El ministro de seguridad de Reino Unido, Ben Wallace, anunciaba recientemente que el ejecutivo plantea crear una suerte de impuesto a las plataformas digitales que “no colaboren” con el gobierno inglés.
Como recogía estos días el Sunday Times (EN), según Wallace estas compañías son “especuladores insaciables” que hacen más bien poco para combatir el extremismo y el terrorismo mundial.
Y esto, conlleva un gasto de “cientos de millones de libras” que acaban por recaer en las agencias de seguridad del estado.
La idea por tanto es dividir esfuerzos, y que compañías como Facebook o Google financien aunque sea parte de esos recursos necesarios.
Por supuesto aprovechó la ocasión para señalar la falta de rapidez a la hora de retirar contenido que podría estar radicalizando en estos momentos a miles de personas. Un mantra que el gobierno inglés lleva años exigiendo.
El problema, al menos bajo mi humilde opinión, es que se obvia que la solución al terrorismo no pasa por mayor control, sino precisamente con mayor acceso a la información (ES).
Claro que plataformas como Facebook, Twitter o Google han ayudado a que las voces radicales cobren mayor protagonismo, principalmente por la capacidad de estas redes de viralizar aquel contenido que simpatiza con una minoría bien organizada, y por la debilidad que han demostrado a la hora de enfrentarse a tergiversaciones en su uso bien planificadas (ES).
Pero a la vez, son una gran herramienta para formar y educar a la sociedad. La mejor y más potente que a día de hoy tenemos, de hecho.
El pretender que sea cada gobierno el que decida qué contenido debe o no difundirse en derroteros digitales atenta, de facto, contra el derecho de libre expresión, recogido en la amplia mayoría de constituciones occidentales.
Los malos, sean los terroristas, sean los pedófilos o sea el enemigo que en cada momento queremos considerar, va a seguir buscando maneras alternativas de realizar sus fechorías. Si se controlan las redes generalistas, empezarán a utilizar redes menos convencionales, o saldrán otras nuevas cuyo objetivo no es facilitarles la vida a los malos, sino precisamente proteger los intereses del grueso de la sociedad.
Y al final quien paga el pato no son los que deberían pagarlo, sino justamente el usuario de a pie.
Hay que dejar claro que aquí, ni las compañías, ni los gobiernos son enemigos. Simplemente cada uno barre para donde les interesa. Los primeros anteponiendo normalmente el dinero frente a lo social, y los segundos el control frente a las libertades del ciudadano.
El corolario con el que quiero que se quede es que hallar el punto medio es realmente complicado. Hablamos de encontrar un espacio de debate en el que por un lado se garantice hasta el extremo la limitación artificial del acceso a contenido claramente nocivo para el colectivo sin que ello repercuta en la capacidad de cualquiera de nosotros de expresarnos libremente, pese a que nuestras opiniones no cuenten con el beneplácito del grueso de la sociedad. De que estas herramientas ofrezcan de manera lo más inmediata posible respuesta a cualquier intento de tergiversación… sin olvidarnos que lo que les ha hecho llegar a donde están es precisamente el estar pseudo-moderadas por el colectivo, no por la empresa que está detrás. De que las agencias de inteligencia y los cuerpos de seguridad tengan comunicación directa con ellas con el fin de, petición judicial en mano, agilizar hasta el extremo las causas en las que el acceso a la información que albergan estas plataformas nos serviría para eliminar una célula terrorista o pillar infraganti a un pedófilo, asegurando de paso la privacidad de las comunicaciones tanto de puertas a fuera (ciberataques) como de puertas adentro (potenciales fugas de información)…
Todo obviando que cada país es un mundo a nivel legislativo, que requeriría por tanto de diferentes “Internets” para cada frontera, y que ello echaría al traste justo lo que hace de Internet un espacio lo más neutral posible.
No nos queda nada por debatir…
El ministro de seguridad de Reino Unido, Ben Wallace, anunciaba recientemente que el ejecutivo plantea crear una suerte de impuesto a las plataformas digitales que “no colaboren” con el gobierno inglés.
Como recogía estos días el Sunday Times (EN), según Wallace estas compañías son “especuladores insaciables” que hacen más bien poco para combatir el extremismo y el terrorismo mundial.
Y esto, conlleva un gasto de “cientos de millones de libras” que acaban por recaer en las agencias de seguridad del estado.
La idea por tanto es dividir esfuerzos, y que compañías como Facebook o Google financien aunque sea parte de esos recursos necesarios.
Por supuesto aprovechó la ocasión para señalar la falta de rapidez a la hora de retirar contenido que podría estar radicalizando en estos momentos a miles de personas. Un mantra que el gobierno inglés lleva años exigiendo.
El problema, al menos bajo mi humilde opinión, es que se obvia que la solución al terrorismo no pasa por mayor control, sino precisamente con mayor acceso a la información (ES).
Claro que plataformas como Facebook, Twitter o Google han ayudado a que las voces radicales cobren mayor protagonismo, principalmente por la capacidad de estas redes de viralizar aquel contenido que simpatiza con una minoría bien organizada, y por la debilidad que han demostrado a la hora de enfrentarse a tergiversaciones en su uso bien planificadas (ES).
Pero a la vez, son una gran herramienta para formar y educar a la sociedad. La mejor y más potente que a día de hoy tenemos, de hecho.
El pretender que sea cada gobierno el que decida qué contenido debe o no difundirse en derroteros digitales atenta, de facto, contra el derecho de libre expresión, recogido en la amplia mayoría de constituciones occidentales.
Los malos, sean los terroristas, sean los pedófilos o sea el enemigo que en cada momento queremos considerar, va a seguir buscando maneras alternativas de realizar sus fechorías. Si se controlan las redes generalistas, empezarán a utilizar redes menos convencionales, o saldrán otras nuevas cuyo objetivo no es facilitarles la vida a los malos, sino precisamente proteger los intereses del grueso de la sociedad.
Y al final quien paga el pato no son los que deberían pagarlo, sino justamente el usuario de a pie.
Hay que dejar claro que aquí, ni las compañías, ni los gobiernos son enemigos. Simplemente cada uno barre para donde les interesa. Los primeros anteponiendo normalmente el dinero frente a lo social, y los segundos el control frente a las libertades del ciudadano.
El corolario con el que quiero que se quede es que hallar el punto medio es realmente complicado. Hablamos de encontrar un espacio de debate en el que por un lado se garantice hasta el extremo la limitación artificial del acceso a contenido claramente nocivo para el colectivo sin que ello repercuta en la capacidad de cualquiera de nosotros de expresarnos libremente, pese a que nuestras opiniones no cuenten con el beneplácito del grueso de la sociedad. De que estas herramientas ofrezcan de manera lo más inmediata posible respuesta a cualquier intento de tergiversación… sin olvidarnos que lo que les ha hecho llegar a donde están es precisamente el estar pseudo-moderadas por el colectivo, no por la empresa que está detrás. De que las agencias de inteligencia y los cuerpos de seguridad tengan comunicación directa con ellas con el fin de, petición judicial en mano, agilizar hasta el extremo las causas en las que el acceso a la información que albergan estas plataformas nos serviría para eliminar una célula terrorista o pillar infraganti a un pedófilo, asegurando de paso la privacidad de las comunicaciones tanto de puertas a fuera (ciberataques) como de puertas adentro (potenciales fugas de información)…
Todo obviando que cada país es un mundo a nivel legislativo, que requeriría por tanto de diferentes “Internets” para cada frontera, y que ello echaría al traste justo lo que hace de Internet un espacio lo más neutral posible.
No nos queda nada por debatir…
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