por ADOLFO CASTILLO
Una de las grandes aspiraciones de la ciudadanía chilena es contar con una nueva Constitución Política, que sea resultado de un proceso deliberativo en que participen el conjunto de actores sociales y políticos presentes en la vida del país. Ese deseo democrático no ha logrado ser interpretado ni canalizado por los actores políticos que gobiernan Chile desde inicios de la posdictadura, pareciendo que no existen razones plausibles para abandonar los privilegios otorgados por el orden institucional fraguado durante la dictadura militar y los años que siguieron a la caída del general Pinochet.
A estas alturas, la mayor parte de los sectores sociales que experimentan los impactos de la aplicación de la Constitución de Pinochet, identifican que el origen de sus malestares radica precisamente en su permanencia y crecientemente se inclinan a creer que su reemplazo por un nuevo acuerdo constitucional es un requisito para la estabilidad institucional y la gobernabilidad.
Eso lo comprenden muy bien quienes se están jubilando con pensiones miserables e indignas tras años de trabajo, los trabajadores que deben lidiar día a día por sus derechos sociales y económicos, los estudiantes a quienes se les endeuda día a día en universidades que lucran evadiendo la ley, a las nuevas organizaciones políticas que emergen, las cuales se enfrentan al muro de los privilegios irritantes de los mismos que por años se han beneficiado de los consensos jugosos que les brindó la transción a la democracia.
Al mismo tiempo, esa mayoría ciudadana observa que las autoridades políticas no sólo desoyen e incumplen las promesas vociferadas durante las campañas electorales, sino que violan de modo sistemático las leyes que norman la convivencia cívica. El desfile de ministros, diputados, senadores, familiares de políticos enquistados en el Estado, autoridades intermedias, alcaldes, concejales, además de grandes empresarios corruptores de políticos que prácticamente compran bancadas completas en el parlamento, genera sentimientos de profundo malestar en la sociedad y hastío que puede devenir amenaza para la convivencia democrática.
En este contexto, las palabras de la presidenta Bachelet, en su cuenta del 21 de mayo, respecto de que no habría nueva constitución vía asamblea constituyente sino a través de un proceso democrático, participativo e institucional, se transforman en una lápida a una sentida demanda social que se arrastra desde que el dictador impuso fraudulentamente su constitución, en 1980.
¿Qué significa proceso democrático? ¿Que el pueblo soberano, el titular del poder del Estado asuma el debate constitucional? Sin claridad en este punto nada es una consigna sin contenido. ¿Qué significa participativo? ¿Se refiere a cabildos comunales o asambleas regionales? ¿Quiénes las dirigirán?
Desde el inicio de la posdictadura no ha habido un avance sustantivo en las políticas de participación ciudadana en los asuntos públicos. El “nuevo trato” de Lagos o el “gobierno ciudadano” del primer gobierno de Bachelet, no tuvieron impactos ni resultados consistentes. La ley 20.500 es letra muerta en la mayor parte de las instituciones públicas, y las autoridades responsables, con escasas excepciones, o bien no saben qué hacer con la ley o la utilizan para continuar con sus prácticas abusivas y clientelares.
Es duro decirlo y aceptar esta realidad, pero en Chile los gobernantes han perdido el sentido conductor de la política. Ya no se gobierna para la sociedad, para las mayorías: se gobierna en primer lugar para sí mismos, los familiares, los amigos y por cierto los poderes empresariales, nacionales o transnacionales.
¿Qué implica que sea un proceso institucional? ¿Que las reglas normativas de ese proceso se hagan conforme a la actual institucionalidad? ¿Cómo ha de ser posible si parte significativa de integrantes de los poderes legislativo y ejecutivo se han visto implicados en casos de corrupción y nepotismo? ¿Porqué la ciudadanía debe seguir aceptando las políticas de quienes ve como ajenos a sus intereses, y en quienes no confía? ¿Porqué arriesgar la convivencia nacional al tratar de imponer un constitución que no será genuinamente democrática?
Chile enfrenta una encrucijada política. Es preferible concordar con las mayorías sociales los términos de un proceso que lleve a la nueva constitución a tener que lamentar más tarde un nuevo fracaso.
Una alternativa puede ser que el congreso electo en 2017, junto con disponer de poderes constituyentes, sea a la vez parte de la Asamblea Constituyente a la que convoque el nuevo gobierno nacional electo ese año. Asamblea que exprese la más amplia diversidad social y territorial de Chile, de cuyas deliberaciones pueda emerger un contrato social fundado sobre nuevas bases.
Es preferible llegar a un buen acuerdo nacional democrático que seguir navegando a la deriva.
>>>Ver el posteo original>>>
por ADOLFO CASTILLO
Una de las grandes aspiraciones de la ciudadanía chilena es contar con una nueva Constitución Política, que sea resultado de un proceso deliberativo en que participen el conjunto de actores sociales y políticos presentes en la vida del país. Ese deseo democrático no ha logrado ser interpretado ni canalizado por los actores políticos que gobiernan Chile desde inicios de la posdictadura, pareciendo que no existen razones plausibles para abandonar los privilegios otorgados por el orden institucional fraguado durante la dictadura militar y los años que siguieron a la caída del general Pinochet.
A estas alturas, la mayor parte de los sectores sociales que experimentan los impactos de la aplicación de la Constitución de Pinochet, identifican que el origen de sus malestares radica precisamente en su permanencia y crecientemente se inclinan a creer que su reemplazo por un nuevo acuerdo constitucional es un requisito para la estabilidad institucional y la gobernabilidad.
Eso lo comprenden muy bien quienes se están jubilando con pensiones miserables e indignas tras años de trabajo, los trabajadores que deben lidiar día a día por sus derechos sociales y económicos, los estudiantes a quienes se les endeuda día a día en universidades que lucran evadiendo la ley, a las nuevas organizaciones políticas que emergen, las cuales se enfrentan al muro de los privilegios irritantes de los mismos que por años se han beneficiado de los consensos jugosos que les brindó la transción a la democracia.
Al mismo tiempo, esa mayoría ciudadana observa que las autoridades políticas no sólo desoyen e incumplen las promesas vociferadas durante las campañas electorales, sino que violan de modo sistemático las leyes que norman la convivencia cívica. El desfile de ministros, diputados, senadores, familiares de políticos enquistados en el Estado, autoridades intermedias, alcaldes, concejales, además de grandes empresarios corruptores de políticos que prácticamente compran bancadas completas en el parlamento, genera sentimientos de profundo malestar en la sociedad y hastío que puede devenir amenaza para la convivencia democrática.
En este contexto, las palabras de la presidenta Bachelet, en su cuenta del 21 de mayo, respecto de que no habría nueva constitución vía asamblea constituyente sino a través de un proceso democrático, participativo e institucional, se transforman en una lápida a una sentida demanda social que se arrastra desde que el dictador impuso fraudulentamente su constitución, en 1980.
¿Qué significa proceso democrático? ¿Que el pueblo soberano, el titular del poder del Estado asuma el debate constitucional? Sin claridad en este punto nada es una consigna sin contenido. ¿Qué significa participativo? ¿Se refiere a cabildos comunales o asambleas regionales? ¿Quiénes las dirigirán?
Desde el inicio de la posdictadura no ha habido un avance sustantivo en las políticas de participación ciudadana en los asuntos públicos. El “nuevo trato” de Lagos o el “gobierno ciudadano” del primer gobierno de Bachelet, no tuvieron impactos ni resultados consistentes. La ley 20.500 es letra muerta en la mayor parte de las instituciones públicas, y las autoridades responsables, con escasas excepciones, o bien no saben qué hacer con la ley o la utilizan para continuar con sus prácticas abusivas y clientelares.
Es duro decirlo y aceptar esta realidad, pero en Chile los gobernantes han perdido el sentido conductor de la política. Ya no se gobierna para la sociedad, para las mayorías: se gobierna en primer lugar para sí mismos, los familiares, los amigos y por cierto los poderes empresariales, nacionales o transnacionales.
¿Qué implica que sea un proceso institucional? ¿Que las reglas normativas de ese proceso se hagan conforme a la actual institucionalidad? ¿Cómo ha de ser posible si parte significativa de integrantes de los poderes legislativo y ejecutivo se han visto implicados en casos de corrupción y nepotismo? ¿Porqué la ciudadanía debe seguir aceptando las políticas de quienes ve como ajenos a sus intereses, y en quienes no confía? ¿Porqué arriesgar la convivencia nacional al tratar de imponer un constitución que no será genuinamente democrática?
Chile enfrenta una encrucijada política. Es preferible concordar con las mayorías sociales los términos de un proceso que lleve a la nueva constitución a tener que lamentar más tarde un nuevo fracaso.
Una alternativa puede ser que el congreso electo en 2017, junto con disponer de poderes constituyentes, sea a la vez parte de la Asamblea Constituyente a la que convoque el nuevo gobierno nacional electo ese año. Asamblea que exprese la más amplia diversidad social y territorial de Chile, de cuyas deliberaciones pueda emerger un contrato social fundado sobre nuevas bases.
Es preferible llegar a un buen acuerdo nacional democrático que seguir navegando a la deriva.
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