En la playa, en el campo, frente al espejo… quien no se haya hecho un selfie en su vida, que tire la primera piedra. ¿Acaso no es curioso cómo los seres humanos, de los mil usos que podríamos haberle dado a una cámara, priorizamos el de hacernos fotos a nosotros mismos?
Ya nos advertían los antiguos griegos con el mito de Narciso del peligro de quedarnos atrapados en nuestro propio reflejo. Pero, ¿de dónde viene esta obsesión con nosotros mismos? La respuesta está en nuestro cerebro, la atención y sus efectos especiales.
El yo juega con ventaja
La atención es el mecanismo del que dispone nuestro cerebro para filtrar la información que continuamente nos llega a través de los órganos sensoriales. Atenúa lo irrelevante para destacar lo que tiene importancia para nosotros, dada una situación o momento concreto.
Por ejemplo, si escuchamos nuestro nombre en medio del tumulto de un bar, éste actuará de gancho, haciendo que nuestra atención se oriente hacía esa zona de la sala que antes ignorábamos. Este efecto atencional tiene un valor evolutivo claro. Al fin y al cabo, en un entorno social, es ventajoso que se priorice el procesamiento de la información autorrelacionada, por ser relevante para nosotros.
De manera similar a lo que sucede con el nombre, otro elemento representativo de nuestra identidad, nuestro rostro, también goza de esta ventaja de procesamiento. Estudios de reconocimiento facial demuestran que reconocemos mejor y en menor tiempo nuestra cara en comparación a otras caras conocidas.
Pero, ¿acaso esto no sucede simplemente porque la nuestra es la cara que mejor conocemos? Pues no. Esta ventaja va más allá de la familiaridad, ya que se observa ante el yo en cualquiera de sus formas: el propio nombre, la propia cara… Pero también con elementos que han sido artificialmente asociados a uno mismo, como avatares o incluso figuras geométricas.
El efecto Narciso
En nuestro laboratorio de Neurociencia Cognitiva, ubicado en la Universidad Autónoma de Madrid, quisimos dar un paso más allá para descubrir qué pasa en nuestro cerebro cuando vemos nuestro rostro. Y averiguar si realmente existen diferencias a nivel de procesamiento neural entre la nuestra y otras caras.
Utilizando electroencefalografía, una herramienta que nos permite conocer la actividad eléctrica que emiten nuestras neuronas, pudimos comprobar que realmente la propia cara tiene un procesamiento más eficiente con respecto a otras conocidas. Y esto sucede por la acción de ciertos mecanismos atencionales que operan rápidamente en nuestro cerebro.
Concretamente, al percibir nuestra propia imagen se desencadena un juego atencional en dos tiempos. En un primer momento, la atención orientada hacia el yo impulsa el acceso a la información autobiográfica (de dónde soy, cómo me llamo, etc.), permitiéndonos reconocernos más rápidamente. Aunque lo más fascinante es lo que sucede después. Tras el autorreconocimiento, se produce una movilización de nuestros recursos cognitivos a las áreas cerebrales que están especializadas en el procesamiento facial (como el giro fusiforme), lo que se traduce en un “enganche” atencional hacia nuestra propia cara. Por eso nuestro propio rostro tiene la capacidad de secuestrar y retener nuestra atención durante más tiempo en comparación a otras caras que también conocemos.
A una conclusión similar llegaron también hace unos años neurocientíficos belgas y holandeses a través de un estudio de eye-tracker, una herramienta de rastreo visual. En él se evidenció la dificultad que tenían los participantes para desenganchar la mirada, y por tanto la atención, de su propia cara una vez que la detectaban entre otras. La próxima vez que nos enseñen una foto de grupo en la que aparecemos, estoy segura de que todos recordaremos (y comprobaremos) este fenómeno.
En definitiva, todo apunta a que, al igual que el pobre Narciso, en cierta manera también nosotros nos quedamos atrapados en nuestro propio reflejo. Y esto da bastante que pensar. En una sociedad cada vez más egocentrista, ¿acaso estamos siendo víctimas de un mecanismo atencional que tiene un claro sentido evolutivo? ¿Da sentido a la proliferación de los selfis?
Atrapados en el yo
El extremo de este sesgo hacía nosotros mismos podemos observarlo en pacientes que sufren ciertas enfermedades psiquiátricas que, por exceso o por defecto, sufren un procesamiento del yo alterado. Concretamente, en el caso de la depresión, se ha establecido un vínculo entre la rumiación –un síntoma característico de esta enfermedad que aparece cuando el foco de atención se queda “enganchado” a un pensamiento/elemento real o imaginario produciendo malestar– y una hiperfocalización en uno mismo.
Por tanto, el estudio del yo, más allá de darnos alguna que otra pista sobre nuestro curioso comportamiento en redes sociales, quizás algún día también nos permita entender si un mal funcionamiento de sus mecanismos atencionales podría estar detrás de este tipo de sintomatología. Y, quién sabe, incluso ser capaces de paliarla.
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por Elisabet Alzueta
En la playa, en el campo, frente al espejo… quien no se haya hecho un selfie en su vida, que tire la primera piedra. ¿Acaso no es curioso cómo los seres humanos, de los mil usos que podríamos haberle dado a una cámara, priorizamos el de hacernos fotos a nosotros mismos?
Ya nos advertían los antiguos griegos con el mito de Narciso del peligro de quedarnos atrapados en nuestro propio reflejo. Pero, ¿de dónde viene esta obsesión con nosotros mismos? La respuesta está en nuestro cerebro, la atención y sus efectos especiales.
El yo juega con ventaja
La atención es el mecanismo del que dispone nuestro cerebro para filtrar la información que continuamente nos llega a través de los órganos sensoriales. Atenúa lo irrelevante para destacar lo que tiene importancia para nosotros, dada una situación o momento concreto.
Por ejemplo, si escuchamos nuestro nombre en medio del tumulto de un bar, éste actuará de gancho, haciendo que nuestra atención se oriente hacía esa zona de la sala que antes ignorábamos. Este efecto atencional tiene un valor evolutivo claro. Al fin y al cabo, en un entorno social, es ventajoso que se priorice el procesamiento de la información autorrelacionada, por ser relevante para nosotros.
De manera similar a lo que sucede con el nombre, otro elemento representativo de nuestra identidad, nuestro rostro, también goza de esta ventaja de procesamiento. Estudios de reconocimiento facial demuestran que reconocemos mejor y en menor tiempo nuestra cara en comparación a otras caras conocidas.
Pero, ¿acaso esto no sucede simplemente porque la nuestra es la cara que mejor conocemos? Pues no. Esta ventaja va más allá de la familiaridad, ya que se observa ante el yo en cualquiera de sus formas: el propio nombre, la propia cara… Pero también con elementos que han sido artificialmente asociados a uno mismo, como avatares o incluso figuras geométricas.
El efecto Narciso
En nuestro laboratorio de Neurociencia Cognitiva, ubicado en la Universidad Autónoma de Madrid, quisimos dar un paso más allá para descubrir qué pasa en nuestro cerebro cuando vemos nuestro rostro. Y averiguar si realmente existen diferencias a nivel de procesamiento neural entre la nuestra y otras caras.
Utilizando electroencefalografía, una herramienta que nos permite conocer la actividad eléctrica que emiten nuestras neuronas, pudimos comprobar que realmente la propia cara tiene un procesamiento más eficiente con respecto a otras conocidas. Y esto sucede por la acción de ciertos mecanismos atencionales que operan rápidamente en nuestro cerebro.
Concretamente, al percibir nuestra propia imagen se desencadena un juego atencional en dos tiempos. En un primer momento, la atención orientada hacia el yo impulsa el acceso a la información autobiográfica (de dónde soy, cómo me llamo, etc.), permitiéndonos reconocernos más rápidamente. Aunque lo más fascinante es lo que sucede después. Tras el autorreconocimiento, se produce una movilización de nuestros recursos cognitivos a las áreas cerebrales que están especializadas en el procesamiento facial (como el giro fusiforme), lo que se traduce en un “enganche” atencional hacia nuestra propia cara. Por eso nuestro propio rostro tiene la capacidad de secuestrar y retener nuestra atención durante más tiempo en comparación a otras caras que también conocemos.
A una conclusión similar llegaron también hace unos años neurocientíficos belgas y holandeses a través de un estudio de eye-tracker, una herramienta de rastreo visual. En él se evidenció la dificultad que tenían los participantes para desenganchar la mirada, y por tanto la atención, de su propia cara una vez que la detectaban entre otras. La próxima vez que nos enseñen una foto de grupo en la que aparecemos, estoy segura de que todos recordaremos (y comprobaremos) este fenómeno.
En definitiva, todo apunta a que, al igual que el pobre Narciso, en cierta manera también nosotros nos quedamos atrapados en nuestro propio reflejo. Y esto da bastante que pensar. En una sociedad cada vez más egocentrista, ¿acaso estamos siendo víctimas de un mecanismo atencional que tiene un claro sentido evolutivo? ¿Da sentido a la proliferación de los selfis?
Atrapados en el yo
El extremo de este sesgo hacía nosotros mismos podemos observarlo en pacientes que sufren ciertas enfermedades psiquiátricas que, por exceso o por defecto, sufren un procesamiento del yo alterado. Concretamente, en el caso de la depresión, se ha establecido un vínculo entre la rumiación –un síntoma característico de esta enfermedad que aparece cuando el foco de atención se queda “enganchado” a un pensamiento/elemento real o imaginario produciendo malestar– y una hiperfocalización en uno mismo.
Por tanto, el estudio del yo, más allá de darnos alguna que otra pista sobre nuestro curioso comportamiento en redes sociales, quizás algún día también nos permita entender si un mal funcionamiento de sus mecanismos atencionales podría estar detrás de este tipo de sintomatología. Y, quién sabe, incluso ser capaces de paliarla.
The Conversation
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