Un 20 de abril de 1999, dos adolescentes de Colorado irrumpieron en
el instituto de Columbine armados hasta los dientes, asesinaron a trece
personas, hirieron a más de veinte y, posteriormente, se suicidaron.
A pesar de la confusión inicial que acompaña a cualquier drama de
esas características, los medios de comunicación norteamericanos, lejos
de optar por la cautela, se apresuraron en buscar la causa de semejante
catástrofe. En lugar de encontrarla en, por ejemplo, el hecho de que la
legislación estadounidense es muy permisiva en lo que a posesión de
armas se refiere, prefirieron demonizar una de las diversiones de los
jóvenes: los videojuegos.
La estrategia no era nueva. Ya en el pasado, las autoridades
estadounidenses habían perseguido el ocio adolescente. Además de las
críticas al rock and roll y a sus artistas por considerarlo
lúbrico e indecente, en 1955 habían censurado la industria de los cómics
exigiendo a las editoriales a que se sometieran a la Comics Code Authority para poder ser distribuidos en circuitos mayoritarios.
Por si eso no fuera suficiente, cuando se cometió la matanza de Columbine, todavía había estados del país cuya legislación prohibía la instalación en su territorio de salones recreativos en los que hubiera máquinas de pinball por considerar que era perniciosas para los más jóvenes.
El ambiente, por tanto, era propicio para demonizar a los
videojuegos, una vez más. Las televisiones y periódicos comenzaron a
propagar la información de que Eric Harris y Dylan Klebold eran usuarios
asiduos de Doom, un videojuego inmersivo en primera persona,
cuya finalidad principal era recorrer un laberinto de pasillos matando
criaturas monstruosas. De hecho, algunos periodistas aseguraron que la
ropa y las armas de los asesinos llevaban el logotipo de Doom. Además, decían, Harris habría diseñado una versión propia de Doom en el que el escenario eran los pasillos del instituto Columbine.
Aprovechando la indignación y la alarma de la población generada por
los medios, los políticos clamaron por la prohibición de los
videojuegos, en su defecto exigieron una regulación para ese tipo de
diversión –regulación que, por cierto, ya existía– y, mientras se
rasgaban las vestiduras, no paraban de preguntarse «¿cómo hemos llegado
hasta aquí?».
Aquellos que, al igual que sucedía con los congresistas y senadores,
quieran saber cómo se había llegado hasta ese punto, pueden leer Maestros del Doom, libro escrito por David Kushner y editado en España por EsPop Ediciones,
que repasa la vida de «los dos Johns», John Carmack y John Romero,
programadores que revolucionaron el mundo de los videojuegos y le dieron
la forma que tiene hoy en día gracias a su creación más popular: Doom.
Criados en entornos familiares complicados, Carmack y Romero pasaron
su adolescencia en los salones recreativos reventando los récords de
clásicos como Pac-Man, Space Invaders y poniendo sus iniciales en el Top
de las máquinas de sus respectivas ciudades. A finales de los 80 y
principios de los 90, con el sector de las consolas todavía en
desarrollo, uno de los pocos lugares en los que se podía jugar a
videojuegos, además de las salas de recreativos, eran los departamentos
de ingeniería informática y programación de las universidades. De esta
forma, Romero y Carmack, a quienes sus padres habían prohibido ir a las
salas recreativas, comenzaron a frecuentar los campus de sus respectivas
ciudades para jugar en los ordenadores de la época, unos Apple II con
los que pronto comenzarían a programar.
Carmack y Romero se dieron cuenta que si jugar molaba, programar uno
mismo los juegos, molaba aún más. El problema era que, para poder
hacerlo, era necesario tener un ordenador propio. Romero consiguió
comprarse el suyo después de pasar meses trabajando; Carmack, sin
embargo, decidió robarlo. La broma le costó varios meses de prisión
pero, cuando le preguntaron que si volvería hacerlo, respondió que sí.
Programar le gustaba más de lo que cualquier adulto pudiera comprender.
Las vidas paralelas de John Romero y John Carmack acabaron por
cruzarse cuando ambos se trasladaron a Luisiana para trabajar en
Softdisk, una pequeña empresa de que desarrollaba y vendía juegos por
correo. Los jóvenes pronto se hicieron amigos, decidieron compartir una
casa a orillas de un lago y, como quien no quiere la cosa, pusieron la
empresa patas arriba. Además de programar juegos inusuales para el
momento, tanto por su creatividad como por su tecnología, convencieron a
sus jefes de dejar de desarrollar videojuegos para Apple II y apostar
por un nuevo sistema por entonces muy minoritario, el de IBM PC.
Sin embargo, la destreza y creatividad de «los dos Johns» era
demasiado para Softdisk y pronto se sintieron encorsetados. Para
solucionarlo decidieron desarrollar a espaldas de sus jefes juegos para
otras empresas en sus ratos libres, para lo cual se llevaban a
escondidas los ordenadores de la empresa por las noches y los devolvían
antes de que el resto de la plantilla llegase. Cuando los jefes
descubrieron la estratagema, lejos de despedirlos, decidieron asociarse
con ellos para sacar también beneficio de esos otros productos. Sin
embargo, las diferencias de trato que disfrutaban Carmack y Romero
respecto del resto de trabajadores de Softdisk acabaron colmando la
paciencia de la plantilla y fueron despedidos.
Lejos de preocuparse, los jóvenes montaron su propia empresa,
idSoftware, en la que comenzaron a desarrollar unos juegos que, a pesar
de estar basados en otros anteriores de Apple II, como Wolfenstein, incluían novedades que volvieron locos a los gamers y desesperaron a sus padres.
La versión de Wolfenstein que realizaron Carmack y Romero llevaba el añadido 3D
porque, a diferencia del original, se jugaba en primera persona con un
punto de vista subjetivo. Además, tenía altas dosis de violencia y
estaba lleno de iconografía nazi debido a que la aventura transcurría en
la II Guerra Mundial. De hecho, el enemigo a batir en la última
pantalla era el mismísimo Adolf Hitler.
Como era de esperar, fueron muchos los colectivos sociales que se
indignaron por el videojuego. En el caso de Alemania incluso se llegó a
prohibir en el país, impidiendo hasta su descarga. No obstante, las
restricciones de las autoridades alemanas no hicieron más que aumentar
el deseo de los jugadores germanos, que pronto empezaron a pedir Wolfenstein 3D en soporte físico, que se enviaba por correo desde Estados Unidos.
El éxito de Wolfenstein 3D no hizo más que confirmar lo que
Carmack, Romero y su equipo ya sabían: que a los gamers les gustaban los
juegos inmersivos y con buenas dosis de violencia. Con esas premisas
crearon Doom, entre cuyas novedades estaba una opción
multijugador que permitía a los usuarios colaborar para ganar juntos la
partida o jugar a la aventura principal al tiempo que se perseguían por
los escenarios, se daban caza y se mataban mutuamente.
Convencidos de que Doom sería un éxito, los miembros de
IdSoftware decidieron distribuirlo directamente, sin intermediarios que
se quedasen con parte de las ganancias y utilizando para ello los
servidores FTP de la universidad de Wisconsin que el 10 de diciembre de
1993, día del estreno, se colapsaron debido a las más de diez mil
personas que se descargaron el juego esa misma noche. A estos buenos
resultados de público se sumarían poco después los económicos, que
arrojaron un saldo a favor de idSoftware de cien mil dólares diarios
gracias únicamente a las recaudaciones de Doom.
Muchas de las descargas del juego procedían de estudiantes y
trabajadores norteamericanos que aprovechaban la mayor rapidez de las
redes de las empresas y las universidades para jugar a Doom. Una
actitud que, no solo suponía grandes pérdidas económicas por absentismo
laboral, sino que provocaba el colapso de las redes. Para solucionarlo,
se llegaron a crear programas espía que detectaban y borraban Doom de las computadoras cada vez que era descargado.
Definitivamente, el éxito de Doom era algo inaudito en el
mundo de los videojuegos. Nadie, ni siquiera Nintendo o Atari habían
conseguido ganar tanto dinero en tan poco tiempo. Cuando todo el mundo
creía que Doom ya no daba más de sí, los responsables de
idSoftware desarrollaron una herramienta que permitía jugar en red no
entre unos pocos ordenadores conectados entre sí, sino con cualquier
ordenador del mundo que estuviera conectado a internet.
El furor provocado por Doom hizo que Hollywood comprase los
derechos de imagen para hacer una película, Bill Gates lanzó Windows 95
con el reclamo de ser el mejor sistema operativo para jugar a Doom
y organizaciones como los Marines aprovecharon que el juego se
publicaba con código abierto para adaptarlo a los programas de
entrenamiento de sus soldados, los cuales practicaban el trabajo en
equipo y la colaboración en el campo de batalla gracias a la creación de
Carmack y Romero.
El hecho de que los Marines estuvieran utilizando Doom como
herramienta y los testimonios tranquilizadores de expertos que afirmaban
que los juegos son solo eso, juegos, entornos de ficción que sirven
para canalizar de manera simbólica la agresividad y la violencia, no
fueron tenidos en cuenta por los medios de comunicación cuando, en pleno
éxito del videojuego, decidieron vincular la masacre de Columbine con Doom.
El escándalo mediático, sumado al éxito empresarial y económico,
comenzó a hacer mella en unos muchachos que, apenas rebasada la
treintena, ya tenían millones de dólares en el banco y varios ferraris
en el garaje. Aunque volverían a tener un gran éxito con Quake, los amigos comenzaron a tener asperezas entre sí y Romero fue despedido de idSoftware por Carmack.
A partir de entonces, las rencillas entre ambos fueron más allá de lo
empresarial y alcanzaron los foros de internet y las convenciones de
videojuegos en los que aprovechaban para lanzarse comentarios hirientes y
pullas, en un estilo más propio de los programas del corazón que de las
revistas de informática.
En la actualidad, un cuarto de siglo después de su lanzamiento, Doom
continúa siendo uno de los juegos más populares del mercado. Tanto es
así que ha sido adaptado a todo tipo de sistemas y consolas como la
Nintendo Switch, plataforma orientada al público familiar que siempre
fue reacia a incluir juegos violentos en su catálogo pero que tuvo que
rendirse al éxito de esta aventura para seguir siendo notoria para los
jugadores. Eso sí, ha sido calificado como para mayores de 18 años para
evitar problemas.
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Un 20 de abril de 1999, dos adolescentes de Colorado irrumpieron en el instituto de Columbine armados hasta los dientes, asesinaron a trece personas, hirieron a más de veinte y, posteriormente, se suicidaron.
A pesar de la confusión inicial que acompaña a cualquier drama de esas características, los medios de comunicación norteamericanos, lejos de optar por la cautela, se apresuraron en buscar la causa de semejante catástrofe. En lugar de encontrarla en, por ejemplo, el hecho de que la legislación estadounidense es muy permisiva en lo que a posesión de armas se refiere, prefirieron demonizar una de las diversiones de los jóvenes: los videojuegos.
La estrategia no era nueva. Ya en el pasado, las autoridades estadounidenses habían perseguido el ocio adolescente. Además de las críticas al rock and roll y a sus artistas por considerarlo lúbrico e indecente, en 1955 habían censurado la industria de los cómics exigiendo a las editoriales a que se sometieran a la Comics Code Authority para poder ser distribuidos en circuitos mayoritarios.
Por si eso no fuera suficiente, cuando se cometió la matanza de Columbine, todavía había estados del país cuya legislación prohibía la instalación en su territorio de salones recreativos en los que hubiera máquinas de pinball por considerar que era perniciosas para los más jóvenes.
El ambiente, por tanto, era propicio para demonizar a los videojuegos, una vez más. Las televisiones y periódicos comenzaron a propagar la información de que Eric Harris y Dylan Klebold eran usuarios asiduos de Doom, un videojuego inmersivo en primera persona, cuya finalidad principal era recorrer un laberinto de pasillos matando criaturas monstruosas. De hecho, algunos periodistas aseguraron que la ropa y las armas de los asesinos llevaban el logotipo de Doom. Además, decían, Harris habría diseñado una versión propia de Doom en el que el escenario eran los pasillos del instituto Columbine.
Aprovechando la indignación y la alarma de la población generada por los medios, los políticos clamaron por la prohibición de los videojuegos, en su defecto exigieron una regulación para ese tipo de diversión –regulación que, por cierto, ya existía– y, mientras se rasgaban las vestiduras, no paraban de preguntarse «¿cómo hemos llegado hasta aquí?».
Aquellos que, al igual que sucedía con los congresistas y senadores, quieran saber cómo se había llegado hasta ese punto, pueden leer Maestros del Doom, libro escrito por David Kushner y editado en España por EsPop Ediciones, que repasa la vida de «los dos Johns», John Carmack y John Romero, programadores que revolucionaron el mundo de los videojuegos y le dieron la forma que tiene hoy en día gracias a su creación más popular: Doom.
Criados en entornos familiares complicados, Carmack y Romero pasaron su adolescencia en los salones recreativos reventando los récords de clásicos como Pac-Man, Space Invaders y poniendo sus iniciales en el Top de las máquinas de sus respectivas ciudades. A finales de los 80 y principios de los 90, con el sector de las consolas todavía en desarrollo, uno de los pocos lugares en los que se podía jugar a videojuegos, además de las salas de recreativos, eran los departamentos de ingeniería informática y programación de las universidades. De esta forma, Romero y Carmack, a quienes sus padres habían prohibido ir a las salas recreativas, comenzaron a frecuentar los campus de sus respectivas ciudades para jugar en los ordenadores de la época, unos Apple II con los que pronto comenzarían a programar.
Carmack y Romero se dieron cuenta que si jugar molaba, programar uno mismo los juegos, molaba aún más. El problema era que, para poder hacerlo, era necesario tener un ordenador propio. Romero consiguió comprarse el suyo después de pasar meses trabajando; Carmack, sin embargo, decidió robarlo. La broma le costó varios meses de prisión pero, cuando le preguntaron que si volvería hacerlo, respondió que sí. Programar le gustaba más de lo que cualquier adulto pudiera comprender.
Las vidas paralelas de John Romero y John Carmack acabaron por cruzarse cuando ambos se trasladaron a Luisiana para trabajar en Softdisk, una pequeña empresa de que desarrollaba y vendía juegos por correo. Los jóvenes pronto se hicieron amigos, decidieron compartir una casa a orillas de un lago y, como quien no quiere la cosa, pusieron la empresa patas arriba. Además de programar juegos inusuales para el momento, tanto por su creatividad como por su tecnología, convencieron a sus jefes de dejar de desarrollar videojuegos para Apple II y apostar por un nuevo sistema por entonces muy minoritario, el de IBM PC.
Sin embargo, la destreza y creatividad de «los dos Johns» era demasiado para Softdisk y pronto se sintieron encorsetados. Para solucionarlo decidieron desarrollar a espaldas de sus jefes juegos para otras empresas en sus ratos libres, para lo cual se llevaban a escondidas los ordenadores de la empresa por las noches y los devolvían antes de que el resto de la plantilla llegase. Cuando los jefes descubrieron la estratagema, lejos de despedirlos, decidieron asociarse con ellos para sacar también beneficio de esos otros productos. Sin embargo, las diferencias de trato que disfrutaban Carmack y Romero respecto del resto de trabajadores de Softdisk acabaron colmando la paciencia de la plantilla y fueron despedidos.
Lejos de preocuparse, los jóvenes montaron su propia empresa, idSoftware, en la que comenzaron a desarrollar unos juegos que, a pesar de estar basados en otros anteriores de Apple II, como Wolfenstein, incluían novedades que volvieron locos a los gamers y desesperaron a sus padres.
La versión de Wolfenstein que realizaron Carmack y Romero llevaba el añadido 3D porque, a diferencia del original, se jugaba en primera persona con un punto de vista subjetivo. Además, tenía altas dosis de violencia y estaba lleno de iconografía nazi debido a que la aventura transcurría en la II Guerra Mundial. De hecho, el enemigo a batir en la última pantalla era el mismísimo Adolf Hitler.
Como era de esperar, fueron muchos los colectivos sociales que se indignaron por el videojuego. En el caso de Alemania incluso se llegó a prohibir en el país, impidiendo hasta su descarga. No obstante, las restricciones de las autoridades alemanas no hicieron más que aumentar el deseo de los jugadores germanos, que pronto empezaron a pedir Wolfenstein 3D en soporte físico, que se enviaba por correo desde Estados Unidos.
El éxito de Wolfenstein 3D no hizo más que confirmar lo que Carmack, Romero y su equipo ya sabían: que a los gamers les gustaban los juegos inmersivos y con buenas dosis de violencia. Con esas premisas crearon Doom, entre cuyas novedades estaba una opción multijugador que permitía a los usuarios colaborar para ganar juntos la partida o jugar a la aventura principal al tiempo que se perseguían por los escenarios, se daban caza y se mataban mutuamente.
Convencidos de que Doom sería un éxito, los miembros de IdSoftware decidieron distribuirlo directamente, sin intermediarios que se quedasen con parte de las ganancias y utilizando para ello los servidores FTP de la universidad de Wisconsin que el 10 de diciembre de 1993, día del estreno, se colapsaron debido a las más de diez mil personas que se descargaron el juego esa misma noche. A estos buenos resultados de público se sumarían poco después los económicos, que arrojaron un saldo a favor de idSoftware de cien mil dólares diarios gracias únicamente a las recaudaciones de Doom.
Muchas de las descargas del juego procedían de estudiantes y trabajadores norteamericanos que aprovechaban la mayor rapidez de las redes de las empresas y las universidades para jugar a Doom. Una actitud que, no solo suponía grandes pérdidas económicas por absentismo laboral, sino que provocaba el colapso de las redes. Para solucionarlo, se llegaron a crear programas espía que detectaban y borraban Doom de las computadoras cada vez que era descargado.
Definitivamente, el éxito de Doom era algo inaudito en el mundo de los videojuegos. Nadie, ni siquiera Nintendo o Atari habían conseguido ganar tanto dinero en tan poco tiempo. Cuando todo el mundo creía que Doom ya no daba más de sí, los responsables de idSoftware desarrollaron una herramienta que permitía jugar en red no entre unos pocos ordenadores conectados entre sí, sino con cualquier ordenador del mundo que estuviera conectado a internet.
El furor provocado por Doom hizo que Hollywood comprase los derechos de imagen para hacer una película, Bill Gates lanzó Windows 95 con el reclamo de ser el mejor sistema operativo para jugar a Doom y organizaciones como los Marines aprovecharon que el juego se publicaba con código abierto para adaptarlo a los programas de entrenamiento de sus soldados, los cuales practicaban el trabajo en equipo y la colaboración en el campo de batalla gracias a la creación de Carmack y Romero.
El hecho de que los Marines estuvieran utilizando Doom como herramienta y los testimonios tranquilizadores de expertos que afirmaban que los juegos son solo eso, juegos, entornos de ficción que sirven para canalizar de manera simbólica la agresividad y la violencia, no fueron tenidos en cuenta por los medios de comunicación cuando, en pleno éxito del videojuego, decidieron vincular la masacre de Columbine con Doom.
El escándalo mediático, sumado al éxito empresarial y económico, comenzó a hacer mella en unos muchachos que, apenas rebasada la treintena, ya tenían millones de dólares en el banco y varios ferraris en el garaje. Aunque volverían a tener un gran éxito con Quake, los amigos comenzaron a tener asperezas entre sí y Romero fue despedido de idSoftware por Carmack.
A partir de entonces, las rencillas entre ambos fueron más allá de lo empresarial y alcanzaron los foros de internet y las convenciones de videojuegos en los que aprovechaban para lanzarse comentarios hirientes y pullas, en un estilo más propio de los programas del corazón que de las revistas de informática.
En la actualidad, un cuarto de siglo después de su lanzamiento, Doom continúa siendo uno de los juegos más populares del mercado. Tanto es así que ha sido adaptado a todo tipo de sistemas y consolas como la Nintendo Switch, plataforma orientada al público familiar que siempre fue reacia a incluir juegos violentos en su catálogo pero que tuvo que rendirse al éxito de esta aventura para seguir siendo notoria para los jugadores. Eso sí, ha sido calificado como para mayores de 18 años para evitar problemas.
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