por Enrique Dans
En 2019, por primera vez, los adultos estadounidenses pasarán más tiempo delante de la pantalla de sus dispositivos móviles que delante de la de la televisión, un cálculo que se cifra en 3:43 horas frente a 3:35, con tendencia marcadamente ascendente en el primer caso y descendente en el segundo.
¿Cuál es el significado de esa tendencia? ¿Es algo intrínsecamente
positivo o negativo? ¿O indiferente? Mientras muchos rápidamente
pretenderán lanzarse a hacer análisis apocalípticos sobre lo malos que
son los smartphones y lo supuestamente adictos
que somos a ellos, conviene pensar en el significado del tiempo de
pantalla como métrica en los tiempos que vivimos, y en la interpretación
que hacemos de ella. Mientras la televisión sigue evocando un consumo
de contenidos con un patrón inequívocamente unilateral y pasivo, el
resto de las pantallas, particularmente ordenadores y smartphones, y posiblemente en menor medida tablets,
responden a un patrón marcadamente bilateral e interactivo, con todo lo
que ello conlleva de diferencias en su interpretación.
Por alguna razón, la idea de la «adicción a la televisión», que hace
décadas se consideraba una tendencia preocupante y llevó incluso a
acuñar el concepto del «couch potato«
asociado a personas que pasaban mucho tiempo sentados o tumbados en el
sofá viendo la televisión y sin hacer prácticamente ningún ejercicio
físico, ha perdido casi completamente su protagonismo como generador de
preocupación, y ha sido claramente sustituido por esa supuesta figura de
la adicción al smartphone, y lo ha sido, además, de una manera
profundamente burda y simplista, como si todo el tiempo que pasamos
delante de una pantalla correspondiese a un mismo tipo de patrón.
La gran verdad es que evaluar ese tipo de tendencias analizando una
variable como el tiempo de pantalla es irrelevante. Obviamente, el
tiempo de pantalla es una métrica cambiante, y con una complejidad mucho
mayor de lo que tendemos a pensar. De hecho, los estudiosos de la
materia tienden a pensar que el valor del tiempo de pantalla como
métrica, tomado de los parámetros de uso de un dispositivo, tiene un
valor ínfimo, mientras que lo que realmente puede contribuir al estudio
de los patrones de consumo de una persona es el llamado screenome,
término formado a partir de las palabras «pantalla» y «genoma», que
supone recoger y analizar toda la secuencia de pantallas que una persona
consume en un dispositivo, y obtener
los patrones que se derivan de ese consumo. El análisis de ese tipo de
datos permite entender qué tipo de uso hace una persona de un
dispositivo, cómo se establece su relación con él, qué hábitos conllevan
un consumo pasivo y unidireccional frente a uno bidireccional y activo,
detectar cualquier tipo de comportamientos obsesivos o compulsivos y
ser capaz de determinar su nivel de criticidad correlacionando esos
patrones con diagnósticos de problemas como la depresión.
De nuevo, se refleja claramente cómo la idea de si un determinado nivel de uso de un smartphone
es bueno o malo resulta profundamente burda y simplista. No existe un
nivel de consumo saludable frente a otro supuestamente peligroso u
obsesivo: existen patrones complejos que se corresponden con muchos
tipos de uso, y que revelan cuestiones completamente distintas de cada
persona. No es lo mismo pasar mucho tiempo hablando activamente con
otras personas, que dedicarse a hacer scroll a través de una enorme
sucesión de fotografías en Instagram. Un smartphone o un ordenador son
dispositivos enormemente versátiles, lo que implica que dentro de la
métrica «tiempo de pantalla» estamos introduciendo una enorme cantidad
de comportamientos completamente heterogéneos y que no tiene sentido
considerar como parte de un mismo análisis. Una persona puede, de manera
prácticamente ininterrumpida, desbloquear su smartphone para
hablar con alguien, después usarlo para tomar unas fotografías, recurrir
a un mapa para saber llegar a un sitio, consultar un correo o un
mensaje y echar un vistazo a los movimientos de su cuenta bancaria, y
todo ello quedaría absurdamente considerado como «tiempo de pantalla» y
analizado de manera absurda.
Saber cuánto tiempo pasa una persona delante de la pantalla no es
significativo, en ningún dispositivo. Para tratar de obtener algún
análisis relevante será necesario saber a qué se dedican cuando están
delante de esa pantalla, en qué emplean realmente su tiempo y si eso
corresponde a un uso perfectamente normal o refleja algún tipo de
comportamiento disfuncional. Si hablamos de nuestros hijos, algo que se
evalúa no necesariamente con programas que monitorizan todo lo que hacen
y que no se corrige simplemente restringiendo el tiempo de uso del
dispositivo en cuestión, sino con algo mucho más sencillo y
recomendable: comunicación.
por Enrique Dans
En 2019, por primera vez, los adultos estadounidenses pasarán más tiempo delante de la pantalla de sus dispositivos móviles que delante de la de la televisión, un cálculo que se cifra en 3:43 horas frente a 3:35, con tendencia marcadamente ascendente en el primer caso y descendente en el segundo.
¿Cuál es el significado de esa tendencia? ¿Es algo intrínsecamente positivo o negativo? ¿O indiferente? Mientras muchos rápidamente pretenderán lanzarse a hacer análisis apocalípticos sobre lo malos que son los smartphones y lo supuestamente adictos que somos a ellos, conviene pensar en el significado del tiempo de pantalla como métrica en los tiempos que vivimos, y en la interpretación que hacemos de ella. Mientras la televisión sigue evocando un consumo de contenidos con un patrón inequívocamente unilateral y pasivo, el resto de las pantallas, particularmente ordenadores y smartphones, y posiblemente en menor medida tablets, responden a un patrón marcadamente bilateral e interactivo, con todo lo que ello conlleva de diferencias en su interpretación.
Por alguna razón, la idea de la «adicción a la televisión», que hace décadas se consideraba una tendencia preocupante y llevó incluso a acuñar el concepto del «couch potato« asociado a personas que pasaban mucho tiempo sentados o tumbados en el sofá viendo la televisión y sin hacer prácticamente ningún ejercicio físico, ha perdido casi completamente su protagonismo como generador de preocupación, y ha sido claramente sustituido por esa supuesta figura de la adicción al smartphone, y lo ha sido, además, de una manera profundamente burda y simplista, como si todo el tiempo que pasamos delante de una pantalla correspondiese a un mismo tipo de patrón.
La gran verdad es que evaluar ese tipo de tendencias analizando una variable como el tiempo de pantalla es irrelevante. Obviamente, el tiempo de pantalla es una métrica cambiante, y con una complejidad mucho mayor de lo que tendemos a pensar. De hecho, los estudiosos de la materia tienden a pensar que el valor del tiempo de pantalla como métrica, tomado de los parámetros de uso de un dispositivo, tiene un valor ínfimo, mientras que lo que realmente puede contribuir al estudio de los patrones de consumo de una persona es el llamado screenome, término formado a partir de las palabras «pantalla» y «genoma», que supone recoger y analizar toda la secuencia de pantallas que una persona consume en un dispositivo, y obtener los patrones que se derivan de ese consumo. El análisis de ese tipo de datos permite entender qué tipo de uso hace una persona de un dispositivo, cómo se establece su relación con él, qué hábitos conllevan un consumo pasivo y unidireccional frente a uno bidireccional y activo, detectar cualquier tipo de comportamientos obsesivos o compulsivos y ser capaz de determinar su nivel de criticidad correlacionando esos patrones con diagnósticos de problemas como la depresión.
De nuevo, se refleja claramente cómo la idea de si un determinado nivel de uso de un smartphone es bueno o malo resulta profundamente burda y simplista. No existe un nivel de consumo saludable frente a otro supuestamente peligroso u obsesivo: existen patrones complejos que se corresponden con muchos tipos de uso, y que revelan cuestiones completamente distintas de cada persona. No es lo mismo pasar mucho tiempo hablando activamente con otras personas, que dedicarse a hacer scroll a través de una enorme sucesión de fotografías en Instagram. Un smartphone o un ordenador son dispositivos enormemente versátiles, lo que implica que dentro de la métrica «tiempo de pantalla» estamos introduciendo una enorme cantidad de comportamientos completamente heterogéneos y que no tiene sentido considerar como parte de un mismo análisis. Una persona puede, de manera prácticamente ininterrumpida, desbloquear su smartphone para hablar con alguien, después usarlo para tomar unas fotografías, recurrir a un mapa para saber llegar a un sitio, consultar un correo o un mensaje y echar un vistazo a los movimientos de su cuenta bancaria, y todo ello quedaría absurdamente considerado como «tiempo de pantalla» y analizado de manera absurda.
Saber cuánto tiempo pasa una persona delante de la pantalla no es significativo, en ningún dispositivo. Para tratar de obtener algún análisis relevante será necesario saber a qué se dedican cuando están delante de esa pantalla, en qué emplean realmente su tiempo y si eso corresponde a un uso perfectamente normal o refleja algún tipo de comportamiento disfuncional. Si hablamos de nuestros hijos, algo que se evalúa no necesariamente con programas que monitorizan todo lo que hacen y que no se corrige simplemente restringiendo el tiempo de uso del dispositivo en cuestión, sino con algo mucho más sencillo y recomendable: comunicación.
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