Tecnología (general)

El salvaje Este y el salvaje Oeste en la pugna por la soberanía digital

El mundo digital existe sobre las redes y se supone sinónimo de universalidad, ubicuidad e inmediatez. El pasado mes de febrero se cumplieron 25 años de la Declaración de Independencia del Ciberespacio, un texto presentado en Davos (Suiza) el 8 de febrero de 1996 por John Perry Barlow, fundador de la Electronic Frontier Foundation (EFF). Fue escrita como respuesta a la aprobación en 1996 de la Telecommunications Act en los Estados Unidos.

El documento presenta un ciberespacio que no estaría circunscrito “dentro de vuestras (de los Estados) fronteras”, un nuevo mundo que estaría “en todas partes y en ninguna” y en el que “cualquiera puede entrar, sin privilegios ni prejuicios derivados de su raza, poder económico o militar, o lugar de nacimiento”.

En 2021 hemos comprendido que el ciberespacio, el espacio digital, no es algo separable del mundo físico… en las dos direcciones. Igual que no podemos desvincularnos del mundo físico, tampoco podemos hacerlo del digital. Sabemos que vivimos, como dice Luciano Floridi, on live, permanentemente en ambos mundos, o por mejor decirlo, en un nuevo mundo híbrido, mezcla indisoluble de lo físico y lo digital. Y que las fronteras que los humanos hemos levantado entre cada uno de nosotros y nuestros congéneres, entre cada aldea y la vecina, entre razas, entre culturas… se resisten igualmente a caer, sea espacio físico o digital.

De hecho, lo que ha cambiado en los últimos tiempos es la preocupación por la soberanía y por la autonomía estratégica, precisamente en el ámbito de lo tecnológico. Lógico, si pensamos que este mundo híbrido mantiene su composición y sus leyes físicas desde hace millones de años, pero ve evolucionar las digitales, por ahora, de forma exponencial. Hay un mundo físico que habitar –quizá sobrevivir– y uno digital que construir.

Y existe el convencimiento de que, quien diseñe, construya y habite el mundo digital, dominará ambos. Lo dijo Putin, el presidente de Rusia, hace ya unos años, y lo han repetido las estrategias nacionales de muchos países. Por eso se están levantando fronteras por doquier. Por eso el miedo domina a la ambición y a la ilusión de lo que se podría lograr. Se recogen velas y se elevan barreras para traer, cada uno a su casa, la mayor proporción de la cadena de suministro que garantice el acceso a materias primas, patentes, procesos productivos y, claro está, datos.

Tecnonacionalismo

La competición se lleva al terreno del software y al hardware, que junto con las redes son los tres elementos que sustentan el espacio digital. Por este motivo se busca la supremacía cuántica, se lucha por desplegar los mejores algoritmos de inteligencia artificial entrenados con la mayor cantidad de datos posibles, se intenta escapar al poder del duopolio de sistemas operativos móviles, se revisa la cadena de valor de la fabricación y distribución de dispositivos electrónicos, el tendido de cables de fibra óptica o la posibilidad de interferirlos mediante ataques físicos desde submarinos.

Las fronteras se levantan también en el establecimiento de estándares y protocolos. Quizás el ejemplo más claro esté en las redes de comunicaciones móviles 5G, donde China, Estados Unidos y Europa –y algunos países más como Japón o Corea– apuestan por modelos distintos, cuando no antagónicos, pero donde –por ahora– están obligados a cooperar porque ninguno posee todas las patentes esenciales necesarias. Mientras tanto, se extienden los vetos cruzados, apoyados en el establecimiento de redes clientelares y alianzas con más sentido político que técnico. Expandir las fronteras para fortalecerlas todavía más.

Se lleva la soberanía a los procesos, como en el caso del cloud computing o computación en la nube. Se compite tanto en el desarrollo de la computación y las comunicaciones cuánticas como en el impacto mediático que tiene cada uno de los avances; desde las transmisiones a través de satélite, hasta la distancia de fibra a que se puede emitir.

Y se compite también en el alcance de los servicios que se apoyan en lo digital. Al final, se trata de una guerra de influencia en la que se pretende diseñar el escenario en el que va a tener lugar nuestra vida.

China veta a Google, Twitter o Facebook en su territorio, y con ello consigue desarrollar sus propios Baidu o WeChat, o cambia Amazon por Taobao. Estados Unidos amenaza con excluir a TikTok y veta la participación de más de medio centenar de empresas chinas de los desarrollos de sus infraestructuras críticas. Incluso la Unión Europea denuncia un segundo tratado con su socio trasatlántico sobre el tratamiento y confidencialidad de los datos de sus ciudadanos por parte de las empresas de aquel, o recula en sus acuerdos comerciales con Beijing.

Es más, las fronteras que se levantan en este mundo híbrido, en este entorno “figital” (físico y digital a la vez), no siempre responden a criterios westfalianos de competición entre Estados. Los intereses de las grandes empresas trascienden estas fronteras, aunque hay motivos más allá del patriotismo para que estas sigan la regulación que imponen las capitales. El mayor mercado de Apple no está en Estados Unidos, sino en China, donde también se producen buena parte de sus componentes. Sin embargo, las leyes bajo las que funcionan siguen siendo las del Estado de California, aunque no tiene el menor desdoro en permitir que los datos de sus usuarios en China sean accesibles para cumplir con la legislación de aquel país.

Estados vs. empresas

En esta competición asimétrica, instituciones y corporaciones se apoyan las unas en las otras al mismo tiempo que pretenden influir en las decisiones de su contraparte, o jugar en los márgenes de lo legal o de lo aceptable. Se suceden las comparecencias de los directivos de las plataformas estadounidenses ante su legislativo y ante su judicial. Beijing cercena la IPO de Ant Financial justo antes de que tenga lugar en lo que supone un puñetazo sobre la mesa y una llamada al orden… ahora que todavía se puede.

Las fronteras también se mantienen más firmes en la competición entre las grandes empresas de lo que han estado casi en cualquier momento de la historia. Los muros que han levantado cada una de estas alrededor de sus “jardines vallados” se han vuelto cuasi infranqueables para cualquier recién llegado, pero también para sus compañeros de Monopoly.

No es porque no haya intentos de asaltar la soberanía absoluta de los demás, sino porque las barreras de entrada se han vuelto prácticamente inexpugnables. Fornite (Epic Games) retó a Apple en las múltiples jurisdicciones en las que coincidían por la dictadura impuesta por su tienda de aplicaciones. La misma empresa de la manzana mordida ha torpedeado la línea de flotación de Facebook con su política de privacidad. Es evidente que Apple hace mucho más que vender dispositivos.

En todos los casos, el árbitro seleccionado no es el mercado, sino la justicia que emana de la soberanía que mantienen los Estados dentro de sus fronteras. El juego deja de ser bidimensional para adquirir profundidad con la multiplicidad de actores implicados.

A todo esto, se echa de menos un papel más relevante de la sociedad civil, proveedora de los datos y receptora de los servicios en un nuevo contrato social que le resulta tan ajeno como los términos y condiciones que acepta sin leer. Muerta la utopía de Perry-Barlow, la fuerza del trabajo se ha visto sustituida por el valor de los datos de los trabajadores y la capacidad de influencia que se puede obtener a través de ellos.

Los viejos conceptos de frontera o de soberanía requieren de una revisión urgente. No para incorporar el mundo digital y sus características, sino para adaptarse a un nuevo ecosistema híbrido y dotarse de la legitimidad necesaria para su realidad compleja.

Soberanía medida en nanómetros

En este mundo en parte diseñado y construido por nosotros mismos, la distancia que más separa hoy a los que tienen de los que no es la del electrodo de control de los microchips. Los semiconductores son el elemento determinante para que los ingenios espaciales amarticen y se hagan selfis desde el planeta rojo a cincuenta millones de kilómetros de distancia, o para que los misiles consigan una precisión del orden de un metro. Sin embargo, sus dimensiones se miden en nanómetros, desde los enormes de 35 nm hasta los últimos desarrollos por debajo de los diez. La crisis actual del sector del automóvil demuestra su criticidad en la cadena de suministro de casi cualquier equipo que se fabrica actualmente.

Taiwán (TSMC) y Corea (Samsung) albergan los dos fabricantes más avanzados. Sus diseños siguen profundizando en la otra frontera, la de la innovación. Sin embargo, ese diseño depende en muchos casos de patentes y equipamiento estadounidenses, europeos o japoneses; algunos de sus componentes fundamentales –como las famosas tierras raras– tienen su propia cadena de suministro que pasa, casi ineludiblemente todavía, por China; y el ensamblaje y las pruebas dependen de los sustratos de silicio, láseres y gases especiales procedentes de diversas partes del mundo (Japón y Europa, principalmente).

Las potencias se preparan para un desacoplamiento de sus cadenas de suministro y producción basadas en el miedo al desabastecimiento. Crear cadenas separadas supondría un gasto enorme –que algunos cifran en el billón de dólares–, un mantenimiento anual desorbitado y un coste de oportunidad respecto de avanzar juntos, aún compitiendo, que se traduciría en años de retraso.

Se requiere repensar conceptos clave como límite o frontera, soberanía o autonomía, privacidad e influencia, democracia y bienestar social.

Por eso, más que levantar muros estancos, se pretende crear esferas de influencia tecnológica. La nueva ruta de la seda, la Belt and Road Initiative es también un club digital; como lo son las sanciones y restricciones, la demonización y los intercambios de chips por vacunas o por F-16. China y Estados Unidos están creando organismos encargados exclusivamente de concentrar dentro de sus fronteras la mayor parte posible de la cadena de valor digital.

Fronteras fluidas de ósmosis unidireccional que también se reflejan en el ámbito de las criptomonedas que están desarrollando los bancos centrales y que merecen un estudio aparte.

El mundo está cambiando. Está cambiando en su conjunto, no añadiendo capas digitales a lo que ya había. Requiere repensar conceptos clave como límite o frontera, soberanía o autonomía, privacidad e influencia, democracia y bienestar social. Y dotarse de la legitimidad necesaria para establecer un nuevo contrato social con el que los habitantes de este nuevo mundo híbrido que creemos en derechos como la dignidad y la capacidad de elección nos sintamos a gusto.

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