’ tonalidades que al principio identificaban claramente con el violeta. Su idea de azul había cambiado. Allí. En vivo y en directo.
Más allá de los colores. Lo más interesante, sin duda, es que esa reconceptualización no se da solo con los colores. Los investigadores hicieron la prueba con la sensación de peligro o la evaluación ética de las situaciones. El resultado es siempre similar: al final del proceso, con solo cambiar las proporciones, el concepto cambiaba. Da igual que se evalúe la peligrosidad de una cara o el estándar ético de estudio científico.
Un problema de precisión En realidad, se trata de un problema que ha estado intrigando a los filósofos durante miles de años (y no exagero): la ‘paradoja del montón’ (“sorites”). Es decir, la inconsistencia (y vaguedad) de los conceptos que usamos normalmente. ¿Es que acaso existe una definición precisa para la palabra ‘azul’? ¿Para ‘ético’? ¿Para ‘progreso’?
Entre la ignorancia y la pereza. Tradicionalmente había dos grandes explicaciones: algunos filósofos pensaban que los conceptos vagos son una forma de ignorancia: hay un número exacto a partir del cual un montón deja de ser un montón, pero no sabemos cuál es. Otros pensaban que era una indecisión: cuando decimos ‘montón’ podríamos definir el número exacto, pero preferimos no hacerlo.
La filósofa de la vaguedad. Ninguna de esas soluciones satisfizo a Delia Graff Fara, la gran pensadora de la vaguedad. En el año 2000, Fara presentó una idea muy interesante: la vaguedad se debe a que los conceptos cambian (se articulan) alrededor de nuestros objetivos. Es decir, la definición no depende del dato objetivo, sino del fin que busca ese concepto.
Donde el sentido común no sirve de nada. Fara aplicó esta idea a cosas como los borrosos límites de la raza y la identidad, pero un cáncer cerebral se cruzó en su camino y dejó parte de su trabajo sin terminar. Ahora tenemos una comprobación experimental de la idea de Fara. Es más, tenemos motivos claros para señalar que nuestra historia personal tiene un papel clave en definir esos objetivos. Gilbert y su equipo han dado buenas razones para creer que el contexto (y la evolución histórica) juegan con nuestros sesgos para reconceptualizar los problemas.
No hay marcos neutrales. No obstante, esto tiene muchas lecturas. Lo que el trabajo de Gilbert y su equipo nos señala no es solo que nuestra percepción actual de los problemas es relativa, sino que la anterior también lo era. Es decir, va a ser muy difícil fijar un marco de referencia neutral (y preciso) para hablar de las conceptos que más usamos. Y ese quizás sea el gran problema que tiene el debate actual sobre el progreso.
Imagen: Jose Luis Magana/AP
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