El lunes pasado fue considerado un “día histórico” por quienes promueven y trabajan en el campo de la “economía colaborativa” o “economía por compartir”: luego de años de peleas en los tribunales, el alcalde de San Francisco firmó una nueva normativa que permite a los propietarios de esa ciudad alquilar en forma directa, por pocos días, sus viviendas o las habitaciones dentro de ellas que estén vacías.
“Fue una mañana fantástica para toda la comunidad”, saludó la novedad en un comunicado el gigante Airbnb, la plataforma más grande del mundo de locaciones “de persona a persona”. En los últimos meses el sector obtuvo victorias similares en ciudades como Barcelona, Portland, Amsterdam o Hamburgo. Es una bocanada de aire fresco para un segmento que viene siendo muy cuestionado desde distintos flancos: porque representa una competencia desleal para quienes dominan los negocios (hoteles, inmobiliarias, compañías de taxis, etcétera), porque los gobiernos lo ven como un drenaje para sus arcas fiscales y porque muchos analistas remarcan que detrás de una filosofía altruista (anclada en el término “compartir”) se esconden empresas concentradas que hacen lobby y tienen todos los vicios del mundo capitalista.
“La economía colaborativa constituye de alguna forma una ruptura del capitalismo, es un nuevo modelo de producir, distribuir y consumir”, cuenta a la nacion Pau Cabanilla, un especialista español en el tema. “Las cifras son relevantes. En los Estados Unidos ha creado 8,7 millones de empleos y la productividad por trabajador aumentó 8% en la última década. El Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) calcula su potencial económico en 110.000 millones de dólares (82.000 millones de euros), aunque hoy ronda los 26.000 millones, es decir, se va a cuadriplicar en los próximos años. Quizá para acabar de explotar le hace falta más visibilidad y reconocimiento político y social. Al ser disruptiva genera incertidumbre y miedo en sectores sobre todo regulados. Lo nuevo siempre genera desconfianza”, plantea Cabanilla, que estuvo esta semana en Buenos Aires para exponer en el Econ 2014, que se organizó en la Facultad de Ciencias Económicas de la UBA.
Para Cabanilla, hay prejuicios de los economistas con este tema, “que van en la dirección de que no tiene una institucionalización clara y estructurada, es decir, no hay espacios de interlocución, es dispersa, una red de redes sin normas legislativas claras. Cuesta interpretar bien qué es la economía colaborativa y qué no lo es. Son circuitos alternativos a los tradicionales canales de información y análisis de la economía”.
Uno de los pocos economistas argentinos que abordaron la temática en forma académica es Ricardo Pérez Truglia, de Harvard: “La gran pregunta es cuánta confianza interpersonal se necesita para sostener estos modelos de economía por compartir”, explica. Meses atrás, Pérez Truglia realizó un estudio que partió de la gran diferencia que hay en la variable de confianza interpersonal en los distintos estados de los Estados Unidos. Lo que hizo el economista argentino fue tomar una base de datos de eBay, el gigante de las ventas online, sobre la cual analizó la reacción y la confianza de consumidores ante un mismo producto y un mismo proveedor, para ver si se comportaban de manera distinta en relación con su ubicación geográfica. La respuesta fue impactante: la tecnología y el esquema de reputación en la Web -basados en críticas y vetos de los usuarios- actuaron como un “homogeneizador” de la confianza: los compradores actuaron de forma similar, más allá del estado del que provinieran.
Dos compañeros de Pérez Truglia en Harvard, Benjamin Edelman y Michael Luca, utilizaron en enero la base de Airbnb para estudiar niveles de discriminación (contra locatarios afroamericanos) en la sociedad estadounidense. El mes pasado, Justin Wolfers escribió en Up Shot sobre los resultados de una pequeña encuesta entre 40 economistas top que concluyeron que servicios como el de Uber (que promueve compartir el espacio vacío en los autos o transforma en choferes a dueños de vehículos con tiempo libre para monetizarlo) o Lyft “mejoran la calidad de vida de la población”.
Otros analistas no están tan seguros. Uno de los más furiosos críticos es Eugeny Morozov, quien escribe frecuentemente en The Observer. Morozov argumenta que bajo el glamour y la buena prensa del compartir (“Los presidentes de estas compañías suelen ser excelentes contadores de historias”, remarca) se esconden otros elementos menos claros. Sostiene que en una economía estancada como la europea actual, o la de Estados Unidos, se trata de volver cool opciones -compartir vehículo, alquilar más barato, comprar ropa usada- que en momentos de boom no lo serían. Algo así como el enamoramiento de algunos periodistas y analistas argentinos en 2002 con los clubes de trueque o aquel invento de los “nuevos pobres” (gente que supuestamente estaba orgullosa de comprar segundas marcas), a los que se romantizó como nuevas prácticas para quedarse, y que terminaron desapareciendo no bien la economía doméstica empezó a repuntar y se volvieron a llenar los shoppings.
ALGUNAS VOCES CRÍTICAS
Y las críticas siguen: hay gobiernos locales, como el de Nueva York, que destacan que las modalidades de la sharing economic son ideales para lavado de dinero o para otras actividades ilícitas, y que la mayor parte de las ofertas listadas por firmas como Airbnb en la Gran Manzana no son jubilados que aprovechan para completar un ingreso alquilando la pieza del fondo vacía, sino grandes grupos inmobiliarios con cientos de viviendas que buscan “negrear” sus operaciones. Otro riesgo que se apunta es el de la suba de precios que se acerca al poder adquisitivo de los turistas y vuelve a las viviendas prohibitivas para los bolsillos de los trabajadores urbanos.
“Hay una primera confusión en los términos de la «economía colaborativa», que no discrimina entre proyectos sin fines de lucro, como pueden ser couchsurfing -una plataforma que permite pernoctar en el «sofá» de la casa de un desconocido cuando se viaja- o huertas comunitarias de empresas enormes que valen miles de millones de dólares y tienen prácticas como las de cualquier otra firma capitalista”, explica ahora Marcela Basch, periodista especializada en economía colaborativa y fundadora del sitio www.elplanc.net. “Claramente, no es todo lo mismo”, apunta, y cita el caso de Seúl, en Corea, autoproclamada una sharing city, que recientemente prohibió la entrada de Uber por considerar que es un monopolio que favorece la concentración globalizada (la paradoja de la altísima concentración se da en todos los segmentos de la “nueva economía”, empezando por Google o Facebook).
Con todo, Basch cree que estas modalidades llegaron para quedarse. “Para mí, Airbnb sigue siendo más interesante, y menos concentrada, y mejor económica, ecológica y socialmente que la cadena de hoteles Hilton; aunque igual sea recontra perfectible. Los teóricos más valiosos de la economía colaborativa (que los hay) están todos de acuerdo en que estamos en un momento muy iniciático, lleno de zonas grises, y que indefectiblemente se avanzará hacia algún tipo de regulación que permita de algún modo mejorar estas prácticas. Con la tecnología disponible, es imposible hacerlas desaparecer. Es como lo que sucedió en su momento con Napster: bajás una y aparecen cinco.”.
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Por Sebastián Campanario
El lunes pasado fue considerado un “día histórico” por quienes promueven y trabajan en el campo de la “economía colaborativa” o “economía por compartir”: luego de años de peleas en los tribunales, el alcalde de San Francisco firmó una nueva normativa que permite a los propietarios de esa ciudad alquilar en forma directa, por pocos días, sus viviendas o las habitaciones dentro de ellas que estén vacías.
“Fue una mañana fantástica para toda la comunidad”, saludó la novedad en un comunicado el gigante Airbnb, la plataforma más grande del mundo de locaciones “de persona a persona”. En los últimos meses el sector obtuvo victorias similares en ciudades como Barcelona, Portland, Amsterdam o Hamburgo. Es una bocanada de aire fresco para un segmento que viene siendo muy cuestionado desde distintos flancos: porque representa una competencia desleal para quienes dominan los negocios (hoteles, inmobiliarias, compañías de taxis, etcétera), porque los gobiernos lo ven como un drenaje para sus arcas fiscales y porque muchos analistas remarcan que detrás de una filosofía altruista (anclada en el término “compartir”) se esconden empresas concentradas que hacen lobby y tienen todos los vicios del mundo capitalista.
“La economía colaborativa constituye de alguna forma una ruptura del capitalismo, es un nuevo modelo de producir, distribuir y consumir”, cuenta a la nacion Pau Cabanilla, un especialista español en el tema. “Las cifras son relevantes. En los Estados Unidos ha creado 8,7 millones de empleos y la productividad por trabajador aumentó 8% en la última década. El Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) calcula su potencial económico en 110.000 millones de dólares (82.000 millones de euros), aunque hoy ronda los 26.000 millones, es decir, se va a cuadriplicar en los próximos años. Quizá para acabar de explotar le hace falta más visibilidad y reconocimiento político y social. Al ser disruptiva genera incertidumbre y miedo en sectores sobre todo regulados. Lo nuevo siempre genera desconfianza”, plantea Cabanilla, que estuvo esta semana en Buenos Aires para exponer en el Econ 2014, que se organizó en la Facultad de Ciencias Económicas de la UBA.
Para Cabanilla, hay prejuicios de los economistas con este tema, “que van en la dirección de que no tiene una institucionalización clara y estructurada, es decir, no hay espacios de interlocución, es dispersa, una red de redes sin normas legislativas claras. Cuesta interpretar bien qué es la economía colaborativa y qué no lo es. Son circuitos alternativos a los tradicionales canales de información y análisis de la economía”.
Uno de los pocos economistas argentinos que abordaron la temática en forma académica es Ricardo Pérez Truglia, de Harvard: “La gran pregunta es cuánta confianza interpersonal se necesita para sostener estos modelos de economía por compartir”, explica. Meses atrás, Pérez Truglia realizó un estudio que partió de la gran diferencia que hay en la variable de confianza interpersonal en los distintos estados de los Estados Unidos. Lo que hizo el economista argentino fue tomar una base de datos de eBay, el gigante de las ventas online, sobre la cual analizó la reacción y la confianza de consumidores ante un mismo producto y un mismo proveedor, para ver si se comportaban de manera distinta en relación con su ubicación geográfica. La respuesta fue impactante: la tecnología y el esquema de reputación en la Web -basados en críticas y vetos de los usuarios- actuaron como un “homogeneizador” de la confianza: los compradores actuaron de forma similar, más allá del estado del que provinieran.
Dos compañeros de Pérez Truglia en Harvard, Benjamin Edelman y Michael Luca, utilizaron en enero la base de Airbnb para estudiar niveles de discriminación (contra locatarios afroamericanos) en la sociedad estadounidense. El mes pasado, Justin Wolfers escribió en Up Shot sobre los resultados de una pequeña encuesta entre 40 economistas top que concluyeron que servicios como el de Uber (que promueve compartir el espacio vacío en los autos o transforma en choferes a dueños de vehículos con tiempo libre para monetizarlo) o Lyft “mejoran la calidad de vida de la población”.
Otros analistas no están tan seguros. Uno de los más furiosos críticos es Eugeny Morozov, quien escribe frecuentemente en The Observer. Morozov argumenta que bajo el glamour y la buena prensa del compartir (“Los presidentes de estas compañías suelen ser excelentes contadores de historias”, remarca) se esconden otros elementos menos claros. Sostiene que en una economía estancada como la europea actual, o la de Estados Unidos, se trata de volver cool opciones -compartir vehículo, alquilar más barato, comprar ropa usada- que en momentos de boom no lo serían. Algo así como el enamoramiento de algunos periodistas y analistas argentinos en 2002 con los clubes de trueque o aquel invento de los “nuevos pobres” (gente que supuestamente estaba orgullosa de comprar segundas marcas), a los que se romantizó como nuevas prácticas para quedarse, y que terminaron desapareciendo no bien la economía doméstica empezó a repuntar y se volvieron a llenar los shoppings.
ALGUNAS VOCES CRÍTICAS
Y las críticas siguen: hay gobiernos locales, como el de Nueva York, que destacan que las modalidades de la sharing economic son ideales para lavado de dinero o para otras actividades ilícitas, y que la mayor parte de las ofertas listadas por firmas como Airbnb en la Gran Manzana no son jubilados que aprovechan para completar un ingreso alquilando la pieza del fondo vacía, sino grandes grupos inmobiliarios con cientos de viviendas que buscan “negrear” sus operaciones. Otro riesgo que se apunta es el de la suba de precios que se acerca al poder adquisitivo de los turistas y vuelve a las viviendas prohibitivas para los bolsillos de los trabajadores urbanos.
“Hay una primera confusión en los términos de la «economía colaborativa», que no discrimina entre proyectos sin fines de lucro, como pueden ser couchsurfing -una plataforma que permite pernoctar en el «sofá» de la casa de un desconocido cuando se viaja- o huertas comunitarias de empresas enormes que valen miles de millones de dólares y tienen prácticas como las de cualquier otra firma capitalista”, explica ahora Marcela Basch, periodista especializada en economía colaborativa y fundadora del sitio www.elplanc.net. “Claramente, no es todo lo mismo”, apunta, y cita el caso de Seúl, en Corea, autoproclamada una sharing city, que recientemente prohibió la entrada de Uber por considerar que es un monopolio que favorece la concentración globalizada (la paradoja de la altísima concentración se da en todos los segmentos de la “nueva economía”, empezando por Google o Facebook).
Con todo, Basch cree que estas modalidades llegaron para quedarse. “Para mí, Airbnb sigue siendo más interesante, y menos concentrada, y mejor económica, ecológica y socialmente que la cadena de hoteles Hilton; aunque igual sea recontra perfectible. Los teóricos más valiosos de la economía colaborativa (que los hay) están todos de acuerdo en que estamos en un momento muy iniciático, lleno de zonas grises, y que indefectiblemente se avanzará hacia algún tipo de regulación que permita de algún modo mejorar estas prácticas. Con la tecnología disponible, es imposible hacerlas desaparecer. Es como lo que sucedió en su momento con Napster: bajás una y aparecen cinco.”.
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