El Prof. Julio Alvear afirma, en una columna reciente, que el Poder constituyente conlleva “oscuros peligros” que asocia a su “sabor totalitario”. Los revolucionarios franceses lo transformarían “en un poder demiúrgico, un poder total”, que luego emplearían para poner en jaque “la milenaria estabilidad política y jurídica del antiguo reino”. Alvear advierte que invocar el Poder constituyente ahora en Chile involucra un peligro semejante porque con ello se abre la posibilidad de “no respetar nuestra Constitución histórica”.
La contrarrevolución, y su evocación de los antiguos reinos, es también un fenómeno de la modernidad. Así, Luis XVIII funda la Constitución de 1814, no en la legitimidad democrática, sino en una monárquica. Su Constitución no es aprobada por el pueblo sino otorgada por fiat del monarca mismo. De este modo, el sujeto del Poder constituyente no es ya el pueblo francés sino Luis XVIII. En 1830, la abdicación de Carlos X significa el retorno de la legitimidad democrática, pues la Constitución de ese año es expresión del Poder constituyente del pueblo. Por su parte, la Constitución alemana de 1871 tiene legitimidad monárquica y solo la derrota de Alemania en la Primera Guerra Mundial permite que se manifieste el Poder constituyente del pueblo que así puede generar la Constitución democrática de Weimar.
A partir de 1973, Chile ha vivido una situación comparable al devenir constitucional en Francia y Alemania. En 16 de noviembre de 1973, el Decreto-Ley 128, redactado por Jaime Guzmán, reconoce que la Junta Militar ha asumido “desde el 11 de septiembre de 1973, el ejercicio de los Poderes Constituyente, Legislativo y Ejecutivo”. Esto conlleva la destrucción del Poder constituyente que el pueblo chileno detentaba a partir de nuestra Independencia y, por lo mismo, la destrucción de la Constitución democrática de 1925. Con la clarividencia que lo caracteriza, Guzmán admite la efectividad de esa destrucción cuando, el 5 de octubre de 1975, escribe en El Mercurio: “La Constitución de 1925 está muerta en la realidad práctica… Se gana en realismo si se la dejar vivir para exhibir únicamente los ‘colgajos’ a que los hechos históricos la han reducido”. En la interpretación de Guzmán y otros destacados juristas de la Pontificia Universidad Católica, el plebiscito de 1980 fue una mera consulta popular adventicia sin efecto Constituyente. Queda muy en claro que en esa ocasión no se activó el Poder constituyente del pueblo, sino el Poder constituyente de Pinochet.
Los chilenos hemos pagado un alto precio por la decisión de Guzmán de reconocer a Pinochet y la Junta Militar como sujetos del Poder constituyente originario, y destruir, de esa manera, la Constitución histórica de nuestra Independencia. La derrota plebiscitaria de Pinochet en 1988 permitió al pueblo recuperar su Poder constituyente. En virtud de esa reconquista se ha abierto la posibilidad de restaurar nuestra Constitución histórica. En esto no hay nada revolucionario, como teme Alvear. La Revolución chilena ya tuvo lugar a partir de 1810, en que dejamos atrás al antiguo reino. La tarea que compete ahora es restaurar y perfeccionar el sentido democrático de nuestra Constitución histórica, y desestimar peligrosas añoranzas coloniales.
El Prof. Julio Alvear afirma, en una columna reciente, que el Poder constituyente conlleva “oscuros peligros” que asocia a su “sabor totalitario”. Los revolucionarios franceses lo transformarían “en un poder demiúrgico, un poder total”, que luego emplearían para poner en jaque “la milenaria estabilidad política y jurídica del antiguo reino”. Alvear advierte que invocar el Poder constituyente ahora en Chile involucra un peligro semejante porque con ello se abre la posibilidad de “no respetar nuestra Constitución histórica”.
Me parece importante reafirmar que la noción de Poder constituyente es el arma más poderosa en el arsenal del constitucionalismo democrático. Para demócratas solo puede ser legítima una Constitución que se apoye en el Poder constituyente del pueblo. Así, los revolucionarios franceses de 1789 se inspiraron en los revolucionarios ingleses de 1688 y americanos de 1776, quienes también invocaron esa noción para derrocar a los antiguos reinos, añorados por Alvear, y establecer una nueva legitimidad: la legitimidad democrática que se identifica con la modernidad.
La contrarrevolución, y su evocación de los antiguos reinos, es también un fenómeno de la modernidad. Así, Luis XVIII funda la Constitución de 1814, no en la legitimidad democrática, sino en una monárquica. Su Constitución no es aprobada por el pueblo sino otorgada por fiat del monarca mismo. De este modo, el sujeto del Poder constituyente no es ya el pueblo francés sino Luis XVIII. En 1830, la abdicación de Carlos X significa el retorno de la legitimidad democrática, pues la Constitución de ese año es expresión del Poder constituyente del pueblo. Por su parte, la Constitución alemana de 1871 tiene legitimidad monárquica y solo la derrota de Alemania en la Primera Guerra Mundial permite que se manifieste el Poder constituyente del pueblo que así puede generar la Constitución democrática de Weimar.
A partir de 1973, Chile ha vivido una situación comparable al devenir constitucional en Francia y Alemania. En 16 de noviembre de 1973, el Decreto-Ley 128, redactado por Jaime Guzmán, reconoce que la Junta Militar ha asumido “desde el 11 de septiembre de 1973, el ejercicio de los Poderes Constituyente, Legislativo y Ejecutivo”. Esto conlleva la destrucción del Poder constituyente que el pueblo chileno detentaba a partir de nuestra Independencia y, por lo mismo, la destrucción de la Constitución democrática de 1925. Con la clarividencia que lo caracteriza, Guzmán admite la efectividad de esa destrucción cuando, el 5 de octubre de 1975, escribe en El Mercurio: “La Constitución de 1925 está muerta en la realidad práctica… Se gana en realismo si se la dejar vivir para exhibir únicamente los ‘colgajos’ a que los hechos históricos la han reducido”. En la interpretación de Guzmán y otros destacados juristas de la Pontificia Universidad Católica, el plebiscito de 1980 fue una mera consulta popular adventicia sin efecto Constituyente. Queda muy en claro que en esa ocasión no se activó el Poder constituyente del pueblo, sino el Poder constituyente de Pinochet.
Los chilenos hemos pagado un alto precio por la decisión de Guzmán de reconocer a Pinochet y la Junta Militar como sujetos del Poder constituyente originario, y destruir, de esa manera, la Constitución histórica de nuestra Independencia. La derrota plebiscitaria de Pinochet en 1988 permitió al pueblo recuperar su Poder constituyente. En virtud de esa reconquista se ha abierto la posibilidad de restaurar nuestra Constitución histórica. En esto no hay nada revolucionario, como teme Alvear. La Revolución chilena ya tuvo lugar a partir de 1810, en que dejamos atrás al antiguo reino. La tarea que compete ahora es restaurar y perfeccionar el sentido democrático de nuestra Constitución histórica, y desestimar peligrosas añoranzas coloniales.
Compartir esto: