En la mayoría de las
ciudades casi no quedan espacios de convivencia pública: al descuidar
parques y áreas comunes, al cerrar espacios culturales, al cortar
presupuestos de actividades extraescolares y recreativas se dejó de
conocer al otro y se le culpó de todos los males. Una cultura de
desconfianza, de abuso y violencia se ha extendido. El espacio público
se ha privatizado y llenado de vallas y cámaras.
La polarización, la división, la distancia de la que tanto se habla
hoy, y de la que todos los sectores culpan a las redes sociales, se dio
en las ciudades antes que en las redes. Reducción de espacios, con la
austeridad forzada que acabó con los presupuestos para parques y
espacios públicos. Reducción de tiempo, pues mientras las jornadas se
hacían más intensas, las distancias del trabajo a casa se volvían más
largas.
En las últimas dos décadas, los países que hoy vemos más polarizados
han enfrentado procesos intensos de segregación urbana, de migración
masiva desde las áreas rurales a las urbanas, de incremento de la
violencia, de nuevos habitantes que vienen de otros lugares, que son
diferentes. Y han faltado tiempo y condiciones para conocerse, para
preparar a la comunidad para esos cambios, para crear condiciones de
convivencia adecuadas, que permitan a las comunidades adaptarse a las
nuevas dinámicas sociales e interculturales.
Y es que la nueva demografía se ha combinado con la austeridad
impuesta que muchos gobiernos locales han experimentado, el espacio
público se ha privatizado y rodeado de vallas y cámaras. Y ya no hay
tiempo, la precarización de las capas medias y bajas creó una dinámica
de familias que pasan cada vez menos tiempo juntas, y que no conocen a
sus vecinos, y muchas veces los temen, ya que carecen de códigos
compartidos. Sociedades de niños encerrados en casa, de niños que crecen
solos, interactuando con la pantalla de una televisión, un teléfono, un
ordenador; de padres que no les dejan salir a jugar, que los vigilan
remotamente, todo el tiempo.
En la mayoría de las ciudades casi no quedan espacios de convivencia:
al descuidar parques y áreas comunes, al cerrar espacios culturales, al
cortar presupuestos de actividades extraescolares y recreativas, no se
ha podido conocer al otro y se le ha culpado de todos los males. Una
cultura de desconfianza, de abuso y violencia se fue rápidamente
extendiendo en muchos espacios, en paralelo a una digitalización que
supuestamente nos acercaba y conectaba.
La digitalización de espacios urbanos es una mezcla de ciudadanía
atrapada por lo que pasa en las redes de su teléfono y cámaras,
sensores, aplicaciones que, sin que ella lo advierta, capturan sus datos
todos los días. La presencia de las municipalidades y su aporte digital
se reduce a vigilar al otro en todas partes. No hay una esfera digital
en la ciudad de hoy que implique un avance de derechos, un
empoderamiento ciudadano real.
Un oasis de paz para el 1 %
La
utopía tecnológica de ciudades más participativas e inclusivas, con la
ayuda de la tecnología, se reduce a añicos cuando precisamente esas
tecnologías se despliegan para el propósito contrario. Para crear
espacios gentrificados, securitizados. Las ciudades cercadas del mañana
no requieren muros necesariamente. Los grilletes, los límites, los
llevaremos puestos de modo invisible.
Ante la incapacidad de eliminar la imperante pobreza y desigualdad,
las clases medias en economías emergentes simplemente están
invisibilizándolas. Y la tecnología les está asistiendo para ello.
La ciudad del futuro que veo en los vídeos promocionales, de sistemas
masivos de vigilancia y control de masas, parece sumergida en un
permanente estado de normalidad. Es una ciudad sin tráfico y sin
protestas, sin desastres visibles, sin movilizaciones espontáneas, sin
sorpresas. Los eventos espontáneos, como errores de sistema, son
suprimidos antes de que ocurran. El movimiento, el análisis, las
decisiones pasan en un salón de control que se asemeja al de una nave
espacial, donde sus técnicos trabajan en tiempo real, están viéndonos a
todos sin que los podamos ver.
No hay acceso ciudadano a estos sistemas, sino al contrario: son
sistemas cerrados y difíciles de fiscalizar, en los que las acciones las
dicta un sistema, diseñado en otro lugar y que quisiera pretender que
no es político.
La tecnología es política
En
tales ciudades todo está controlado por tecnologías invisibles, casi
imperceptibles en lo cotidiano; aquellas cámaras de vigilancia visibles
en la esquina son reemplazadas por sistemas integrados de monitorización
constante que se integran en el paisaje. Son ciudades de sensores que
recolectan nuestros datos todo el día, en las que cada movimiento es
registrado y almacenado, donde las decisiones son automatizadas y
deshumanizadas, son monetizadas para optimizar el consumo, para predecir
conductas, para controlar pueblos. Y en las que los beneficios de no
saber quién decide y por qué se los lleva es lo que sustenta dicha
visión.
Durante el año 2018 se habrán exportado e instalado en el mundo más
de 130 millones de cámaras de vigilancia sofisticadas. Unas pocas
compañías han desarrollado el software, el hardware y las habilidades,
todo concentrado en países que se cuentan con los dedos de una mano.
Solamente el mercado de la videovigilancia llegará a 43,8 mil millones
de dólares americanos en el año 2025, alimentado con los ya flacos
fondos públicos de países como los nuestros.
Aunque los discursos siguen nutriendo el imaginario con la
descripción de la cámara que detecta al ladrón de bolsos, la realidad es
radicalmente distinta; se trata de matrices que combinan muchos datos
en tiempo real. La visión de las ciudades del futuro, promovida por un
reducido grupo de conglomerados tecnológicos, es aquella en la que la
calidad de vida es directamente proporcional a la previsibilidad y
homogeneidad de sus habitantes y choca con la lucha por la diversidad de
los pueblos y las conductas. Para llegar a esta situación se sacrifica
más, mucho más que la privacidad, y se hipotecará la seguridad de esos
conglomerados en la sala sellada de control. Es sacrificar la forma más
cercana de democracia que tenemos: nuestro derecho a protestar libre y
anónimamente en la plaza.
Los
sistemas de vigilancia locales están expandiéndose rápidamente por
Latinoamérica. Mucho antes y mucho más rápido que los marcos
regulatorios de protección de la privacidad y de datos personales
adecuados; sin mecanismos democráticos, consultas comunitarias o
vecinales para determinar su necesidad e idoneidad. Se trata de sistemas
sofisticados y efímeros, que requieren actualizaciones y mantenimientos
costosos y reportan beneficios vagos. En Tegucigalpa (Honduras), por
ejemplo, la ciudad no pudo continuar con el sistema de vigilancia por
carencia de presupuesto para mantener las cámaras.
Los contratos que se firman atan de manos a más de una institución
pública y de este modo hipotecan el futuro del presupuesto municipal, y
además con una coordinada maquinaria de mercadeo y datos sin respaldo
sólido que compruebe su eficacia.
Las autoridades aseguran que las cámaras, el modelado de escenarios y
la vigilancia masiva van a eliminar el problema de la seguridad,
haciendo prevalecer la implantación de todo ello sobre otras políticas
públicas encaminadas a atacar la pobreza extrema y la desigualdad de
acceso a servicios básicos, así como el rescate del espacio público. Los
estudios que aseguran la efectividad de la vigilancia como una medida
para reducir la criminalidad son incompletos, no separan la medida
tecnológica de otros factores internos o externos, locales, y no pueden
ser aplicados a contextos distintos.
Las ciudades del futuro promovidas por los conglomerados que se
benefician de las tecnologías permiten anticipar eventos, decidir
preventivamente sobre cómo controlar masas, bloquear protestas, predecir
movilizaciones por más y mejores derechos. Discriminar por algoritmo.
Excluir por patrones de comportamiento.
Ciudades digitales o ciudades vigilantes
¿Queremos
un futuro sin vigilancia? ¿Un futuro en el que la diversidad, y no la
uniformidad de comportamiento, sea la regla? Pues empecemos por
erradicar la cultura de vigilantes (ahora invisibles) del barrio y la
ciudad. Empecemos participando en todos los espacios abiertos y, si no
los hay, abrámoslos, antes de que el último bastión de democracia no sea
más que un recuerdo borrado por alguien detrás de un monitor. Entre los
pasos que todos podemos realizar figuran estos tres:
1. Prevenir la implantación de la vigilancia. Si la
vigilancia masiva es un tema aún explorado como medida de seguridad, es
importante organizar al vecindario contra esta, preguntando, antes que
nada, qué bienes o servicios municipales van a ser sacrificados para
proveerla y el impacto que dicha priorización tendrá en la vida vecinal y
comunitaria. Es importante, además, preguntar por la sostenibilidad y
la viabilidad en el largo plazo de dichos proyectos, las condiciones
bajo las cuales el gobierno municipal está adquiriéndolas y los plazos.
Es importante cuantificar lo que se sacrifica al invertir en vigilancia.
Por ejemplo, indicando cuántos programas de atención a niños y jóvenes
en riesgo se podrían abrir al mismo precio, ofreciendo soluciones
integrales y a largo plazo. Una vez instalado un sistema de vigilancia
masivo, la privacidad e intimidad son solamente para aquellos que pueden
pagar por ellas.
2. Cuestionar la vigilancia masiva instalada y sus costos. Las
decisiones encaminadas a mejorar la seguridad y la calidad de vida de
los barrios y ciudades deben ser participativas y se tiene que sopesar
el beneficio de instalar mecanismos de vigilancia masiva y continua del
espacio público, con alternativas sociales análogas. Y es que la
vigilancia usando tecnología es cara, y por cada cámara instalada, no
solo existen unos costes fijos de mantenimiento y actualización, sino
que se está sacrificando gasto público de los programas sociales. Y
además, la inmesa mayoría de los proveedores de tecnología no son
nacionales. Las tecnologías, cerradas y que funcionan con software
propietario en su mayoría, hacen imposible una fiscalización ciudadana
efectiva. Los contratos con los proveedores de cámaras y servicios son
generalmente acuerdos millonarios, vinculando más allá del plazo de
gobierno del firmante, sin considerar las realidades del municipio.
3. Conectar con otras ciudades y colectivos rebeldes. Para
librarnos de la vigilancia y otras formas represivas y autoritarias que
esta inaugura, debemos activar de inmediato todos los mecanismos que la
ley nos permite para fiscalizar el funcionamiento de los sistemas de
vigilancia masiva en nuestras ciudades. Y hacerlo colectivamente, en
coordinación con otras ciudades afectadas por el problema. Así como hay
una Red de Ciudades Inteligentes, debemos formar nuestra propia Red de
Ciudadanía Digital en la que se rechace la vigilancia y se afirme que es
la democracia participativa y enmarcada en el respeto a los derechos
humanos y la diversidad, centrada en soluciones colectivas, la que es la
vía hacia ciudades seguras, y no las cámaras.
Entonces, simultáneamente podremos activar mecanismos colaborativos
para impedir su expansión. Realizar solicitudes de acceso a la
información pública detallando los costes. Exigir estudios de los
resultados. Emprender acciones legales serias ante posibles usos
ilegales de las mismas para políticas discriminatorias. Exigir a las
autoridades de protección de datos donde las hay —y a las autoridades de
derechos humanos, donde no las hubiera—, que se realicen estudios de
factibilidad, sopesando el impacto en las garantías individuales antes
de que se instalen esos sistemas de vigilancia.
La capa digital debe, y puede, ser mucho más que un sistema de
cámaras y eficiencia y es precisamente esa esfera la que debemos exigir,
ocupar, aprovechar. Herramientas de voz, de participación, de
interacción y cocreación con las demás personas.
La democracia empieza y termina ahí. Ejerciéndola.
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En la mayoría de las ciudades casi no quedan espacios de convivencia pública: al descuidar parques y áreas comunes, al cerrar espacios culturales, al cortar presupuestos de actividades extraescolares y recreativas se dejó de conocer al otro y se le culpó de todos los males. Una cultura de desconfianza, de abuso y violencia se ha extendido. El espacio público se ha privatizado y llenado de vallas y cámaras.
La polarización, la división, la distancia de la que tanto se habla hoy, y de la que todos los sectores culpan a las redes sociales, se dio en las ciudades antes que en las redes. Reducción de espacios, con la austeridad forzada que acabó con los presupuestos para parques y espacios públicos. Reducción de tiempo, pues mientras las jornadas se hacían más intensas, las distancias del trabajo a casa se volvían más largas.
En las últimas dos décadas, los países que hoy vemos más polarizados han enfrentado procesos intensos de segregación urbana, de migración masiva desde las áreas rurales a las urbanas, de incremento de la violencia, de nuevos habitantes que vienen de otros lugares, que son diferentes. Y han faltado tiempo y condiciones para conocerse, para preparar a la comunidad para esos cambios, para crear condiciones de convivencia adecuadas, que permitan a las comunidades adaptarse a las nuevas dinámicas sociales e interculturales.
Y es que la nueva demografía se ha combinado con la austeridad impuesta que muchos gobiernos locales han experimentado, el espacio público se ha privatizado y rodeado de vallas y cámaras. Y ya no hay tiempo, la precarización de las capas medias y bajas creó una dinámica de familias que pasan cada vez menos tiempo juntas, y que no conocen a sus vecinos, y muchas veces los temen, ya que carecen de códigos compartidos. Sociedades de niños encerrados en casa, de niños que crecen solos, interactuando con la pantalla de una televisión, un teléfono, un ordenador; de padres que no les dejan salir a jugar, que los vigilan remotamente, todo el tiempo.
En la mayoría de las ciudades casi no quedan espacios de convivencia: al descuidar parques y áreas comunes, al cerrar espacios culturales, al cortar presupuestos de actividades extraescolares y recreativas, no se ha podido conocer al otro y se le ha culpado de todos los males. Una cultura de desconfianza, de abuso y violencia se fue rápidamente extendiendo en muchos espacios, en paralelo a una digitalización que supuestamente nos acercaba y conectaba.
La digitalización de espacios urbanos es una mezcla de ciudadanía atrapada por lo que pasa en las redes de su teléfono y cámaras, sensores, aplicaciones que, sin que ella lo advierta, capturan sus datos todos los días. La presencia de las municipalidades y su aporte digital se reduce a vigilar al otro en todas partes. No hay una esfera digital en la ciudad de hoy que implique un avance de derechos, un empoderamiento ciudadano real.
Un oasis de paz para el 1 %
La utopía tecnológica de ciudades más participativas e inclusivas, con la ayuda de la tecnología, se reduce a añicos cuando precisamente esas tecnologías se despliegan para el propósito contrario. Para crear espacios gentrificados, securitizados. Las ciudades cercadas del mañana no requieren muros necesariamente. Los grilletes, los límites, los llevaremos puestos de modo invisible.
Ante la incapacidad de eliminar la imperante pobreza y desigualdad, las clases medias en economías emergentes simplemente están invisibilizándolas. Y la tecnología les está asistiendo para ello.
La ciudad del futuro que veo en los vídeos promocionales, de sistemas masivos de vigilancia y control de masas, parece sumergida en un permanente estado de normalidad. Es una ciudad sin tráfico y sin protestas, sin desastres visibles, sin movilizaciones espontáneas, sin sorpresas. Los eventos espontáneos, como errores de sistema, son suprimidos antes de que ocurran. El movimiento, el análisis, las decisiones pasan en un salón de control que se asemeja al de una nave espacial, donde sus técnicos trabajan en tiempo real, están viéndonos a todos sin que los podamos ver.
No hay acceso ciudadano a estos sistemas, sino al contrario: son sistemas cerrados y difíciles de fiscalizar, en los que las acciones las dicta un sistema, diseñado en otro lugar y que quisiera pretender que no es político.
La tecnología es política
En tales ciudades todo está controlado por tecnologías invisibles, casi imperceptibles en lo cotidiano; aquellas cámaras de vigilancia visibles en la esquina son reemplazadas por sistemas integrados de monitorización constante que se integran en el paisaje. Son ciudades de sensores que recolectan nuestros datos todo el día, en las que cada movimiento es registrado y almacenado, donde las decisiones son automatizadas y deshumanizadas, son monetizadas para optimizar el consumo, para predecir conductas, para controlar pueblos. Y en las que los beneficios de no saber quién decide y por qué se los lleva es lo que sustenta dicha visión.
Durante el año 2018 se habrán exportado e instalado en el mundo más de 130 millones de cámaras de vigilancia sofisticadas. Unas pocas compañías han desarrollado el software, el hardware y las habilidades, todo concentrado en países que se cuentan con los dedos de una mano. Solamente el mercado de la videovigilancia llegará a 43,8 mil millones de dólares americanos en el año 2025, alimentado con los ya flacos fondos públicos de países como los nuestros.
Aunque los discursos siguen nutriendo el imaginario con la descripción de la cámara que detecta al ladrón de bolsos, la realidad es radicalmente distinta; se trata de matrices que combinan muchos datos en tiempo real. La visión de las ciudades del futuro, promovida por un reducido grupo de conglomerados tecnológicos, es aquella en la que la calidad de vida es directamente proporcional a la previsibilidad y homogeneidad de sus habitantes y choca con la lucha por la diversidad de los pueblos y las conductas. Para llegar a esta situación se sacrifica más, mucho más que la privacidad, y se hipotecará la seguridad de esos conglomerados en la sala sellada de control. Es sacrificar la forma más cercana de democracia que tenemos: nuestro derecho a protestar libre y anónimamente en la plaza.
Los sistemas de vigilancia locales están expandiéndose rápidamente por Latinoamérica. Mucho antes y mucho más rápido que los marcos regulatorios de protección de la privacidad y de datos personales adecuados; sin mecanismos democráticos, consultas comunitarias o vecinales para determinar su necesidad e idoneidad. Se trata de sistemas sofisticados y efímeros, que requieren actualizaciones y mantenimientos costosos y reportan beneficios vagos. En Tegucigalpa (Honduras), por ejemplo, la ciudad no pudo continuar con el sistema de vigilancia por carencia de presupuesto para mantener las cámaras.
Los contratos que se firman atan de manos a más de una institución pública y de este modo hipotecan el futuro del presupuesto municipal, y además con una coordinada maquinaria de mercadeo y datos sin respaldo sólido que compruebe su eficacia.
Las autoridades aseguran que las cámaras, el modelado de escenarios y la vigilancia masiva van a eliminar el problema de la seguridad, haciendo prevalecer la implantación de todo ello sobre otras políticas públicas encaminadas a atacar la pobreza extrema y la desigualdad de acceso a servicios básicos, así como el rescate del espacio público. Los estudios que aseguran la efectividad de la vigilancia como una medida para reducir la criminalidad son incompletos, no separan la medida tecnológica de otros factores internos o externos, locales, y no pueden ser aplicados a contextos distintos.
Las ciudades del futuro promovidas por los conglomerados que se benefician de las tecnologías permiten anticipar eventos, decidir preventivamente sobre cómo controlar masas, bloquear protestas, predecir movilizaciones por más y mejores derechos. Discriminar por algoritmo. Excluir por patrones de comportamiento.
Ciudades digitales o ciudades vigilantes
¿Queremos un futuro sin vigilancia? ¿Un futuro en el que la diversidad, y no la uniformidad de comportamiento, sea la regla? Pues empecemos por erradicar la cultura de vigilantes (ahora invisibles) del barrio y la ciudad. Empecemos participando en todos los espacios abiertos y, si no los hay, abrámoslos, antes de que el último bastión de democracia no sea más que un recuerdo borrado por alguien detrás de un monitor. Entre los pasos que todos podemos realizar figuran estos tres:
1. Prevenir la implantación de la vigilancia. Si la vigilancia masiva es un tema aún explorado como medida de seguridad, es importante organizar al vecindario contra esta, preguntando, antes que nada, qué bienes o servicios municipales van a ser sacrificados para proveerla y el impacto que dicha priorización tendrá en la vida vecinal y comunitaria. Es importante, además, preguntar por la sostenibilidad y la viabilidad en el largo plazo de dichos proyectos, las condiciones bajo las cuales el gobierno municipal está adquiriéndolas y los plazos. Es importante cuantificar lo que se sacrifica al invertir en vigilancia. Por ejemplo, indicando cuántos programas de atención a niños y jóvenes en riesgo se podrían abrir al mismo precio, ofreciendo soluciones integrales y a largo plazo. Una vez instalado un sistema de vigilancia masivo, la privacidad e intimidad son solamente para aquellos que pueden pagar por ellas.
2. Cuestionar la vigilancia masiva instalada y sus costos. Las decisiones encaminadas a mejorar la seguridad y la calidad de vida de los barrios y ciudades deben ser participativas y se tiene que sopesar el beneficio de instalar mecanismos de vigilancia masiva y continua del espacio público, con alternativas sociales análogas. Y es que la vigilancia usando tecnología es cara, y por cada cámara instalada, no solo existen unos costes fijos de mantenimiento y actualización, sino que se está sacrificando gasto público de los programas sociales. Y además, la inmesa mayoría de los proveedores de tecnología no son nacionales. Las tecnologías, cerradas y que funcionan con software propietario en su mayoría, hacen imposible una fiscalización ciudadana efectiva. Los contratos con los proveedores de cámaras y servicios son generalmente acuerdos millonarios, vinculando más allá del plazo de gobierno del firmante, sin considerar las realidades del municipio.
3. Conectar con otras ciudades y colectivos rebeldes. Para librarnos de la vigilancia y otras formas represivas y autoritarias que esta inaugura, debemos activar de inmediato todos los mecanismos que la ley nos permite para fiscalizar el funcionamiento de los sistemas de vigilancia masiva en nuestras ciudades. Y hacerlo colectivamente, en coordinación con otras ciudades afectadas por el problema. Así como hay una Red de Ciudades Inteligentes, debemos formar nuestra propia Red de Ciudadanía Digital en la que se rechace la vigilancia y se afirme que es la democracia participativa y enmarcada en el respeto a los derechos humanos y la diversidad, centrada en soluciones colectivas, la que es la vía hacia ciudades seguras, y no las cámaras.
Entonces, simultáneamente podremos activar mecanismos colaborativos para impedir su expansión. Realizar solicitudes de acceso a la información pública detallando los costes. Exigir estudios de los resultados. Emprender acciones legales serias ante posibles usos ilegales de las mismas para políticas discriminatorias. Exigir a las autoridades de protección de datos donde las hay —y a las autoridades de derechos humanos, donde no las hubiera—, que se realicen estudios de factibilidad, sopesando el impacto en las garantías individuales antes de que se instalen esos sistemas de vigilancia.
La capa digital debe, y puede, ser mucho más que un sistema de cámaras y eficiencia y es precisamente esa esfera la que debemos exigir, ocupar, aprovechar. Herramientas de voz, de participación, de interacción y cocreación con las demás personas.
La democracia empieza y termina ahí. Ejerciéndola.
Fuente
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