El Congreso de los Estados Unidos, al hilo de las investigaciones sobre la ya probada influencia rusa sobre la campaña electoral que llevó a Donald Trump a la Casa Blanca, anuncia medidas para controla las acciones publicitarias de las campañas electorales en el entorno digital, para tratar de ponerlas al mismo nivel de transparencia que poseen las acciones en otros canales tradicionales como radio, televisión o exterior: las plataformas publicitarias en la red deberán mantener una base de datos públicamente accesible con copias de todos los anuncios con contenido político que hayan publicado, qué criterios de segmentación utilizaron, quién los pagó y cuánto pagó por ellos.
Hasta el momento, los anuncios electorales en plataformas como Facebook recibían el mismo nivel de control que las acciones pequeñas como repartos de chapas, bolígrafos u objetos promocionales en los que no se consideraba adecuado añadir una nota con la información correspondiente, lo que en parte dio lugar a la entrada de actores que, amparados por esa falta de control, trataron, aparentemente con buenos resultados, de sesgar e influenciar los resultados de la campaña.
Hasta aquí, todo bien: que cualquiera que invierta más de quinientos dólares en un año en propaganda electoral en la red tenga que pasar por un nivel de control y figurar en una base de datos, algo que ya era obligatorio hacer si esa cantidad la invertía en carteles o en anuncios en radio o televisión, es algo que tiene bastante lógica. En un mundo en el que las campañas tienden cada vez más a utilizar el canal online por sus interesantes características de capacidad de segmentación y medición, interactividad, etc., lo lógico parece homologar el nivel de control y transparencia del canal online con el que ya existía en otros canales. Ahora bien… ¿suponen estas medidas la solución del problema?
Si alguien cree que ese nivel de control soluciona la posible injerencia de intereses extranjeros sobre las elecciones de un país, me temo que pecaría de una enorme ingenuidad. Las medidas, aunque positivas, no pueden evitar el problema, porque dejan fuera todas las acciones que no sean estrictamente propaganda electoral, sino de otro tipo: la creación de perfiles falsos, las acciones de participación y astroturfing en foros de todo tipo, la difusión de artículos y noticias con contenido político, etc. Según la información que Facebook, Google o Twitter están facilitando al fiscal especial que evalúa el caso, todo indica que el grueso de las acciones financiadas con dinero ruso no estuvieron únicamente destinadas a la inserción de anuncios, sino en muchos casos a la creación de acciones falsas, de perfiles inventados y de páginas supuestamente activistas que no hacían propaganda como tal, sino que llamaban la atención, difundían noticias y promovían la discusión en determinados temas.
Rusia, tras practicar en varias campañas en diversos países, parece haber encontrado la clave sobre cómo hackear unas elecciones: identificar los asuntos que más polarizan a los votantes y a la opinión pública, y crear perfiles, páginas y cuentas falsas dedicadas a elevar la tension de las discusiones al respecto. El racismo o el supremacismo blanco, por ejemplo, aunque obviamente nunca ha dejado de ser un problema en los Estados Unidos, hacía mucho tiempo que no entraba en la agenda política, y mucho más al nivel que lo hizo en esta campaña: según las investigaciones, algunas de las páginas y cuentas de Facebook o Twitter que más contribuyeron a estas discusiones, incluyendo supuestos activistas negros o páginas con exaltación del nazismo destinadas a sembrar división en el electorado, fueron creadas por intereses rusos y no tienen detrás a norteamericanos de carne y hueso: su única función era polarizar la campaña y elevar el tono para hacerlo más agrio. Auténtico ciberpopulismo: poner temas en la agenda y en la discusión política para movilizar a una parte del electorado y sesgar su voto hacia una opción determinada.
¿Pueden evitarse este tipo de acciones de interferencia electoral? Posiblemente, pero la respuesta va a tener que ser más coordinada y compleja que simplemente dotar a la propaganda electoral en la red de un nivel mayor de transparencia, porque el éxito de este tipo de acciones se basa precisamente en simular que no son propaganda electoral, que todos automáticamente descontamos, sino supuestas preocupaciones y acciones genuinas de parte del electorado. Una intromisión a todas luces ilegítima en la democracia, que debería ser adecuadamente corregida, porque responde, potencialmente, a intereses muy distintos a los de los ciudadanos y votantes. Cada uno es dueño de dejarse influenciar por lo que quiera y de votar a lo que estime oportuno, pero al menos, debería tener información completa sobre si el foro que le está influenciando o el usuario hiperactivista o incendiario que le lleva a cambiar el sentido de su voto o le decide a acudir a votar es real, es otro ciudadano como él, o es una tramoya cuidadosamente orquestada por un gobierno extranjero o por algún otro tipo de interés no necesariamente legítimo. Imagínalo en cualquier proceso electoral reciente: era la página de Facebook o la cuenta de Twitter que seguías y que llegó a influenciar tu voto o decidir tu participación el reflejo de un grupo de ciudadanos preocupados y dispuestos a movilizarse por esos temas, o era todo un teatro con perfiles falsos y financiado con fondos de un gobierno extranjero?
Llegar a un nivel de control de ese tipo, poder asegurar que aquellas plataformas que puedan influir en el voto de los ciudadanos tienen detrás intereses legítimos, parece una tarea sumamente compleja. Pero mientras tanto, no habrá ningunas elecciones, en ningún país, que puedan librarse de la sospecha de estar condicionadas por un gobierno que parece haberse especializado en este tipo de tácticas de manipulación, que parece haber aprendido y perfeccionado la técnica de apalancar los recursos de la red para manipular la democracia. Si alguien pensó que la democracia permanecería inmune a la influencia de lo digital, que vaya perdiendo la inocencia y la ingenuidad.
El Congreso de los Estados Unidos, al hilo de las investigaciones sobre la ya probada influencia rusa sobre la campaña electoral que llevó a Donald Trump a la Casa Blanca, anuncia medidas para controla las acciones publicitarias de las campañas electorales en el entorno digital, para tratar de ponerlas al mismo nivel de transparencia que poseen las acciones en otros canales tradicionales como radio, televisión o exterior: las plataformas publicitarias en la red deberán mantener una base de datos públicamente accesible con copias de todos los anuncios con contenido político que hayan publicado, qué criterios de segmentación utilizaron, quién los pagó y cuánto pagó por ellos.
Hasta el momento, los anuncios electorales en plataformas como Facebook recibían el mismo nivel de control que las acciones pequeñas como repartos de chapas, bolígrafos u objetos promocionales en los que no se consideraba adecuado añadir una nota con la información correspondiente, lo que en parte dio lugar a la entrada de actores que, amparados por esa falta de control, trataron, aparentemente con buenos resultados, de sesgar e influenciar los resultados de la campaña.
Hasta aquí, todo bien: que cualquiera que invierta más de quinientos dólares en un año en propaganda electoral en la red tenga que pasar por un nivel de control y figurar en una base de datos, algo que ya era obligatorio hacer si esa cantidad la invertía en carteles o en anuncios en radio o televisión, es algo que tiene bastante lógica. En un mundo en el que las campañas tienden cada vez más a utilizar el canal online por sus interesantes características de capacidad de segmentación y medición, interactividad, etc., lo lógico parece homologar el nivel de control y transparencia del canal online con el que ya existía en otros canales. Ahora bien… ¿suponen estas medidas la solución del problema?
Si alguien cree que ese nivel de control soluciona la posible injerencia de intereses extranjeros sobre las elecciones de un país, me temo que pecaría de una enorme ingenuidad. Las medidas, aunque positivas, no pueden evitar el problema, porque dejan fuera todas las acciones que no sean estrictamente propaganda electoral, sino de otro tipo: la creación de perfiles falsos, las acciones de participación y astroturfing en foros de todo tipo, la difusión de artículos y noticias con contenido político, etc. Según la información que Facebook, Google o Twitter están facilitando al fiscal especial que evalúa el caso, todo indica que el grueso de las acciones financiadas con dinero ruso no estuvieron únicamente destinadas a la inserción de anuncios, sino en muchos casos a la creación de acciones falsas, de perfiles inventados y de páginas supuestamente activistas que no hacían propaganda como tal, sino que llamaban la atención, difundían noticias y promovían la discusión en determinados temas.
Rusia, tras practicar en varias campañas en diversos países, parece haber encontrado la clave sobre cómo hackear unas elecciones: identificar los asuntos que más polarizan a los votantes y a la opinión pública, y crear perfiles, páginas y cuentas falsas dedicadas a elevar la tension de las discusiones al respecto. El racismo o el supremacismo blanco, por ejemplo, aunque obviamente nunca ha dejado de ser un problema en los Estados Unidos, hacía mucho tiempo que no entraba en la agenda política, y mucho más al nivel que lo hizo en esta campaña: según las investigaciones, algunas de las páginas y cuentas de Facebook o Twitter que más contribuyeron a estas discusiones, incluyendo supuestos activistas negros o páginas con exaltación del nazismo destinadas a sembrar división en el electorado, fueron creadas por intereses rusos y no tienen detrás a norteamericanos de carne y hueso: su única función era polarizar la campaña y elevar el tono para hacerlo más agrio. Auténtico ciberpopulismo: poner temas en la agenda y en la discusión política para movilizar a una parte del electorado y sesgar su voto hacia una opción determinada.
¿Pueden evitarse este tipo de acciones de interferencia electoral? Posiblemente, pero la respuesta va a tener que ser más coordinada y compleja que simplemente dotar a la propaganda electoral en la red de un nivel mayor de transparencia, porque el éxito de este tipo de acciones se basa precisamente en simular que no son propaganda electoral, que todos automáticamente descontamos, sino supuestas preocupaciones y acciones genuinas de parte del electorado. Una intromisión a todas luces ilegítima en la democracia, que debería ser adecuadamente corregida, porque responde, potencialmente, a intereses muy distintos a los de los ciudadanos y votantes. Cada uno es dueño de dejarse influenciar por lo que quiera y de votar a lo que estime oportuno, pero al menos, debería tener información completa sobre si el foro que le está influenciando o el usuario hiperactivista o incendiario que le lleva a cambiar el sentido de su voto o le decide a acudir a votar es real, es otro ciudadano como él, o es una tramoya cuidadosamente orquestada por un gobierno extranjero o por algún otro tipo de interés no necesariamente legítimo. Imagínalo en cualquier proceso electoral reciente: era la página de Facebook o la cuenta de Twitter que seguías y que llegó a influenciar tu voto o decidir tu participación el reflejo de un grupo de ciudadanos preocupados y dispuestos a movilizarse por esos temas, o era todo un teatro con perfiles falsos y financiado con fondos de un gobierno extranjero?
Llegar a un nivel de control de ese tipo, poder asegurar que aquellas plataformas que puedan influir en el voto de los ciudadanos tienen detrás intereses legítimos, parece una tarea sumamente compleja. Pero mientras tanto, no habrá ningunas elecciones, en ningún país, que puedan librarse de la sospecha de estar condicionadas por un gobierno que parece haberse especializado en este tipo de tácticas de manipulación, que parece haber aprendido y perfeccionado la técnica de apalancar los recursos de la red para manipular la democracia. Si alguien pensó que la democracia permanecería inmune a la influencia de lo digital, que vaya perdiendo la inocencia y la ingenuidad.
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