Las recientes demandas del Partido Popular en España en torno a una supuesta “eliminación del anonimato en las redes sociales”, expresadas por su portavoz, Rafael Hernando, a raíz de unas presuntas amenazas expresadas en Twitter contra la Secretaria Primera de la Mesa del Congreso y presidenta del Comité Electoral Nacional del PP, Alicia Sánchez Camacho, no hacen más que reflejar una cuestión: que el Partido Popular no entiende la red.
Partamos de la base de que el “calentamiento de boca” de Hernando proviene de un análisis serio, consecuente y consensuado con su partido, y no de una simple reacción en caliente frente a los mensajes recibidos por su compañera: como ya comenté en el año 2011, el anonimato es y debe ser un derecho fundamental en la red, y eso no es simplemente una frase que diga yo, sino además, la opinión de organismos tan autorizados como la Electronic Frontier Foundation (EFF), que posee toda una interesante sección de su página web dedicada a la reflexión sobre el tema, o las Naciones Unidas, que afirman que el cifrado y el anonimato son elementos fundamentales a la hora de permitir que los individuos ejerciten su libertad de opinión y de expresión en la era digital, y que como tales, merecen una protección fuerte y categórica. Hablamos, pura y simplemente, de un derecho fundamental, de un elemento importantísimo en la esencia de las sociedades democráticas: no se puede hablar de la eliminación del anonimato o de la prohibición del cifrado sin asumir de manera inmediata una importante erosión en la calidad de la democracia de un país.
Todos los que alguna vez hemos sido agredidos, acosados o insultados a través de la red experimentamos una necesidad inmediata de reaccionar, de responder a la agresión de alguna manera. En muchos casos, la respuesta se da a través del propio canal, cayendo en el manido “don’t feed the troll“ que, lejos de ser una verdad absoluta, no deja de ser un simple aforismo con muchos matices imprescindibles. Cuando además el agredido es un miembro de la escena política con capacidad de intervención sobre la legislación, la tentación de “legislar en caliente” es inmediata, humana y comprensible. Pero no por ello menos censurable: al político debe exigírsele un mínimo de madurez, y una de las maneras de demostrar tal madurez es precisamente tratando de examinar todos los elementos implicados en una decisión.
El anonimato en las redes no puede ser eliminado salvo que se asuman infraestructuras enormes y la creación de un entorno autoritario como el existente en países como China, convertida en la versión corregida y aumentada del Gran Hermano imaginado por George Orwell en su “1984“. Pretender que las redes sociales asuman como propia el deseo de perseguir el anonimato de un gobernante es algo tan realista como cuando algún desinformado personaje, hace años, pretendía “hablar con Bill Gates para que pusiera la ñ en internet“. Las redes sociales, por mucho que tengan que desarrollar su actividad dentro del marco legislativo definido por los países en los que actúen, no están para satisfacer los deseos de control del político de turno.
Las comparaciones habituales a los que los políticos recurren en muchas ocasiones tampoco sirven: el paralelismo entre “el huevo de Twitter”, ya eliminado y sustituido por otro formato en un intento de eliminar sus connotaciones negativas,y la imagen de quien va por la calle enmascarado no funciona como tal: la eliminación del anonimato sería comparable, más bien, con una supuesta obligación de exhibir constantemente nuestra identidad con un cartel colgado del cuello o una etiqueta cosida en la ropa, algo solo exigible a aquellos que tienen encomendadas funciones que requieren un especial control, como los cuerpos y fuerzas de seguridad del estado. En la red, el anonimato como tal está muy lejos de ser tan ubicuo como algunos piensan: los mecanismos que convierten a alguien en completamente anónimo son difíciles de poner en práctica a un nivel tal que convierta la identidad de la persona en verdaderamente difícil de obtener. Ante la comisión de un delito y tras el requerimiento judicial correspondiente, son raros los casos en los que un usuario no puede ser identificado. Pero para ello tenemos que partir de una base fundamental: que exista un delito, y que un juez considere adecuado, proporcionado y justificado requerir la identificación de quien lo cometió.
Estoy totalmente a favor de identificar, perseguir y condenar a todo aquel que cometa un delito en la red, siempre que efectivamente sea un delito y que un juez así lo determine. Condenar a quienes injurian, difaman, acosan o amenazan en la red es importante, porque eso nos convierte en una sociedad más libre y evita que los matones dominen la conversación. Separar los delitos determinados por un juez de otras cuestiones importantes en una sociedad democrática, como el derecho a la parodia, a la ironía, al uso del humor en todas sus vertientes o a la crítica y el activismo es también fundamental, y debe ser considerado como algo muy importante, que no debería peligrar en una sociedad sana. Es importante buscar, además, un efecto ejemplificador que, dentro de la lógica y la mesura, contribuya a la educación de la sociedad en un contexto relativamente novedoso – ya no tanto, pero concedamos que no de manera universal – como el de las redes sociales. Se tarda tiempo en educar a una sociedad, pero se termina consiguiendo si se utilizan las herramientas adecuadas.
Todo político y toda persona con acceso al poder manifiesta de manera inmediata un deseo irrefrenable de control. La sensación de que, por ejemplo, eliminar el cifrado es una manera de evitar que los delincuentes se oculten es muy primaria y revela un desconocimiento profundo del funcionamiento de la red: si prohibimos el cifrado, estaríamos generando en primer lugar un absurdo conceptual – no hay nada que debilite más el prestigio de un político que la promulgación de leyes imposibles de cumplir – y, en segundo, provocaríamos que los delincuentes simplemente buscasen métodos más sofisticados, ante lo cual nos quedaríamos vigilando y monitorizando a los que no lo son.
En las sociedades democráticas, debemos exigir a los políticos que actúen con la madurez suficiente como para asumir que el control total es incompatible con la democracia, y que aquel que en una red social se comporta como un impresentable o un maleducado es porque la ley le permite, mientras no cometa un acto ilegal, ser un impresentable o un maleducado. La definición de lo que es o no delito es algo que proviene de un amplio consenso social expresado a lo largo de muchos años, y no puede ser revisada cada vez que algo nos resulta incómodo, ofensivo o molesto. No todo lo que no nos gusta o nos resulta molesto es un delito. Solo es delito lo que un juez decide que lo es, y pretender que todo aquel que recurre al anonimato o al uso de un pseudónimo lo hace con el fin de cometer delitos es de una inmadurez tal que, cuando se constata en un político, asusta. O debería asustar. El anonimato, como el cifrado, es un derecho fundamental de las personas en la era digital, y una cuestión enormemente compleja, con infinidad de matices que incluyen desde la libertad para ser conocido por el nombre que uno desee, hasta la búsqueda de protección contra prejuicios o agresiones de diversos tipos. Cada vez que veamos a un político exigir el fin del anonimato como una medida de trazo grueso, como si eso fuese la solución a todos los males, deberíamos reaccionar inmediatamente con el adecuado nivel de alarma: se empieza por ahí, y se termina por el liberticidio.
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Las recientes demandas del Partido Popular en España en torno a una supuesta “eliminación del anonimato en las redes sociales”, expresadas por su portavoz, Rafael Hernando, a raíz de unas presuntas amenazas expresadas en Twitter contra la Secretaria Primera de la Mesa del Congreso y presidenta del Comité Electoral Nacional del PP, Alicia Sánchez Camacho, no hacen más que reflejar una cuestión: que el Partido Popular no entiende la red.
Partamos de la base de que el “calentamiento de boca” de Hernando proviene de un análisis serio, consecuente y consensuado con su partido, y no de una simple reacción en caliente frente a los mensajes recibidos por su compañera: como ya comenté en el año 2011, el anonimato es y debe ser un derecho fundamental en la red, y eso no es simplemente una frase que diga yo, sino además, la opinión de organismos tan autorizados como la Electronic Frontier Foundation (EFF), que posee toda una interesante sección de su página web dedicada a la reflexión sobre el tema, o las Naciones Unidas, que afirman que el cifrado y el anonimato son elementos fundamentales a la hora de permitir que los individuos ejerciten su libertad de opinión y de expresión en la era digital, y que como tales, merecen una protección fuerte y categórica. Hablamos, pura y simplemente, de un derecho fundamental, de un elemento importantísimo en la esencia de las sociedades democráticas: no se puede hablar de la eliminación del anonimato o de la prohibición del cifrado sin asumir de manera inmediata una importante erosión en la calidad de la democracia de un país.
Todos los que alguna vez hemos sido agredidos, acosados o insultados a través de la red experimentamos una necesidad inmediata de reaccionar, de responder a la agresión de alguna manera. En muchos casos, la respuesta se da a través del propio canal, cayendo en el manido “don’t feed the troll“ que, lejos de ser una verdad absoluta, no deja de ser un simple aforismo con muchos matices imprescindibles. Cuando además el agredido es un miembro de la escena política con capacidad de intervención sobre la legislación, la tentación de “legislar en caliente” es inmediata, humana y comprensible. Pero no por ello menos censurable: al político debe exigírsele un mínimo de madurez, y una de las maneras de demostrar tal madurez es precisamente tratando de examinar todos los elementos implicados en una decisión.
El anonimato en las redes no puede ser eliminado salvo que se asuman infraestructuras enormes y la creación de un entorno autoritario como el existente en países como China, convertida en la versión corregida y aumentada del Gran Hermano imaginado por George Orwell en su “1984“. Pretender que las redes sociales asuman como propia el deseo de perseguir el anonimato de un gobernante es algo tan realista como cuando algún desinformado personaje, hace años, pretendía “hablar con Bill Gates para que pusiera la ñ en internet“. Las redes sociales, por mucho que tengan que desarrollar su actividad dentro del marco legislativo definido por los países en los que actúen, no están para satisfacer los deseos de control del político de turno.
Las comparaciones habituales a los que los políticos recurren en muchas ocasiones tampoco sirven: el paralelismo entre “el huevo de Twitter”, ya eliminado y sustituido por otro formato en un intento de eliminar sus connotaciones negativas,y la imagen de quien va por la calle enmascarado no funciona como tal: la eliminación del anonimato sería comparable, más bien, con una supuesta obligación de exhibir constantemente nuestra identidad con un cartel colgado del cuello o una etiqueta cosida en la ropa, algo solo exigible a aquellos que tienen encomendadas funciones que requieren un especial control, como los cuerpos y fuerzas de seguridad del estado. En la red, el anonimato como tal está muy lejos de ser tan ubicuo como algunos piensan: los mecanismos que convierten a alguien en completamente anónimo son difíciles de poner en práctica a un nivel tal que convierta la identidad de la persona en verdaderamente difícil de obtener. Ante la comisión de un delito y tras el requerimiento judicial correspondiente, son raros los casos en los que un usuario no puede ser identificado. Pero para ello tenemos que partir de una base fundamental: que exista un delito, y que un juez considere adecuado, proporcionado y justificado requerir la identificación de quien lo cometió.
Estoy totalmente a favor de identificar, perseguir y condenar a todo aquel que cometa un delito en la red, siempre que efectivamente sea un delito y que un juez así lo determine. Condenar a quienes injurian, difaman, acosan o amenazan en la red es importante, porque eso nos convierte en una sociedad más libre y evita que los matones dominen la conversación. Separar los delitos determinados por un juez de otras cuestiones importantes en una sociedad democrática, como el derecho a la parodia, a la ironía, al uso del humor en todas sus vertientes o a la crítica y el activismo es también fundamental, y debe ser considerado como algo muy importante, que no debería peligrar en una sociedad sana. Es importante buscar, además, un efecto ejemplificador que, dentro de la lógica y la mesura, contribuya a la educación de la sociedad en un contexto relativamente novedoso – ya no tanto, pero concedamos que no de manera universal – como el de las redes sociales. Se tarda tiempo en educar a una sociedad, pero se termina consiguiendo si se utilizan las herramientas adecuadas.
Todo político y toda persona con acceso al poder manifiesta de manera inmediata un deseo irrefrenable de control. La sensación de que, por ejemplo, eliminar el cifrado es una manera de evitar que los delincuentes se oculten es muy primaria y revela un desconocimiento profundo del funcionamiento de la red: si prohibimos el cifrado, estaríamos generando en primer lugar un absurdo conceptual – no hay nada que debilite más el prestigio de un político que la promulgación de leyes imposibles de cumplir – y, en segundo, provocaríamos que los delincuentes simplemente buscasen métodos más sofisticados, ante lo cual nos quedaríamos vigilando y monitorizando a los que no lo son.
En las sociedades democráticas, debemos exigir a los políticos que actúen con la madurez suficiente como para asumir que el control total es incompatible con la democracia, y que aquel que en una red social se comporta como un impresentable o un maleducado es porque la ley le permite, mientras no cometa un acto ilegal, ser un impresentable o un maleducado. La definición de lo que es o no delito es algo que proviene de un amplio consenso social expresado a lo largo de muchos años, y no puede ser revisada cada vez que algo nos resulta incómodo, ofensivo o molesto. No todo lo que no nos gusta o nos resulta molesto es un delito. Solo es delito lo que un juez decide que lo es, y pretender que todo aquel que recurre al anonimato o al uso de un pseudónimo lo hace con el fin de cometer delitos es de una inmadurez tal que, cuando se constata en un político, asusta. O debería asustar. El anonimato, como el cifrado, es un derecho fundamental de las personas en la era digital, y una cuestión enormemente compleja, con infinidad de matices que incluyen desde la libertad para ser conocido por el nombre que uno desee, hasta la búsqueda de protección contra prejuicios o agresiones de diversos tipos. Cada vez que veamos a un político exigir el fin del anonimato como una medida de trazo grueso, como si eso fuese la solución a todos los males, deberíamos reaccionar inmediatamente con el adecuado nivel de alarma: se empieza por ahí, y se termina por el liberticidio.
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