Antes de que el activista comunitario Marvis Phillips tuviera una conexión a internet en su piso de 18 metro cuadrados en San Francisco (EE. UU.), dependía del ordenador portátil de un amigo para llevar a cabo sus prolíficas campañas de redacción de cartas.
Phillips escribía cada carta a mano y las enviaba por correo, luego su amigo las mecanografiaba y mandaba los mensajes por correo electrónico y con formularios de comentarios online a los supervisores municipales, a las comisiones de planificación, a las autoridades estatales y a los representantes del Congreso estadounidense a quienes llevaba expresando sus opiniones desde hace más de 40 años.
Durante décadas, Phillips ha vivido en el edificio Alexander Residence, compuesto por 179 viviendas sociales donde, en teoría, el acceso a internet debería ser algo evidente: se encuentra a solo unas manzanas de las sedes de empresas como Twitter, Uber y Zendesk. Pero dado que sus ingresos fijos provienen principalmente de las prestaciones de la seguridad social, Phillips no podía pagar los costes de la conexión de banda ancha ni del dispositivo que necesitaba para conectarse.
A sus 65 años, admite: “Llevaba años deseando estar online, pero tengo que pagar el alquiler, comprar comida, había otras cosas más importantes”.
Desde que internet existe, ha estado marcado por una división entre los que lo tienen y los que no, una desigualdad que supone cada vez más riesgos para las personas atrapadas en el lado equivocado de la “persistente brecha digital“. Esa es una de las razones por las que Joe Biden, desde los primeros días de su campaña presidencial, prometió convertir la banda ancha universal en una prioridad.
Pero la pandemia de coronavirus (COVID-19) ha aumentado la urgencia de que Biden cumpla su promesa. La COVID-19 ha aumentado muchas desigualdades, incluida la “brecha de los deberes escolares“, que amenazaba con dejar atrás a los alumnos de bajos ingresos a medida que las clases se volvían online, así como el acceso a la atención médica, a las prestaciones por desempleo, a las comparecencias en los tribunales y, cada vez más, a la vacuna contra la COVID-19 y es que todo eso requiere una conexión a internet (o se lleva a cabo a través de internet).
Sin embargo, la posibilidad de que Biden consiga cerrar esa brecha depende de cómo defina el problema. ¿Se podrá arreglar solo con más infraestructura o se requieren programas sociales para abordar las brechas de asequibilidad y adopción?
La brecha oculta
Durante años, la brecha digital se consideró un problema mayoritariamente rural, y se han invertido miles de millones de euros en expandir la infraestructura de banda ancha y en financiar a empresas de telecomunicaciones para que amplíen su cobertura a zonas más remotas y desatendidas. Este persistente enfoque de caracterizar la brecha entre el entorno rural y el urbano ha dejado fuera a personas como Marvis Phillips, cuyo problema no es la disponibilidad de la conexión, sino el precio de los servicios de internet.
Al inicio de la pandemia, el impacto de la brecha digital quedó muy claro cuando las escuelas pasaron a la educación online. Las imágenes de alumnos obligados a estar sentados en aparcamientos de restaurantes para acceder a sus conexiones wifi gratuitas para poder asistir a sus clases virtuales demostraron cuán amplia sigue siendo la brecha digital en Estados Unidos.
La Comisión Federal de Comunicaciones de Estados Unidos (FCC, por sus siglas en inglés) tomó algunas medidas, pidiendo a los proveedores de servicios de internet que acordaran un compromiso voluntario para mantener los servicios activos y perdonar los recargos por pagos atrasados. La FCC no ha publicado los datos sobre cuántas personas se beneficiaron de ese compromiso, pero recibió centenares de quejas de que el programa no funcionaba según lo previsto.
La mujer escribió: “Tengo cuatro niños que van a la escuela y necesitan internet para hacer sus trabajos escolares online. Pagué mi factura de 221 dólares (185 euros) para volver a activar mis servicios. Era el último dinero que me quedaba y ahora no tengo con qué comprar comida para la semana”.
Otros mensajes también describen esa obligación de renunciar a la comida, a los pañales y a otras necesidades para mantener a las familias conectadas con las escuelas y el trabajo. La directora de Políticas de la organización de defensa del consumidor Free Press, Dana Floberg, detalla: “No se trata solo del número de personas que han perdido su conexión a internet porque no pueden pagarla. Creemos que una cantidad mucho mayor de personas no puede permitirse la conexión a internet, pero sacrifican otras necesidades”.
Según la portavoz de la FCC, Ann Veigle, estas quejas se envían a los proveedores, quienes “deben responder a la FCC y al consumidor por escrito en un plazo de 30 días”. Veigle no contestó a las preguntas sobre si los proveedores de servicios habían compartido informes o resultados con la FCC, cuántos suscriptores de bajos ingresos de telefonía e internet se han beneficiado del mencionado compromiso ni sobre cualquier otro resultado del programa.
Floberg asegura que la falta de datos es parte de un problema más amplio del enfoque de la FCC, ya que el expresidente Ajit Pai recategorizó internet de servicio público, como la electricidad, al menos regulado “servicio de información“. Floberg considera que restaurar la autoridad reguladora de la FCC como “el eje” hacia el “acceso y asequibilidad equitativos y universales” de internet de banda ancha, aumentando la competencia, a su vez daría como resultado un mejor servicio y precios más bajos.
Medir cosas equivocadas
Para estar online, Marvis Phillips necesitó tres meses de internet gratis, dos meses de formación y dos iPads donados, actualizados durante la pandemia para poder instalar Zoom y el sistema de llamadas de telesalud. Y como el ayuntamiento ordenó a la gente que se quedara en casa para evitar la propagación del virus, Phillips reconoce que internet se ha convertido en su “salvavidas”.
“La soledad y el aislamiento social son… un problema de justicia social y pobreza“, afirma la directora ejecutiva de la organización sin ánimo de lucro Little Brothers-Friends of the Elderly, Cathy Michalec, que ayudó a Phillips a conectarse como parte de su misión de apoyar a las personas mayores de bajos ingresos. Al igual que con otras soluciones para evitar la soledad (billetes de autobús para ir a un parque, entradas para un museo), la conexión a internet también requiere recursos económicos que muchos adultos mayores no tienen.
Todo eso demuestra cómo la política de banda ancha se ha centrado en una métrica equivocada, opina la antigua asesora del presidente demócrata de la FCC Tom Wheeler y eminente profesora del Instituto de Derecho de Política Tecnológica de Georgetown (EE. UU.), Gigi Sohn. En vez de centrarse en si las personas cuentan con la infraestructura de banda ancha, Sohn argumenta que la FCC debería medir el acceso a internet con una pregunta más simple: “¿La gente lo tiene en sus casas?”
Si esto se tuviera en cuenta, la brecha digital entre lo rural y urbano sería algo diferente. De acuerdo con el estudio del investigador principal del Technology Policy Institute, John Horrigan, en 2019 había 20,4 millones de hogares estadounidenses sin banda ancha, pero la gran mayoría eran urbanos: 5,1 millones estaban en zonas rurales y 15,3 millones estaban en ciudades.
Esto no quiere decir que las necesidades de internet de los residentes rurales no sean importantes, señala Sohn, pero destaca que centrarse únicamente en la infraestructura solo resuelve una parte del problema. Independientemente de por qué las personas no tienen acceso, Sohn cree que “no estamos donde deberíamos estar”.
Las políticas de banda ancha que abordan las brechas de adopción y asequibilidad están en el horizonte. En diciembre, el Congreso de EE. UU. aprobó un segundo paquete de estímulo para el coronavirus que se hizo esperar bastante y que incluía 5.855 millones de euros para una expansión urgente de la banda ancha, con casi la mitad (aproximadamente 2.676 millones de euros) reservados para ayudas de internet de 42 euros al mes para los hogares de bajos ingresos.
Esto es mucho más que el subsidio mensual de 7,74 euros proporcionado por el programa Lifeline de larga duración dela FCC. Sohn opina que este aumento es significativo y podría mantenerse. Y afirma: “En cuanto la gente lo consiga [el subsidio de 42 euros], se vuelve más difícil quitarlo, por lo que es de vital importancia manifestar el compromiso de esta forma”.
Mientras tanto, los cambios en el Senado y en la Casa Blanca abren la posibilidad de que el proyecto de ley que se estancó el año pasado se vuelva a revisar. La Ley de Internet Accesible y Asequible para Todos, promovida por el aliado cercano a Biden James Clyburn, propuso fondos para la expansión de banda ancha en áreas desatendidas, ayudas de 42 euros para internet y fondos para las organizaciones comunitarias y escuelas para fomentar la adopción. La propuesta se paralizó en el Senado de EE. UU., pero es probable que se revise bajo el liderazgo demócrata.
“¿A dónde llega la información?”
Este lento progreso coincide con un momento en el que la necesidad de tener internet en casa se ha vuelto más fuerte que nunca, con las citas para la vacunación contra la COVID-19 alojadas en páginas web complicadas de usar o directamente disfuncionales y con las nuevas citaciones disponibles anunciadas en redes sociales. Incluso para los que tienen la banda ancha, el proceso ha sido tan confuso que, en muchas familias, los nietos con más conocimientos digitales se registran en nombre de sus abuelos.
Michalec detalla: “He atendido 10 llamadas telefónicas en las últimas dos semanas de personas mayores”. La mayoría de sus preguntas eran del tipo: “¿Cuándo vamos a recibir la vacuna? He oído que hay que registrarse en un sitio web, pero no tengo teléfono móvil ni ordenador. ¿Qué se supone que debería hacer?”.
Mientras lucha por encontrar respuestas, Michalec se siente frustrada por la falta de una comunicación clara sobre las soluciones ya existentes. Ni ella ni ninguna de esas personas mayores conocían los subsidios de la FCC, a pesar de que cumplirían con los criterios de elegibilidad, afirma.
Tampoco sabía los beneficios que brindaría el más reciente paquete de estímulo por el coronavirus, a pesar de seguir de cerca las noticias. Y se pregunta: “¿A dónde llega esa información? ¿Cómo las personas podrían solicitar esas ayudas?“
Michalec cuenta que ha estado buscando el apoyo de algunas de las grandes empresas de tecnología ubicadas en su barrio y de las del área metropolitana de la Bahía (EE. UU). Asegura que ha escrito personalmente a Tim Cook de Apple, y también a los representantes de Google, pero hasta ahora, no ha tenido mucha suerte. Y afirma: “Estoy segura de que reciben cartas de este tipo todo el tiempo. No necesitamos los dispositivos más modernos. Yo sé… [que] tienen dispositivos por ahí”.
Mientras tanto, Marvis Phillips, continúa con su activismo comunitario desde su iPad. En estos días, sus correos electrónicos se centran en las contradicciones de las órdenes sanitarias sobre la COVID-19. Y cuenta: “Acabo de enviar un correo electrónico sobre la necesidad de salir a la calle para hacerse la prueba y vacunarse. ¿Cómo puede una persona ‘quedarse en casa’ si tiene que salir a hacer todo eso?”
Intenta mantenerse al tanto de los constantes cambios en las noticias y sobre la disponibilidad de las vacunas, y luego transmite esa información a otros miembros de la comunidad que no están tan conectados digitalmente.
Le gustaría que los trabajadores sanitarios pudieran simplemente ir de puerta en puerta administrando las vacunas, para que las poblaciones vulnerables por su condición médica, como casi todos en su edificio, pudieran realmente permanecer protegidas en casa.
Sigue enviando correos electrónicos a todos los que se le ocurren para que promulguen una política de este tipo, y se siente aliviado de poder usar internet para acceder al portal web de su proveedor de atención médica. Más adelante, explica, le saltará la alerta para pedir una cita. Y afirma: “A partir del jueves… todavía vacunan a los mayores de 75 años, pero eso podría cambiar la semana que viene. Lo reviso cada dos días más o menos”.
Todavía está esperando el bono del taxi que se le proporcionará para ir y volver del centro de vacunación, por lo que cuando aparezca la notificación, espera estar listo.
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Antes de que el activista comunitario Marvis Phillips tuviera una conexión a internet en su piso de 18 metro cuadrados en San Francisco (EE. UU.), dependía del ordenador portátil de un amigo para llevar a cabo sus prolíficas campañas de redacción de cartas.
Phillips escribía cada carta a mano y las enviaba por correo, luego su amigo las mecanografiaba y mandaba los mensajes por correo electrónico y con formularios de comentarios online a los supervisores municipales, a las comisiones de planificación, a las autoridades estatales y a los representantes del Congreso estadounidense a quienes llevaba expresando sus opiniones desde hace más de 40 años.
Durante décadas, Phillips ha vivido en el edificio Alexander Residence, compuesto por 179 viviendas sociales donde, en teoría, el acceso a internet debería ser algo evidente: se encuentra a solo unas manzanas de las sedes de empresas como Twitter, Uber y Zendesk. Pero dado que sus ingresos fijos provienen principalmente de las prestaciones de la seguridad social, Phillips no podía pagar los costes de la conexión de banda ancha ni del dispositivo que necesitaba para conectarse.
A sus 65 años, admite: “Llevaba años deseando estar online, pero tengo que pagar el alquiler, comprar comida, había otras cosas más importantes”.
Desde que internet existe, ha estado marcado por una división entre los que lo tienen y los que no, una desigualdad que supone cada vez más riesgos para las personas atrapadas en el lado equivocado de la “persistente brecha digital“. Esa es una de las razones por las que Joe Biden, desde los primeros días de su campaña presidencial, prometió convertir la banda ancha universal en una prioridad.
Pero la pandemia de coronavirus (COVID-19) ha aumentado la urgencia de que Biden cumpla su promesa. La COVID-19 ha aumentado muchas desigualdades, incluida la “brecha de los deberes escolares“, que amenazaba con dejar atrás a los alumnos de bajos ingresos a medida que las clases se volvían online, así como el acceso a la atención médica, a las prestaciones por desempleo, a las comparecencias en los tribunales y, cada vez más, a la vacuna contra la COVID-19 y es que todo eso requiere una conexión a internet (o se lleva a cabo a través de internet).
Sin embargo, la posibilidad de que Biden consiga cerrar esa brecha depende de cómo defina el problema. ¿Se podrá arreglar solo con más infraestructura o se requieren programas sociales para abordar las brechas de asequibilidad y adopción?
La brecha oculta
Durante años, la brecha digital se consideró un problema mayoritariamente rural, y se han invertido miles de millones de euros en expandir la infraestructura de banda ancha y en financiar a empresas de telecomunicaciones para que amplíen su cobertura a zonas más remotas y desatendidas. Este persistente enfoque de caracterizar la brecha entre el entorno rural y el urbano ha dejado fuera a personas como Marvis Phillips, cuyo problema no es la disponibilidad de la conexión, sino el precio de los servicios de internet.
Al inicio de la pandemia, el impacto de la brecha digital quedó muy claro cuando las escuelas pasaron a la educación online. Las imágenes de alumnos obligados a estar sentados en aparcamientos de restaurantes para acceder a sus conexiones wifi gratuitas para poder asistir a sus clases virtuales demostraron cuán amplia sigue siendo la brecha digital en Estados Unidos.
La Comisión Federal de Comunicaciones de Estados Unidos (FCC, por sus siglas en inglés) tomó algunas medidas, pidiendo a los proveedores de servicios de internet que acordaran un compromiso voluntario para mantener los servicios activos y perdonar los recargos por pagos atrasados. La FCC no ha publicado los datos sobre cuántas personas se beneficiaron de ese compromiso, pero recibió centenares de quejas de que el programa no funcionaba según lo previsto.
Quinientas páginas de estas quejas se publicaron el año pasado después de una solicitud de registros públicos de The Daily Dot. Entre ellas se encontraba una madre que explicó que la pandemia la estaba obligando a tomar unas decisiones imposibles. A pesar de la promesa de que no se quedaría sin conexión a internet por falta de pago, se la cortaron.
La mujer escribió: “Tengo cuatro niños que van a la escuela y necesitan internet para hacer sus trabajos escolares online. Pagué mi factura de 221 dólares (185 euros) para volver a activar mis servicios. Era el último dinero que me quedaba y ahora no tengo con qué comprar comida para la semana”.
Otros mensajes también describen esa obligación de renunciar a la comida, a los pañales y a otras necesidades para mantener a las familias conectadas con las escuelas y el trabajo. La directora de Políticas de la organización de defensa del consumidor Free Press, Dana Floberg, detalla: “No se trata solo del número de personas que han perdido su conexión a internet porque no pueden pagarla. Creemos que una cantidad mucho mayor de personas no puede permitirse la conexión a internet, pero sacrifican otras necesidades”.
Según la portavoz de la FCC, Ann Veigle, estas quejas se envían a los proveedores, quienes “deben responder a la FCC y al consumidor por escrito en un plazo de 30 días”. Veigle no contestó a las preguntas sobre si los proveedores de servicios habían compartido informes o resultados con la FCC, cuántos suscriptores de bajos ingresos de telefonía e internet se han beneficiado del mencionado compromiso ni sobre cualquier otro resultado del programa.
Floberg asegura que la falta de datos es parte de un problema más amplio del enfoque de la FCC, ya que el expresidente Ajit Pai recategorizó internet de servicio público, como la electricidad, al menos regulado “servicio de información“. Floberg considera que restaurar la autoridad reguladora de la FCC como “el eje” hacia el “acceso y asequibilidad equitativos y universales” de internet de banda ancha, aumentando la competencia, a su vez daría como resultado un mejor servicio y precios más bajos.
Medir cosas equivocadas
Para estar online, Marvis Phillips necesitó tres meses de internet gratis, dos meses de formación y dos iPads donados, actualizados durante la pandemia para poder instalar Zoom y el sistema de llamadas de telesalud. Y como el ayuntamiento ordenó a la gente que se quedara en casa para evitar la propagación del virus, Phillips reconoce que internet se ha convertido en su “salvavidas”.
“La soledad y el aislamiento social son… un problema de justicia social y pobreza“, afirma la directora ejecutiva de la organización sin ánimo de lucro Little Brothers-Friends of the Elderly, Cathy Michalec, que ayudó a Phillips a conectarse como parte de su misión de apoyar a las personas mayores de bajos ingresos. Al igual que con otras soluciones para evitar la soledad (billetes de autobús para ir a un parque, entradas para un museo), la conexión a internet también requiere recursos económicos que muchos adultos mayores no tienen.
Hay mucha gente como Phillips en San Francisco: según los datos de la alcaldía, 100.000 residentes, incluidos muchos mayores de 60 años, aún no tienen internet en casa. Además, los datos de Pew Research Trust muestran que, en 2019, solo el 59 % de las personas mayores en todo el país tenían banda ancha en su hogar, una cifra que se reduce aún más entre las personas con menores ingresos y niveles educativos, y cuyo idioma principal no es el inglés. Asimismo, la Oficina del Censo de EE. UU. estima que uno de cada tres hogares de personas con 65 años o más no tiene un ordenador.
Los precios de los planes de banda ancha en Estados Unidos cuestan una media de 55 euros al mes, según el informe de 2020 de New America Foundation, en comparación con los entre 8,5 euros y 12,5 euros que algunos estudios sugieren como precio asequible para hogares de bajos ingresos y los 8,32 euros mensuales que Phillips paga actualmente gracias a una subvención.
Todo eso demuestra cómo la política de banda ancha se ha centrado en una métrica equivocada, opina la antigua asesora del presidente demócrata de la FCC Tom Wheeler y eminente profesora del Instituto de Derecho de Política Tecnológica de Georgetown (EE. UU.), Gigi Sohn. En vez de centrarse en si las personas cuentan con la infraestructura de banda ancha, Sohn argumenta que la FCC debería medir el acceso a internet con una pregunta más simple: “¿La gente lo tiene en sus casas?”
Si esto se tuviera en cuenta, la brecha digital entre lo rural y urbano sería algo diferente. De acuerdo con el estudio del investigador principal del Technology Policy Institute, John Horrigan, en 2019 había 20,4 millones de hogares estadounidenses sin banda ancha, pero la gran mayoría eran urbanos: 5,1 millones estaban en zonas rurales y 15,3 millones estaban en ciudades.
Esto no quiere decir que las necesidades de internet de los residentes rurales no sean importantes, señala Sohn, pero destaca que centrarse únicamente en la infraestructura solo resuelve una parte del problema. Independientemente de por qué las personas no tienen acceso, Sohn cree que “no estamos donde deberíamos estar”.
Las políticas de banda ancha que abordan las brechas de adopción y asequibilidad están en el horizonte. En diciembre, el Congreso de EE. UU. aprobó un segundo paquete de estímulo para el coronavirus que se hizo esperar bastante y que incluía 5.855 millones de euros para una expansión urgente de la banda ancha, con casi la mitad (aproximadamente 2.676 millones de euros) reservados para ayudas de internet de 42 euros al mes para los hogares de bajos ingresos.
Esto es mucho más que el subsidio mensual de 7,74 euros proporcionado por el programa Lifeline de larga duración de la FCC. Sohn opina que este aumento es significativo y podría mantenerse. Y afirma: “En cuanto la gente lo consiga [el subsidio de 42 euros], se vuelve más difícil quitarlo, por lo que es de vital importancia manifestar el compromiso de esta forma”.
Mientras tanto, los cambios en el Senado y en la Casa Blanca abren la posibilidad de que el proyecto de ley que se estancó el año pasado se vuelva a revisar. La Ley de Internet Accesible y Asequible para Todos, promovida por el aliado cercano a Biden James Clyburn, propuso fondos para la expansión de banda ancha en áreas desatendidas, ayudas de 42 euros para internet y fondos para las organizaciones comunitarias y escuelas para fomentar la adopción. La propuesta se paralizó en el Senado de EE. UU., pero es probable que se revise bajo el liderazgo demócrata.
“¿A dónde llega la información?”
Este lento progreso coincide con un momento en el que la necesidad de tener internet en casa se ha vuelto más fuerte que nunca, con las citas para la vacunación contra la COVID-19 alojadas en páginas web complicadas de usar o directamente disfuncionales y con las nuevas citaciones disponibles anunciadas en redes sociales. Incluso para los que tienen la banda ancha, el proceso ha sido tan confuso que, en muchas familias, los nietos con más conocimientos digitales se registran en nombre de sus abuelos.
Michalec detalla: “He atendido 10 llamadas telefónicas en las últimas dos semanas de personas mayores”. La mayoría de sus preguntas eran del tipo: “¿Cuándo vamos a recibir la vacuna? He oído que hay que registrarse en un sitio web, pero no tengo teléfono móvil ni ordenador. ¿Qué se supone que debería hacer?”.
Mientras lucha por encontrar respuestas, Michalec se siente frustrada por la falta de una comunicación clara sobre las soluciones ya existentes. Ni ella ni ninguna de esas personas mayores conocían los subsidios de la FCC, a pesar de que cumplirían con los criterios de elegibilidad, afirma.
Tampoco sabía los beneficios que brindaría el más reciente paquete de estímulo por el coronavirus, a pesar de seguir de cerca las noticias. Y se pregunta: “¿A dónde llega esa información? ¿Cómo las personas podrían solicitar esas ayudas?“
Michalec cuenta que ha estado buscando el apoyo de algunas de las grandes empresas de tecnología ubicadas en su barrio y de las del área metropolitana de la Bahía (EE. UU). Asegura que ha escrito personalmente a Tim Cook de Apple, y también a los representantes de Google, pero hasta ahora, no ha tenido mucha suerte. Y afirma: “Estoy segura de que reciben cartas de este tipo todo el tiempo. No necesitamos los dispositivos más modernos. Yo sé… [que] tienen dispositivos por ahí”.
Mientras tanto, Marvis Phillips, continúa con su activismo comunitario desde su iPad. En estos días, sus correos electrónicos se centran en las contradicciones de las órdenes sanitarias sobre la COVID-19. Y cuenta: “Acabo de enviar un correo electrónico sobre la necesidad de salir a la calle para hacerse la prueba y vacunarse. ¿Cómo puede una persona ‘quedarse en casa’ si tiene que salir a hacer todo eso?”
Intenta mantenerse al tanto de los constantes cambios en las noticias y sobre la disponibilidad de las vacunas, y luego transmite esa información a otros miembros de la comunidad que no están tan conectados digitalmente.
Le gustaría que los trabajadores sanitarios pudieran simplemente ir de puerta en puerta administrando las vacunas, para que las poblaciones vulnerables por su condición médica, como casi todos en su edificio, pudieran realmente permanecer protegidas en casa.
Sigue enviando correos electrónicos a todos los que se le ocurren para que promulguen una política de este tipo, y se siente aliviado de poder usar internet para acceder al portal web de su proveedor de atención médica. Más adelante, explica, le saltará la alerta para pedir una cita. Y afirma: “A partir del jueves… todavía vacunan a los mayores de 75 años, pero eso podría cambiar la semana que viene. Lo reviso cada dos días más o menos”.
Todavía está esperando el bono del taxi que se le proporcionará para ir y volver del centro de vacunación, por lo que cuando aparezca la notificación, espera estar listo.
Fuente: MIT Technology Review
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