La naturaleza nos está enviando un mensaje con la pandemia de coronavirus (que no deberíamos ver sino como uno de los elementos de la crisis ecosocial sistémica en curso), según el responsable de medio ambiente de Naciones Unidas, Inger Andersen.
Andersen ha declarado que la humanidad está ejerciendo demasiadas presiones sobre el mundo natural con consecuencias dañinas, y advierte de que no cuidar la naturaleza significa no cuidarnos a nosotros mismos.
No ser capaces de responder adecuadamente a crisis como esta remite a nuestro problema de negacionismo. Sobre ello ha insistido con acierto George Monbiot:
“Hemos estado viviendo dentro de una burbuja, una burbuja de confort falso y denegación. En las naciones ricas, habíamos comenzado a creer que hemos trascendido el mundo material. La riqueza acumulada, a menudo a expensas de otros, nos ha protegido de la realidad. Viviendo detrás de las pantallas, pasando de una cápsula a otra –nuestras casas, coches, oficinas y centros comerciales–, nos convencimos de que la contingencia se había retirado, de que habíamos llegado al punto que todas las civilizaciones buscan: aislamiento de los peligros naturales”.
La crisis sanitaria causada por el coronavirus nos devuelve bruscamente a la realidad. Somos organismos ecodependientes e interdependientes dentro de una biosfera donde “todo está conectado con todo lo demás” –según la célebre primera ley de la ecología de Barry Commoner– y donde los virus son fuente de variabilidad y motor de la evolución biológica.
También Santiago Alba Rico ha llamado la atención sobre este carácter de vuelta a la realidad de la pandemia. Y Eva Borreguero realiza una valiosa reflexión sobre el coste del negacionismo a partir de la pandemia de COVID-19: “En la actual crisis epidemiológica encontramos un anticipo de lo que nos espera si no nos tomamos en serio el cambio climático. Los dos fenómenos comparten, además del negacionismo, otras particularidades; un modus operandi –una amenaza abstracta y difusa que en un giro sorpresivo adquiere una tangibilidad íntima y material brutal–; o la aproximación al coste de modular los efectos”. Movilizarse a destiempo puede convertir las crisis en catástrofes terminales.
Los negacionismos humanos
La cultura dominante padece un problema muy básico de negacionismo. Pero no en el que era el sentido más habitual de negacionismo hace veinte años (referido al Holocausto, la Shoah), el que podríamos llamar nivel cero. Ni tampoco al más corriente hoy, el negacionismo climático, nivel uno.
El nivel dos es un negacionismo más amplio: el negacionismo que rechaza que somos seres corporales, finitos y vulnerables, seres que han puesto en marcha procesos destructivos sistémicos de magnitud planetaria, y que hemos desbordado los límites biofísicos del planeta Tierra.
Me refiero al negacionismo que rechaza la finitud humana, nuestra animalidad, nuestra corporalidad, nuestra mortalidad, y esos límites biofísicos que visibiliza, por ejemplo, la famosa investigación (sobre nine planetary boundaries) de Johan Röckstrom y sus colegas en el Instituto de Resiliencia de Estocolmo.
Y habría, más allá de esto, un tercer nivel de negacionismo: el que rechaza la gravedad real de la situación y confía en poder hallar todavía soluciones dentro del sistema, sin desafiar al capitalismo.
Por desgracia (porque esto complica aún más nuestra situación), ya no es así. Dejamos pasar demasiado tiempo sin actuar. Ojalá existiesen esos espacios de acción, pero eso equivale en buena medida a decir: ojalá estuviésemos en 1980, en 1990, en vez de en 2020. Ojalá 350 ppm de dióxido de carbono en la atmósfera, en vez de 415 (y creciendo rápidamente). Los bienintencionados Objetivos de Desarrollo Sostenible de Naciones Unidas, por ejemplo, llegan con decenios de retraso.
El ecomodernismo –con versiones de izquierdas y de derechas– asume que una transformación ecosocialista decrecentista es imposible, y que solo habría salvación posible acelerando todavía más nuestra huida prometeica hacia adelante: buscando un futuro de alta energía y alta tecnología. Pero esto queda dentro del negacionismo de tercer nivel.
Negacionismo, capitalismo y límites biofísicos: este es el tema de nuestro tiempo. El problema viene de lejos. De hecho, los debates y las opciones decisivas tuvieron lugar sobre todo en los años 1970, con 1972 como fecha clave (Cumbre de Estocolmo e informe Los límites del Crecimiento). Desde entonces sabemos con certidumbre científica que la civilización que Europa propuso al mundo entero a partir del siglo XVI (expansiva, colonial, patriarcal y capitalista) no tiene ningún futuro.
Cuanto más tardemos en transitar a alguna clase de poscapitalismo, peor será la devastación. Pero por desgracia, en los años 1970-1980, junto con el neoliberalismo, se impuso el negacionismo.
¿Aprenderemos de la actual crisis?
Hemos hablado con cierta frecuencia de aprendizaje por shock. El shock lo tenemos aquí, en forma de SARS-CoV-2: un virus zoonótico (procedente de un animal) frente al que no tenemos inmunidad previa y que está poniendo patas arriba el mundo entero. El shock está aquí, y se trata solo de uno entre los que venimos padeciendo y vamos a padecer. Pero ¿seremos capaces de un aprendizaje colectivo?
Monbiot nos amonesta:
“La tentación, cuando esta pandemia haya pasado, será encontrar otra burbuja. No podemos permitirnos sucumbir a eso. De ahora en adelante, debemos exponer nuestras mentes a las realidades dolorosas que hemos negado durante demasiado tiempo”.
Tiene toda la razón. La crisis originada por esta pandemia es poca cosa al lado de lo que se avecina a causa de la catástrofe climática, la crisis energética y la Sexta Gran Extinción.
¿Nos sobrepondremos al tercer nivel de nuestro negacionismo para ser capaces de afrontar las transformaciones sistémicas, revolucionarias, que necesitamos desesperadamente?
Via
La naturaleza nos está enviando un mensaje con la pandemia de coronavirus (que no deberíamos ver sino como uno de los elementos de la crisis ecosocial sistémica en curso), según el responsable de medio ambiente de Naciones Unidas, Inger Andersen.
Andersen ha declarado que la humanidad está ejerciendo demasiadas presiones sobre el mundo natural con consecuencias dañinas, y advierte de que no cuidar la naturaleza significa no cuidarnos a nosotros mismos.
No ser capaces de responder adecuadamente a crisis como esta remite a nuestro problema de negacionismo. Sobre ello ha insistido con acierto George Monbiot:
La crisis sanitaria causada por el coronavirus nos devuelve bruscamente a la realidad. Somos organismos ecodependientes e interdependientes dentro de una biosfera donde “todo está conectado con todo lo demás” –según la célebre primera ley de la ecología de Barry Commoner– y donde los virus son fuente de variabilidad y motor de la evolución biológica.
También Santiago Alba Rico ha llamado la atención sobre este carácter de vuelta a la realidad de la pandemia. Y Eva Borreguero realiza una valiosa reflexión sobre el coste del negacionismo a partir de la pandemia de COVID-19: “En la actual crisis epidemiológica encontramos un anticipo de lo que nos espera si no nos tomamos en serio el cambio climático. Los dos fenómenos comparten, además del negacionismo, otras particularidades; un modus operandi –una amenaza abstracta y difusa que en un giro sorpresivo adquiere una tangibilidad íntima y material brutal–; o la aproximación al coste de modular los efectos”. Movilizarse a destiempo puede convertir las crisis en catástrofes terminales.
Los negacionismos humanos
La cultura dominante padece un problema muy básico de negacionismo. Pero no en el que era el sentido más habitual de negacionismo hace veinte años (referido al Holocausto, la Shoah), el que podríamos llamar nivel cero. Ni tampoco al más corriente hoy, el negacionismo climático, nivel uno.
El nivel dos es un negacionismo más amplio: el negacionismo que rechaza que somos seres corporales, finitos y vulnerables, seres que han puesto en marcha procesos destructivos sistémicos de magnitud planetaria, y que hemos desbordado los límites biofísicos del planeta Tierra.
Me refiero al negacionismo que rechaza la finitud humana, nuestra animalidad, nuestra corporalidad, nuestra mortalidad, y esos límites biofísicos que visibiliza, por ejemplo, la famosa investigación (sobre nine planetary boundaries) de Johan Röckstrom y sus colegas en el Instituto de Resiliencia de Estocolmo.
Y habría, más allá de esto, un tercer nivel de negacionismo: el que rechaza la gravedad real de la situación y confía en poder hallar todavía soluciones dentro del sistema, sin desafiar al capitalismo.
Por desgracia (porque esto complica aún más nuestra situación), ya no es así. Dejamos pasar demasiado tiempo sin actuar. Ojalá existiesen esos espacios de acción, pero eso equivale en buena medida a decir: ojalá estuviésemos en 1980, en 1990, en vez de en 2020. Ojalá 350 ppm de dióxido de carbono en la atmósfera, en vez de 415 (y creciendo rápidamente). Los bienintencionados Objetivos de Desarrollo Sostenible de Naciones Unidas, por ejemplo, llegan con decenios de retraso.
El ecomodernismo –con versiones de izquierdas y de derechas– asume que una transformación ecosocialista decrecentista es imposible, y que solo habría salvación posible acelerando todavía más nuestra huida prometeica hacia adelante: buscando un futuro de alta energía y alta tecnología. Pero esto queda dentro del negacionismo de tercer nivel.
Negacionismo, capitalismo y límites biofísicos: este es el tema de nuestro tiempo. El problema viene de lejos. De hecho, los debates y las opciones decisivas tuvieron lugar sobre todo en los años 1970, con 1972 como fecha clave (Cumbre de Estocolmo e informe Los límites del Crecimiento). Desde entonces sabemos con certidumbre científica que la civilización que Europa propuso al mundo entero a partir del siglo XVI (expansiva, colonial, patriarcal y capitalista) no tiene ningún futuro.
Cuanto más tardemos en transitar a alguna clase de poscapitalismo, peor será la devastación. Pero por desgracia, en los años 1970-1980, junto con el neoliberalismo, se impuso el negacionismo.
¿Aprenderemos de la actual crisis?
Hemos hablado con cierta frecuencia de aprendizaje por shock. El shock lo tenemos aquí, en forma de SARS-CoV-2: un virus zoonótico (procedente de un animal) frente al que no tenemos inmunidad previa y que está poniendo patas arriba el mundo entero. El shock está aquí, y se trata solo de uno entre los que venimos padeciendo y vamos a padecer. Pero ¿seremos capaces de un aprendizaje colectivo?
Monbiot nos amonesta:
Tiene toda la razón. La crisis originada por esta pandemia es poca cosa al lado de lo que se avecina a causa de la catástrofe climática, la crisis energética y la Sexta Gran Extinción.
¿Nos sobrepondremos al tercer nivel de nuestro negacionismo para ser capaces de afrontar las transformaciones sistémicas, revolucionarias, que necesitamos desesperadamente?
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