Hay días que tienes el día. Esos días en los que estás que trinas, en los que estás a punto de mandarlo todo a tomar viento, en los que quieres ser Truman, Walter Mitty o Carl Allen, y dejarlo todo atrás, buscando siempre el horizonte, porque de lejos todo adquiere la proporción que en realidad tiene: casi ninguna.
Cuando tienes el día destroyer no toleras que tu jefe o tu superior inmediato te diga cómo tienes que hacer tu trabajo, cuando ni siquiera sabe escribir sus sugerencias sin cometer faltas de ortografía o pone en evidencia una claridad expositiva propia de un robot (cero empatía y construcciones de frases estilo Yoda). Son días en los que te repites esa sentencia de George Bernard Shaw que puede aplicarse tanto a jefes, profesionales o expertos en temas donde lo subjetivo tiene más peso que lo objetivo y las correlaciones se confunden con las causas (o sea, que nadie puede demostrar que la empresa va bien porque se haya tomado X decisión): “los trabajos son conspiraciones para legos”. Es decir, que el que dice saber más que tú sólo sabe un poquito más que tú (y a veces ni eso), y alcanzarle supone un par o tres de semanas de estudio intensivo sobre el tema objeto de glosa.
Son días donde todo el mundo parece haberse vuelto loco, valorando la posibilidad de regular la venta de homeopatía como si fuera un medicamento más, y entonces descubres en los comentarios de las noticias al respecto que el mundo está lleno de gente culta que no tiene ni idea de dónde se hallan las fuentes confiables y jalonan cada mísera actividad raquídea de su cerebro con espureas conexiones (correlación no implica causalidad, por MEV), sofistería, misticismo, pseudociencia, cuántica, “pues a mí me funciona” y “pues si mil moscas comen mierda, no pueden equivocarse: comamos mierda”.
Y entonces sales a la calle con un cabreo de mil demonios, un agente de policía se siente ofendido, te casca una multaza, y ya todo da igual, le sueltas todas las palabrotas que hay en el diccionario secreto de Cela para que te metan en la cárcel por algún motivo, al menos, mínimamente justificado.
En fin, dispensad el tono beligerante y casi catártico. Pero viene un poco a cuento. Porque hoy voy a hablaros del caos, y de cómo el caos es necesario para evolucionar, prosperar y hasta alcanzar nuevos finisterres intelectuales y científicos. No me refiero al caos absoluto, sino a una pequeña cuota de caos. Un poco de desorden. Un poco de irreverencia, de incumplir normas, de ciscarse en tu jefe y el poli, de echar abajo las entidades bancarias con el C-4 de John McClane en el Nakatomi Plaza y la necesidad de respirar humo de Tyler Durden al final de Fight Club. Porque la mayoría de los grandes cambios sociales sólo se han producido mediante la desobediencia y la pataleta.
Quienes no toleraran el desorden, quienes aspiran a alcanzar cero riesgos, cero muertes por X motivo, ignoran que hay vidas que no merecen ser vividas. Si nunca abandonáramos una habitación acolchada y nuestros parámetros vitales estuviesen monitorizados permanentemente, viviríamos más, pero no viviríamos mejor. Incluso algunos, entre los que me incluyo, afirmarían que ya estarías muerto.
Por eso hay que evitar poner cámaras de seguridad en cada maldito rincón de las ciudades para evitar robos, violaciones o palizas. Porque ceder tu libertad y tu intimidad en aras de la seguridad probablemente te condena a vivir una vida que no merece ser vivida, al menos para algunos. Como no merece ser vivido todo el ritual rayano en el escarnio al que uno debe someterse antes de subir a un vuelo comercial: para minimizar un riesgo mínimo, para erradicar todo atisbo de miedo o sospecha, somos capaces de comportarnos como ovejas en un redil.
Fuente
Hay días que tienes el día. Esos días en los que estás que trinas, en los que estás a punto de mandarlo todo a tomar viento, en los que quieres ser Truman, Walter Mitty o Carl Allen, y dejarlo todo atrás, buscando siempre el horizonte, porque de lejos todo adquiere la proporción que en realidad tiene: casi ninguna.
Cuando tienes el día destroyer no toleras que tu jefe o tu superior inmediato te diga cómo tienes que hacer tu trabajo, cuando ni siquiera sabe escribir sus sugerencias sin cometer faltas de ortografía o pone en evidencia una claridad expositiva propia de un robot (cero empatía y construcciones de frases estilo Yoda). Son días en los que te repites esa sentencia de George Bernard Shaw que puede aplicarse tanto a jefes, profesionales o expertos en temas donde lo subjetivo tiene más peso que lo objetivo y las correlaciones se confunden con las causas (o sea, que nadie puede demostrar que la empresa va bien porque se haya tomado X decisión): “los trabajos son conspiraciones para legos”. Es decir, que el que dice saber más que tú sólo sabe un poquito más que tú (y a veces ni eso), y alcanzarle supone un par o tres de semanas de estudio intensivo sobre el tema objeto de glosa.
Son días donde todo el mundo parece haberse vuelto loco, valorando la posibilidad de regular la venta de homeopatía como si fuera un medicamento más, y entonces descubres en los comentarios de las noticias al respecto que el mundo está lleno de gente culta que no tiene ni idea de dónde se hallan las fuentes confiables y jalonan cada mísera actividad raquídea de su cerebro con espureas conexiones (correlación no implica causalidad, por MEV), sofistería, misticismo, pseudociencia, cuántica, “pues a mí me funciona” y “pues si mil moscas comen mierda, no pueden equivocarse: comamos mierda”.
Y entonces sales a la calle con un cabreo de mil demonios, un agente de policía se siente ofendido, te casca una multaza, y ya todo da igual, le sueltas todas las palabrotas que hay en el diccionario secreto de Cela para que te metan en la cárcel por algún motivo, al menos, mínimamente justificado.
En fin, dispensad el tono beligerante y casi catártico. Pero viene un poco a cuento. Porque hoy voy a hablaros del caos, y de cómo el caos es necesario para evolucionar, prosperar y hasta alcanzar nuevos finisterres intelectuales y científicos. No me refiero al caos absoluto, sino a una pequeña cuota de caos. Un poco de desorden. Un poco de irreverencia, de incumplir normas, de ciscarse en tu jefe y el poli, de echar abajo las entidades bancarias con el C-4 de John McClane en el Nakatomi Plaza y la necesidad de respirar humo de Tyler Durden al final de Fight Club. Porque la mayoría de los grandes cambios sociales sólo se han producido mediante la desobediencia y la pataleta.
Quienes no toleraran el desorden, quienes aspiran a alcanzar cero riesgos, cero muertes por X motivo, ignoran que hay vidas que no merecen ser vividas. Si nunca abandonáramos una habitación acolchada y nuestros parámetros vitales estuviesen monitorizados permanentemente, viviríamos más, pero no viviríamos mejor. Incluso algunos, entre los que me incluyo, afirmarían que ya estarías muerto.
Por eso hay que evitar poner cámaras de seguridad en cada maldito rincón de las ciudades para evitar robos, violaciones o palizas. Porque ceder tu libertad y tu intimidad en aras de la seguridad probablemente te condena a vivir una vida que no merece ser vivida, al menos para algunos. Como no merece ser vivido todo el ritual rayano en el escarnio al que uno debe someterse antes de subir a un vuelo comercial: para minimizar un riesgo mínimo, para erradicar todo atisbo de miedo o sospecha, somos capaces de comportarnos como ovejas en un redil.
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