Artículos

Equivóquese con estilo

Pese a equivocarnos todos los días, como individuos somos poco hábiles para enfrentar los errores y como sociedad ofrecemos poca preparación al respecto. Sin embargo, estos son una valiosa herramienta de aprendizaje, por lo que es fundamental asumirlos de manera sana.

Por Marco Canepa

-“¡Ah, qué lindo! ¿Para cuándo es la guagüita?”

– “No estoy embarazada”

Auch. Errar es humano, qué duda cabe, pero también es muy humano el enfrentar esos errores de manera poco sana: negarlos, evadirlos, culpar a otros, tratar de borrarlos de nuestra memoria, traumatizarnos con ellos… curiosamente, algo tan frecuente y normal como el equivocarse, sigue siendo una especie de tabú social, para el que nadie nos prepara.

¿Se ha fijado en esa gente que a los 50 años de edad sigue comportándose como un niño frente a ciertas situaciones, cometiendo siempre los mismos errores, metiéndose siempre en los mismos problemas? Cuando uno ve gente así, es inevitable preguntarse ¿Cómo puede alguien pasar por la vida sin aprender nada?. Bueno, en mi opinión, esa gente sigue tropezando con la misma piedra, porque ha sido incapaz de transformar sus errores en una oportunidad de crecimiento.

Así mismo, existen otros que parecen impedidos de tomar cualquier riesgo en sus vidas. Esas personas ven en los errores y fracasos un trauma insuperable, que los hace desistir de nuevos intentos y que los paraliza a la hora de emprender una nueva aventura.

Procesar bien un error impacta tanto en la percepción de uno mismo como en la relación con el resto. De ahí la importancia de aprender a enfrentarlos de manera sana, algo que parece trivial, pero no lo es. De hecho, como humanos, somos extraordinariamente malos en ello.

Personalmente, he cometido muchos errores en mi vida, de los pequeños, de los grandes y de los épicos y, la verdad, aprender a convivir con ellos de forma medianamente saludable ha sido un largo proceso de aprendizaje, que aún no termino de asimilar. Sin embargo, he querido compartir con ustedes lo aprendido, en caso que a alguien le resulte útil.

A continuación, una teoría –aún en desarrollo– sobre cómo debería enfrentarse un error saludablemente.

1. Tomar conciencia del error

Obviamente hay errores que son inmediatos y evidentes, en que esto es automático, pero la identificación de otros errores más sutiles, requiere de una cierta voluntad a estar atentos a las consecuencias de nuestros actos, que no siempre resulta fácil.

Un ejemplo clásico es hacer un comentario o crítica demasiado brusca a alguien y luego, pese a ver evidentes signos de que la hemos herido, hacer de cuenta que no ha pasado nada y que todo sigue perfecto. Ojos que no ven, corazón que no siente. Conozco gente, desgraciadamente muy cercana, que es experta en esta ceguera selectiva.

Difícilmente mejoraremos en algo, si no tenemos la valentía de aceptar cuando hemos cometido un error. Por lo tanto, no escapemos de los errores ni intentemos negar o ignorar su existencia, hacerlo sólo empeora las cosas. Por el contrario, esforcémonos por descubrirlos. Después de todo, es difícil no tropezar con la misma piedra, cuando no queremos mirar el piso.

2. Reconocer la propia responsabilidad

No hay duda que, si uno quiere ver un despliegue impresionante de gente incapaz de asumir sus propios errores, la calle ofrece un singular laboratorio social.

Recuerdo una ocasión en que, yendo por la autopista, un tipo que venía a exceso de velocidad, se cruzó tres pistas en medio del tráfico, me adelantó por la derecha y luego, al ver que su pista se acababa, me tiró el auto encima para meterse a la fuerza, lo que terminó con un frenazo de ambos que nos dejó a centímetros del otro. Lejos de disculparse, el tipo tuvo el descaro de taparme a garabatos, como si fuera mi culpa. Podría pensar que era un cretino, pero debo admitir que yo mismo he hecho cosas similares (menos espectacularmente, eso sí).

No es raro, en todo caso. Reconocer la responsabilidad propia en un error requiere de bastantes sacrificios emocionales:

En primer lugar, sobreponerse al susto y la respuesta biológica automática e incontrolable que le sigue, la ira, que nos predispone para el ataque. Recuperar el control sobre ese secuestro emocional es un talento que requiere bastante práctica. Intentar ponerse en el lugar del otro y ver la situación desde su punto de vista ayuda mucho en esto.

Lo segundo, es enfrentarse a la vergüenza que produce el verse expuesto. Hay pocas cosas que nos hagan sentir más vulnerables, que sentirnos estúpidos. Por eso, es más fácil asumir una postura defensiva, culpar al otro, entrar en negación, fingir desconocimiento o inventar justificaciones absurdas, antes que admitir abiertamente que uno se ha equivocado. Por eso, es fundamental entender que los errores son inevitables y una parte fundamental del aprendizaje.

Por último, el temor que produce la expectativa una represalia (cuando se afectó a otro). Lo irónico es que, habitualmente, admitir el error es la mejor forma de desactivar la rabia del agraviado, pues es el intento de negación el que realmente enfurece a la otra persona. Además, si yo estoy dispuesto a reconocer mi parte del error, el otro puede, con más seguridad, admitir su propia responsabilidad.

Si uno logra tranquilizarse y asumir con dignidad la responsabilidad propia en el error, se puede empezar a trabajar en una solución.

3. Pedir perdón (y hacerse cargo de las consecuencias)

Uno pensaría que habiendo reconocido que uno se equivocó, el pedir perdón vendría automático, pero no. Aquí entra nuestro conocido némesis, el orgullo.

“Claro, tal vez me equivoqué, pero tú también. ¿Por qué tengo que pedir perdón yo?”.  Otras veces, estamos demasiado avergonzados para siquiera abrir el tema.

Sin embargo, pedir perdón es fundamental, porque sana las heridas y permite dar vuelta la página con la persona agraviada y con uno mismo. Es “pagar una deuda” emocional, que permite al otro recuperar lo perdido y uno, tranquilizar la conciencia.

Por supuesto, la solicitud de perdón debe ser sincera e ir acompañada de la voluntad de hacernos cargo de las consecuencias de nuestros actos, de lo contrario es un acto vacío.

Ahora, ojo, puede que el otro no nos perdone, pero eso ya pasa a ser problema suyo. Por nuestro lado, hemos hecho el acto de contrición, hemos aceptado nuestra responsabilidad, hecho lo posible por corregir el daño y ofrecido la oportunidad de recomponer los lazos, completando nuestra parte de la responsabilidad hacia el otro y hacia nosotros mismos. Si el otro decide o no perdonarnos, aquello es parte de su propio proceso, independiente del nuestro. Nuestra conciencia queda en paz.

4. Identificar las causas del error y extraer lecciones

Pasado el incómodo momento del shock inicial y la reacción inicial ante este, suele venir una rumiación mental en que seguimos digiriendo la experiencia y reviviendo una y otra vez lo ocurrido (al menos aquellos que no venimos forrados con teflón de nacimiento) y buscando justificaciones para lo ocurrido.

Sin embargo, una actitud más sana es identificar las causas del error, preguntarse qué se pudo haber hecho distinto y qué debería hacer la próxima vez que se vea en una situación similar, para que no vuelva a ocurrir.

Este paso posterior es el que nos permite, finalmente, aprender de la experiencia y crecer con ella. Es un proceso que requiere humildad, autocrítica e inteligencia.

Sentir que uno ya sabe cómo actuar la próxima vez que se vea en un caso similar, produce un grado de alivio y tranquilidad que permite enfrentar con mayor seguridad desafíos futuros.

5. Perdonarse uno mismo

¿Le pasa que a veces se acuerda de una metida de pata que le pasó años atrás (quizás cuando era sólo un niño) y aún se siente profundamente idiota por lo que hizo? ¿Tanto, que apenas el pensamiento aflora en su cabeza, es como si lo viviera otra vez?

A veces, a pesar de haber reconocido un error, aprendido de él y pedido perdón a otros, éste sigue torturándonos. Generalmente esto ocurre no tanto con pequeños incidentes, sino con aspectos, etapas y actitudes más amplias de nuestras vidas, con las que no nos hemos reconciliado.

Lo que hay ahí, en mi opinión, es un proceso inconcluso.

Esta culpa / rabia / vergüenza pasa por que tendemos a evaluar a nuestro antiguo “yo” a la luz de lo que sabemos y lo que somos ahora, en lugar de entender que, siendo quienes éramos y sabiendo lo que sabíamos al momento del error, era inevitable que lo cometiéramos. Es medirnos con una vara demasiado alta, sin comprensión hacia nuestro “yo” del pasado.

Por eso, para dar finalmente por cerrado el episodio, para poder dar vuelta la página tanto a nivel racional como emocional, es fundamental perdonarse uno mismo. Esto requiere ser comprensivo con nuestro “yo” pasado, entender que equivocarse era indispensable para aprender, reconocer lo que aprendimos de la experiencia y agradecerlo.

6. Seguir equivocándose

“El único hombre que no se equivoca es el que nunca hace nada” decía Goethe, por eso, tras caerse del caballo, sólo queda volver a subirse, si se quiere seguir avanzando.

Algunos tienen la fortuna de haber crecido en familias y entornos en que el error se veía como parte del aprendizaje y era algo que se fomentaba, pero para la mayoría de nosotros, que ante el error éramos castigados o humillados, el proceso no resulta tan natural. Sin embargo, es indispensable llevarlo a cabo.

Agradecer las equivocaciones y tomarlas como algo positivo cuesta, pero es fundamental hacerlo. De lo contrario, viviremos siempre evitando riesgos que puedan llevarnos a fracasar y, al hacerlo, estaremos evitando también incontables oportunidades de llegar a ser mucho más de lo que somos.

No se trata de equivocarse a propósito, pero al menos hay que exponerse a situaciones en que el fracaso es una opción real.

Aplicar a los demás

Ahora que ya entendimos el complejo proceso de enfrentar un error, no sólo deberíamos aplicarlo a los nuestros, sino también ser más comprensivos con los de los demás.

Si a otro le cuesta admitir su error, quizás yo debo reconocer el mío primero. Si alguien tuvo la valentía de decirme que se equivocó, debería reconocérselo, en lugar de aprovechar la oportunidad para castigarlo por hacerlo. Si alguien me ha pedido perdón, debería –cuando me sienta listo- perdonarlo. Y si nuestro hijo se equivoca, deberíamos felicitarlo por haberlo intentado, no castigarlo por no haber tenido éxito.

Sólo así podemos crear un ecosistema de crecimiento, en que el error pase de ser algo censurable, a una etapa natural de transformarnos en mejores personas y construir juntos una mejor sociedad.

Fuente