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¿Es la tecnología una amenaza para la democracia?

La democracia es frágil como el cristal de Murano. La democracia es fuerte como el titanio. Desde hace siglos, en esta forma de gobierno habita esa paradoja. Un eterno retorno que se ha fracturado por la tecnología. Estamos en 2011. La voz llega desde Egipto. La imagen es un teléfono móvil. Plataformas como Twitter o Facebook fueron esenciales para iluminar la Primavera Árabe en el país. Su capacidad de movilización consiguió derrocar al dictador Hosni Mubarak. «Pero por falta de liderazgo la revolución fracasó», explicaba a principios de año en la Conferencia de Seguridad de Múnich Kofi Annan (1938-2018), antiguo secretario general de la Naciones Unidades. «Los militares volvieron y han tomado el poder. Ahora están haciendo cosas que ni Mubarak se hubiera atrevido».

Ambas situaciones revelan la vulnerabilidad de la democracia y el enorme poder de las plataformas digitales para cambiar la realidad y la vida. Para lo bueno y lo malo. Entre medias, «nos hemos convertido en mercancía», critica el consultor y analista Antoni Gutiérrez-Rubí. «Esto se nota y se transfiere al ámbito de la vulnerabilidad política». Lo cuentan los meridianos del planeta, lo cuenta la historia reciente. Los seguidores del ultraderechista Jair Bolsonaro, el nuevo presidente brasileño, utilizaron durante la campaña electoral la aplicación WhatsApp (propiedad de Facebook) para mandar millones de mensajes manipulados a los móviles de sus conciudadanos. Enviaron fotografías de miembros del Partido de los Trabajadores celebrando la Revolución Cubana con Fidel Castro, audios manipulados que tergiversaban las políticas de su rival Fernando Haddad y directamente noticias falsas. La estrategia funcionó. WhatsApp es un instrumento esencial en la comunicación del país. Lo utilizan 120 de sus 210 millones de ciudadanos. La preocupación es profunda. El año que viene habrá elecciones en una docena de democracias africanas y son igual de vulnerables que la brasileña. No sabemos qué sucederá. Solo hay una sensación que recorre el mundo. «Las plataformas que parecían creadas para ampliar la libertad se han vuelto en contra. No son un espacio neutro. Hay puertas traseras por las que se pueden colar los Gobiernos», analiza Liliana Arroyo, investigadora del Instituto de Innovación Social de Esade. En Myanmar, donde Facebook es para muchos una de las principales fuentes de noticias, la red social ha contribuido a expandir el odio hacia los rohingya, que han sufrido una limpieza étnica. ¿Cómo hemos llegado hasta este dolor?

Todas estas plataformas, esencialmente estadounidenses, han ido creciendo desde los tiempos de Barack Obama guiadas por sus propias reglas. No ha existido ninguna regulación. Han vivido en la Arcadia del laissez faire, laissez passer. En este tiempo, han sofisticado sus técnicas, sus algoritmos, su influencia. En menos de una década, Google y Facebook se han convertido en un duopolio virtual en el mercado de la publicidad digital. Y Europa no ha podido responder sometida a lo que Andrés Ortega, investigador asociado del Real Instituto Elcano, denomina «colonialismo digital». La información ha quedado al pairo de sus intereses y el viento rola en contra de la verdad y el equilibrio. Una investigación de comienzos de 2018 del periódico Wall Street Journal descubrió que las recomendaciones del algoritmo de YouTube (propiedad de Google) están programadas para conducir al usuario hacia los contenidos más extremos de su búsqueda. Una forma de captar su atención. Y también de llevar las opiniones y las visiones políticas hacia el borde del acantilado. «Existen razones que apuntan hacia la existencia de una relación entre populismo y redes sociales, algo que invita a una reflexión: cómo contribuye a este fenómeno la estructura supuestamente simplista de estas redes. ¿Te gusta lo que estás leyendo? Dale a ‘me gusta’ y comenta elogiándolo. ¿No te gusta, o tienes una opinión diferente? Critícalo, publica un comentario incendiario, atácalo con toda paz: no pasa nada», reflexiona Enrique Dans, profesor de innovación del Instituto de Empresa. «Como la persona que lo ha escrito no está delante de ti, tu córtex prefrontal no actúa inhibiendo respuestas agresivas, y, además, la falta de sincronía de la comunicación elimina la necesidad de una búsqueda de consenso». Una tormenta perfecta. Estas plataformas crean voces que solo se escuchan a sí mismas.

Esa es una de las razones que explica el destrozo político que estas herramientas digitales han causado en los últimos años, sobre todo en las posiciones y partidos de izquierdas. Detrás está el voto a favor del brexit y el éxito de la extrema derecha en Hungría, Alemania, España, Suecia, Francia o Polonia. Porque la falsedad vende y viaja más veloz que la certeza. Acorde con un trabajo del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), la mentira se difunde significativamente más lejos, más rápido y de forma más amplia que la verdad. «Los rumores, las fake news y la desinformación no son algo nuevo en la sociedad, lo que resulta nuevo es la escala y la velocidad a la que hoy pueden circular», apunta Megha Kumar, analista de riesgos de la consultora británica Oxford Analytica. «Por eso la manipulación de los votantes por parte de las redes sociales puede afectar a los resultados electorales». Vivimos, diríase, entre bancos de niebla. Vivimos bajo una democracia amenazada. «Pero de una forma que la gente no ve fácilmente», advierte Jamie Bartlett, responsable del Centro para el Análisis de los Medios Sociales (CAMS, por sus siglas en inglés). «Muchos piensan que Internet es bueno para la democracia porque da voz a las personas. Esto es positivo, pero nos ciega de las amenazas que a largo plazo suponen estas tecnologías. Nos estamos convirtiendo en mucho más emocionales y tribales en nuestras formas de identidad. Construimos enormes monopolios digitales que son difíciles de controlar y nuestro sistema policial sufre para atajar el crimen online. Todas estas cosas hacen que la democracia funcione como un espacio de gobierno en el que la gente confía y apoya. Pero cuando las personas dejan de creer en la democracia, buscan alternativas: que siempre son peores».

Casos como la injerencia rusa en las elecciones presidenciales estadounidenses de 2016 o el escándalo de Cambridge Analytica evidencian que ese peligro atardece en el horizonte. Este viaje al fondo de la noche hubiera sido impensable sin la debilidad de los antiguos guardianes de la información. Las redes y sus usuarios han arrinconado a los medios de comunicación, las organizaciones no gubernamentales, las instituciones académicas; el ágora. Además, los algoritmos, esa intrincada gramática de cifras, no son canales neutrales por donde circulan por igual la verdad y la mentira. Ganan dinero manteniendo a las personas fieles a sus webs y aplicaciones. Reforzando sus ideas. Se alinean con quienes extienden la desinformación y promueven los prejuicios. Todo genera una imagen de extrema fragilidad. Social y económica. En abril de 2014, recuerda Yves Kramer, gestor del fondo Pictet Security, los hackers accedieron a la cuenta de Twitter de Associated Press (AP) en Estados Unidos y enviaron un mensaje informando de un atentado contra Barack Obama. La falsa noticia provocó pérdidas de 136.000 millones de dólares (120.000 millones de euros) en el New York Stock Exchange en cuestión de segundos.

democracia

Pocas herramientas como los bots (cuentas para la difusión masiva automatizada) tienen capacidad para proponer una subversión del orden democrático. Pocas poseen esa posibilidad de fractura. Se estima que Twitter detecta unos 3,3 millones de cuentas sospechosas a la semana. No existen cifras exactas, aunque podría haber más de cincuenta millones de bots. Y su impacto sobre las urnas provoca grietas. «En las elecciones y durante momentos críticos para la vida pública en todo el mundo, los bots han distorsionado el discurso, amplificado las voces extremistas y suprimido a la disidencia política», alerta Lisa-Maria Neudert, investigadora del Oxford Internet Institute. Facebook y Twitter están cerrando esas cuentas por millones, pero todavía siguen creando mensajes en las redes sociales. Sin hacer demasiado ruido, se expanden a través de canales que no son públicos, como grupos de WhatsApp o Facebook Messenger.

Sin embargo, el mundo en el que vivimos resulta aún más complicado. No todos los pecados son digitales ni todos los lava la tecnología. El Gobierno ruso puede, por ejemplo, haber utilizado las plataformas para influir en las elecciones estadounidenses, pero no creó las condiciones de fractura social, ni la debilidad de los medios de comunicación ni la enorme desigualdad económica, que ha sido la placa de Petri donde se ha cultivado el problema. Tampoco originó la Gran Recesión de 2008. Y nadie le puede culpar de la pérdida de millones de puestos de trabajo en Estados Unidos, que fueron reemplazados por otros de peor calidad. Como tampoco es responsable del enriquecimiento ilícito de una élite o de la creación de una red de paraísos fiscales a escala planetaria donde las grandes corporaciones y los ricos pueden acumular una ingente cantidad de dinero sin tributar nada al sistema público.

En este paisaje, donde el sol cae a plomo sobre la sociedad, existen voces que miran al astro de otra manera. No han sido deslumbrados por la amenaza de las plataformas. Para ellos, la división que, por ejemplo, se gesta en Estados Unidos procede de otra tecnología ajena a las redes sociales. «Según nuestros estudios, el aumento de la polarización política que se vive en el país está muy relacionado con la televisión por cable», revela Levi Boxell, economista en la Universidad de Stanford. En particular, con el auge de canales conservadores como Fox News y MSNBC. También enfrían la influencia de la intromisión rusa en las elecciones presidenciales. «El porcentaje de voto republicano en los comicios de 2016 fue más alto entre los grupos menos activos online», precisa Jesse Shapiro, profesor de economía en Brown University.

Televisión, Twitter, Facebook, YouTube… Da igual. La democracia sufre las tensiones de la manipulación y el ser humano se siente desprotegido frente a una avalancha que la tecnología lleva al límite. Una startup llamada Lyrebird (ave-lira en español) ha creado un sistema que puede imitar y reproducir con precisión las voces humanas. Ha subido a la Red posts que muestran a Barack Obama y Donald Trump diciendo cosas totalmente inventadas. La empresa se ha comprometido a que solo permitirá la duplicación bajo permiso. Pero no todo el mundo será tan escrupuloso. La comunicación empieza a parecer un espejismo. ¿Cómo protegerse de esta ilusión? «El futuro a corto plazo es colaborar con las plataformas para que lleguen a algún tipo de autorregulación, porque no tenemos capacidad punitiva frente a sus excesos», aconseja Antoni Gutiérrez-Rubí. También es posible caminar sendas distintas. «Podemos usar nuevas plataformas sociales y motores de búsqueda. Hay alternativas a Google o Facebook, aunque las usa poca gente. Pero si nadie las utiliza, no pueden mejorar. Así que alguien tiene que empezar», valora Jamie Bartlett. Sin duda, la verdad sigue estando ahí fuera. Sin embargo, reconocerla estos días es atravesar a ciegas el laberinto del minotauro. Necesitamos el hilo de Ariadna. «Hay algunas directrices que permiten discriminar lo verdadero de lo falso», recomienda Juan Ignacio de Arcos, director de Programas Ejecutivos de Big Data & Business Analytics de la escuela de negocios EOI. «Por ejemplo, verificar las referencias del autor de la noticia y del medio donde se origina si hay más medios que la replican o algo tan simple como valorar la calidad de la redacción».

La tecnología ha abierto las compuertas. Una cascada de (des)información anega la democracia. Del sentido crítico del hombre dependerá nadar o ahogarse.

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