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He aquí una propuesta para poner fin a los problemas derivados de la piratería y de la lucha contra ella.
Una de las polémicas culturales no resuelta que vuelve a debatirse de vez en cuando, ya sea porque una nueva ley inútil en su contra o proyecto de ella la ponen de nuevo de actualidad o porque algunos abordamos el tema por un interés sincero, es la de la piratería. Gran parte de la industria cultural, y los Gobiernos del mundo empujados por ella, luchan con denuedo contra la distribución de copias de obras sin el consentimiento de los titulares de los derechos de autor. Los años siguen pasando, y esta lucha, no sólo se demuestra infructuosa porque la tecnología de propagación virtual va siempre por delante de la legislación, que se mueve a paso de tortuga, y hasta de los agentes encargados de su persecución y sus métodos, sino que, además, los tribunales nos recuerdan una y otra vez que las páginas web de descargas y los programas y redes de intercambio de copias privadas no son ilegales.
Los argumentos que se esgrimen sobre el daño que la piratería hace a la industria cultural, al fin y a la postre, se revelan falsos: las pérdidas económicas que los productores dicen que sufren no son tales. La gente sigue acudiendo a los cines con regularidad, y eventos como la Fiesta del Cine demuestran que acudiría más si no fuese por el elevado precio de las entradas; sigue comprando libros, y comprarían más si su precio se redujese; sigue asistiendo a los conciertos de sus grupos o intérpretes de música favoritos, y tendrían más posibilidades de hacerlo si el coste de las entradas también fuese menor; etcétera. Es decir, el público sabe que la experiencia de ir al cine a ver una película en pantalla grande y todo lo que la rodea, de leer un libro bien maquetado y de escuchar a los músicos de viva voz es placentera, incomparable e insustituible, los productores y los editores no ganan más dinero porque los precios que llegan al consumidor son muchas veces excesivos y es más que probable que la razón de ello sea —oh, sorpresa— las políticas económicas de las distribuidoras, que en no pocas ocasiones son también propiedad de los productores.
Y es que, precisamente, lo único que la piratería o, más bien, el desarrollo de Internet ha cambiado por completo en el panorama cultural es la distribución de las obras, como es lógico: si por internet se pude conseguir todo cuando queremos disfrutar de ello en casa, ¿para qué vamos a alquilar películas en un videoclub o a comprarlas para verlas?, ¿para qué vamos a comprar un disco si podemos escucharlo en las distintas plataformas que nos lo brindan? Lo que hace falta es que los dinosaurios de la industria se adapten de una puñetera vez a la realidad de los consumidores y de la tecnología en red.
Lo que ha logrado la piratería es que el consumo cultural haya aumentado: las personas continúan adquiriendo los mismos pases para acceder a los productos culturales tanto como los precios se lo permiten, pero ven más películas, escuchan más música y leen más libros porque ahora pueden acceder a más de todo ello. Y la realidad es que, al precio al que están las películas y los discos, no estamos muy dispuestos a comprarlos y arriesgarnos a que luego no nos gusten y no queramos conservarlos. Muchos cinéfilos como yo acudimos al cine siempre que una película nos interesa de verdad, la vemos por Internet cuando el interés es menor o es tarde y ya no la proyectan
y, si nos gusta los suficiente, hasta la compramos luego, igual que las series; y con la música, otro tanto: escuchamos los discos y, si nos erizan los pelos del cogote, nos hacemos con una copia legal a la de ya.
La dinámica con los libros, sin embargo, es distinta: el proceso de lectura es más largo y tendemos a ser más selectivos e ir de cabeza a lo que es muy probable que nos guste de veras, y siendo así, los compramos directamente o pedimos su adquisición a las bibliotecas públicas; si bien hay que reconocer que, dado que el consumo de literatura sólo se puede hacer de una forma —no hay proyecciones ni conciertos en esta industria en los que los editores rentabilicen su inversión y los autores se vean recompensados económicamente por su trabajo—, la piratería resulta más sangrante. Aunque las ventas, como digo, continúan bien, y lo sangrante podría cambiar si las presentaciones de las obras literarias se generalizaran por doquier, pues los asistentes, como los que van al cine y a los conciertos, comprarían allí el libro sin duda firmado por el autor.
Y toda esta polémica se acabaría, por un lado, si se sistematizara la oferta legal de los productos culturales en Internet a un precio razonable, quizá con tarifas planas, lo cual reduce mucho los costes al eliminar los de distribución, tal como ya ocurre en la música y, algo menos, con algunas plataformas de cine e incluso de ebooks, y así el consumidor estará seguro de la calidad del archivo y de encontrar lo que busca, y por otro lado, si asumiéramos de una vez por todas que la filosofía de la cultura libre es lo más beneficioso para todos.
Que los productores de cine hagan sus películas y recuperen su inversión con las proyecciones en las salas de cine, cosa que ya ocurre, y con la venta legal de sus copias elaboradas, y con ellos, todos los artífices de las películas; que los productores de música y los artistas ganen pasta gansa en los conciertos y con la comercialización legal de discos esmerados, lo que ya es así; que los editores y los literatos vivan de vender las obras en las librerías y por Internet, lo que está a la orden del día, y en montones presentaciones por todas partes.
Y que liberen los derechos de distribución no comercial para que todo el mundo acceda a la cultura sin trabas ni máculas de ilegalidad, fácilmente, e incluso proporcionen copias simples de los productos desde sus propias páginas web. Si dejan de luchar contra los molinos de viento de la piratería y esta deja de ser tal, seguirán ganando dinero por la misma dinámica de consumo cultural vigente; probablemente más porque, al aumentar el acceso a los productos, aumentarán también las ventas de los que quieren tener las obras en un soporte físico; y la sociedad se enriquecerá culturalmente como nunca hubiéramos imaginado.
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Una de las polémicas culturales no resuelta que vuelve a debatirse de vez en cuando, ya sea porque una nueva ley inútil en su contra o proyecto de ella la ponen de nuevo de actualidad o porque algunos abordamos el tema por un interés sincero, es la de la piratería. Gran parte de la industria cultural, y los Gobiernos del mundo empujados por ella, luchan con denuedo contra la distribución de copias de obras sin el consentimiento de los titulares de los derechos de autor. Los años siguen pasando, y esta lucha, no sólo se demuestra infructuosa porque la tecnología de propagación virtual va siempre por delante de la legislación, que se mueve a paso de tortuga, y hasta de los agentes encargados de su persecución y sus métodos, sino que, además, los tribunales nos recuerdan una y otra vez que las páginas web de descargas y los programas y redes de intercambio de copias privadas no son ilegales.
Los argumentos que se esgrimen sobre el daño que la piratería hace a la industria cultural, al fin y a la postre, se revelan falsos: las pérdidas económicas que los productores dicen que sufren no son tales. La gente sigue acudiendo a los cines con regularidad, y eventos como la Fiesta del Cine demuestran que acudiría más si no fuese por el elevado precio de las entradas; sigue comprando libros, y comprarían más si su precio se redujese; sigue asistiendo a los conciertos de sus grupos o intérpretes de música favoritos, y tendrían más posibilidades de hacerlo si el coste de las entradas también fuese menor; etcétera. Es decir, el público sabe que la experiencia de ir al cine a ver una película en pantalla grande y todo lo que la rodea, de leer un libro bien maquetado y de escuchar a los músicos de viva voz es placentera, incomparable e insustituible, los productores y los editores no ganan más dinero porque los precios que llegan al consumidor son muchas veces excesivos y es más que probable que la razón de ello sea —oh, sorpresa— las políticas económicas de las distribuidoras, que en no pocas ocasiones son también propiedad de los productores.
Y es que, precisamente, lo único que la piratería o, más bien, el desarrollo de Internet ha cambiado por completo en el panorama cultural es la distribución de las obras, como es lógico: si por internet se pude conseguir todo cuando queremos disfrutar de ello en casa, ¿para qué vamos a alquilar películas en un videoclub o a comprarlas para verlas?, ¿para qué vamos a comprar un disco si podemos escucharlo en las distintas plataformas que nos lo brindan? Lo que hace falta es que los dinosaurios de la industria se adapten de una puñetera vez a la realidad de los consumidores y de la tecnología en red.
Lo que ha logrado la piratería es que el consumo cultural haya aumentado: las personas continúan adquiriendo los mismos pases para acceder a los productos culturales tanto como los precios se lo permiten, pero ven más películas, escuchan más música y leen más libros porque ahora pueden acceder a más de todo ello. Y la realidad es que, al precio al que están las películas y los discos, no estamos muy dispuestos a comprarlos y arriesgarnos a que luego no nos gusten y no queramos conservarlos. Muchos cinéfilos como yo acudimos al cine siempre que una película nos interesa de verdad, la vemos por Internet cuando el interés es menor o es tarde y ya no la proyectan
y, si nos gusta los suficiente, hasta la compramos luego, igual que las series; y con la música, otro tanto: escuchamos los discos y, si nos erizan los pelos del cogote, nos hacemos con una copia legal a la de ya.
La dinámica con los libros, sin embargo, es distinta: el proceso de lectura es más largo y tendemos a ser más selectivos e ir de cabeza a lo que es muy probable que nos guste de veras, y siendo así, los compramos directamente o pedimos su adquisición a las bibliotecas públicas; si bien hay que reconocer que, dado que el consumo de literatura sólo se puede hacer de una forma —no hay proyecciones ni conciertos en esta industria en los que los editores rentabilicen su inversión y los autores se vean recompensados económicamente por su trabajo—, la piratería resulta más sangrante. Aunque las ventas, como digo, continúan bien, y lo sangrante podría cambiar si las presentaciones de las obras literarias se generalizaran por doquier, pues los asistentes, como los que van al cine y a los conciertos, comprarían allí el libro sin duda firmado por el autor.
Y toda esta polémica se acabaría, por un lado, si se sistematizara la oferta legal de los productos culturales en Internet a un precio razonable, quizá con tarifas planas, lo cual reduce mucho los costes al eliminar los de distribución, tal como ya ocurre en la música y, algo menos, con algunas plataformas de cine e incluso de ebooks, y así el consumidor estará seguro de la calidad del archivo y de encontrar lo que busca, y por otro lado, si asumiéramos de una vez por todas que la filosofía de la cultura libre es lo más beneficioso para todos.
Que los productores de cine hagan sus películas y recuperen su inversión con las proyecciones en las salas de cine, cosa que ya ocurre, y con la venta legal de sus copias elaboradas, y con ellos, todos los artífices de las películas; que los productores de música y los artistas ganen pasta gansa en los conciertos y con la comercialización legal de discos esmerados, lo que ya es así; que los editores y los literatos vivan de vender las obras en las librerías y por Internet, lo que está a la orden del día, y en montones presentaciones por todas partes.
Y que liberen los derechos de distribución no comercial para que todo el mundo acceda a la cultura sin trabas ni máculas de ilegalidad, fácilmente, e incluso proporcionen copias simples de los productos desde sus propias páginas web. Si dejan de luchar contra los molinos de viento de la piratería y esta deja de ser tal, seguirán ganando dinero por la misma dinámica de consumo cultural vigente; probablemente más porque, al aumentar el acceso a los productos, aumentarán también las ventas de los que quieren tener las obras en un soporte físico; y la sociedad se enriquecerá culturalmente como nunca hubiéramos imaginado.
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